La fullería del vivir: andamos
con narices postizas, voz gangosa,
tras el cartón, tras el papel maché,
como en el pabellón de Villa Valmarana.
La noche lleva sólo un pañolón:
el floripondio de las rosas blancas,
florecidas en junio y en enero,
—cardo y ortiga nunca más—, la samba
que filmaba Orson Welles de noche en Río.
Todas las noches son intercambiables:
es la hora de andar con camuflaje,
la hora de las torres y los respiraderos,
la guerra de los truenos en el monte.
Van los monteros en la oscuridad,
como la alevosía de los años
que desgarran el cutis del cielo en primavera.
Fue nuestro nombre primavera, y hoy
nuestro nombre será el de la borrasca,
nos llamaremos tormenta de nieve,
ojo a la vez de cíclope y ciclón,
ciclán de ojos de noche despellejada,
tuertos en la tiniebla del volcán
(«Donde espumoso el mar sicilïano...»)
ascendiendo en la lava de palabras
las cenizas disueltas en el mar:
mariposas en sí resucitadas,
navegaciones en galera roja,
con las brasas de la sacramental.
El fuego consumió la primavera:
la tramontana de los soñadores
tiene esta noche el ojo del temor.