TODO COMENZÓ CON un sueño. Yo te soñé la última noche de 1999. La familia de Gonzalo se reunió al norte de Italia para esperar el milenio. Llegaron de Cuba, Brasil, Miami y nosotros de Nueva York. Todos estábamos amotinados en una pequeña casa de finales de 1800, en Varese, a cincuenta kilómetros de Milán.
Brindamos, celebramos la llegada del siglo XXI, nos abrazamos y esa noche no hice ninguna promesa para el nuevo año, lo cual me resultaba algo inquietante.
Aquella noche, al dormirme, encontré el éxtasis, la promesa, lo que más deseaba: te vi. Y no te imaginé ni rubia ni trigueña, ni de ojos azules o castaños. Te soñé. Te tenía en mis brazos, recién nacida, tu piel sobre mi piel. Te sentí, te olí, te acaricié y me dormí a tu lado. Fue una angustia, pero una angustia placentera. Me desperté agitado, la respiración entrecortada, el pulso acelerado.
No soy de los que creen en los sueños, no los analizo, incluso no los recuerdo.
Mi amiga Norma Niurka me llama cada vez que tiene un sueño extraordinario. Los descifra, les busca explicaciones y conexiones con la realidad. Cada elemento del sueño tiene un por qué y me los narra como si fueran una obra teatral: se emociona; los actúa. Piensa que su vida va a tomar otro rumbo por lo que su cerebro destelló mientras dormía. Y cada vez que termina de contármelos a toda velocidad, para que yo no pierda la atención, me dice: “¿Tú no crees en los sueños, verdad?”.
No es que no crea, es que no busco ni encuentro respuestas en ellos. Para mí, no son premoniciones. Son simples deslices eléctricos.
Muchas veces ni siquiera logro diferenciar una pesadilla de un sueño. Tanto uno como el otro me sofocan. Y como hago con todas las cosas que me sofocan o me mortifican, los coloco en el olvido. Tal vez es por eso que rara vez recuerdo un sueño al despertarme.
Pero en esta ocasión, el escenario era diferente.
Se acababa un siglo, estaba lejos de mi familia y recién había cumplido cuarenta años. Este era un sueño que no podía ignorar.
Al otro día tuve una extrema sensación de calma. Me sentí relajado, como si me hubiese quitado un enorme peso de encima.
Tomamos el tren a Roma y la ciudad me pareció diferente a aquella que había recorrido en otras oportunidades. Ya no tenía la ansiedad de descubrir cada esquina, visitar cada museo, encontrar las reliquias dispersas en las enrevesadas iglesias renacentistas, atravesar el monte Palatino, sentir el peso del arco de Constantino, perderme en los laberintos del Coliseo, devorar el mausoleo de Adriano, contemplar la Capilla Sixtina o refugiarme en el Trastévere. Ahora quería ir sin desviarme a la Basílica de San Pedro y asistir a la primera misa en latín del nuevo siglo, el segundo domingo después de las navidades, dedicada a los niños.
Gonzalo siguió un recorrido por la ciudad con los demás y yo me perdí en una masa devota que venía de todas partes del mundo, hasta llegar al altar, donde se vence el miedo al vacío.
Me arrodillé, oré por ti y pedí con insistencia poder conocerte. Seguí el ritual, atravesé el gran salón de la basílica y llegué hasta la imponente puerta de entrada de la derecha, abierta solo en los años del jubileo. Acaricié las brillosas rodillas del Jesús crucificado de la puerta, esculpido del bronce tomado sin piedad del venerado Panteón, pulidas por la devoción de millones de peregrinos. Recorrí cada detalle, buscaba la señal que deseaba en las columnas del altar. Contemplé el manto de Verónica y un trozo de la madera de la cruz, reliquias que solo se exhiben durante los años sagrados.
Al pie de la Pietá, protegida por un cristal a prueba de balas, encendí una vela y oré por ti bajo el reinado del Papa número 264.
Abandoné la basílica en paz. Me uní a los demás en una tumultuosa y cosmopolita Roma que daba la bienvenida al nuevo siglo, en medio del jubileo que marcaba la transición del segundo al tercer milenio de la era cristiana. Veía la ciudad más iluminada y comencé a sentirte en cada rincón. Tú eras mi gran secreto. Nadie me preguntó qué me pasaba, tal vez porque me veían relajado y feliz.
EL REGRESO A Nueva York fue rápido. En el avión, traté de reproducir el sueño una y otra vez. Aun podía cerrar los ojos y verte entre mis brazos.
Ya en nuestro apartamento en Manhattan, comencé a organizarme, a delinear cuáles serían los primeros pasos a dar para buscarte.
No quería, no podía perder ni un segundo.
El apartamento de aquel entonces era pequeño. Tendríamos que salir de él. Como había aumentado su valor, con la ganancia podríamos financiarte. En caso de que no se pudiera vender de inmediato, el cuarto tenía la amplitud necesaria para colocar tu cuna, tu gavetero, tus primeros juguetes.
Hoy, después de conocerte, trato de dibujar tu rostro en el sueño, pero no puedo. Busco tus ojos, tu llanto, tu sonrisa, y nada. Busco tu frondosa cabellera y no la encuentro. Tus manos, tu carita redonda, tus piececitos. Nada.
Pero en el sueño eras tú. Sabía que eras mi hija, que estábamos conectados física y espiritualmente, y desde ese día te prometí que movería cielo y tierra para traerte al mundo.