CADA VEZ QUE me enfrento a una entrevista me invade el temor al vacío. Aunque me haya preparado la noche anterior, aunque tenga todas las preguntas concebidas, escritas o grabadas en mi cabeza, uno nunca sabe con qué se va a encontrar. El desasosiego te domina porque no puedes adivinar de antemano cuál será el estado anímico del entrevistado, si va a haber química contigo, hasta dónde podrás llegar con las preguntas y si al final la persona que tienes delante —que alguien ha entrenado para que no se desvíe de lo que tiene programado responder y que ha construido una imagen que espera nadie se la desmorone— va a responderte con sinceridad. Una de mis estrategias siempre es atacar con las preguntas que el entrevistado espera y poco a poco encontrar los elementos, que él mismo te da, para llevar la conversación —trato siempre de que sea un diálogo, no un monólogo— hacia los lugares más íntimos y honestos, que a veces parecen más bien una confesión. Pero existen los expertos en responder lo que nunca les preguntaste. Otros terminan con frases hechas que el público no quiere oír e incluso están los que se toman el tiempo de la entrevista en dos enrevesadas y triunfalistas respuestas de las cuales puedes tal vez, si tienes buena suerte, usar una simple oración. Casi siempre, con el sujeto delante, logras obtener alguna que otra idea interesante, ya sea de la preparación de la entrevista, el lugar donde se desarrolla, el personal que lo atiende o incluso de su lenguaje corporal. Y por supuesto hay buenas y malas entrevistas. Las malas yo siempre las olvido.
Tomo un avión, llego a Miami y antes de registrarme en el hotel voy hasta los estudios de Univisión en el Doral. María Celeste Arrarás me espera. Falta poco para entrar a maquillaje y estar lista para presentar las noticias de Primer impacto.
María Celeste está emocionada. Esta no va a ser una entrevista. Ella va a escribir sus impresiones de su viaje a Rusia. Ella, la mamá de Julián, un niño de tres años, está embarazada de cinco meses de una niña y acaba de adoptar otro niño, Vadim, del orfelinato Rayito de Sol, a dos horas de Moscú. La primera vez que María Celeste vio a Vadim fue por Internet. Le enviaron una foto del bebé a través de un correo electrónico; estaba vestido de rosado y pesaba 20 libras. Luego, junto con su esposo Manny, lo fueron a visitar. Vadim llevaba una camiseta con el número seis para que no se confundiera con los otros niños. Su ropa estaba sucia y apestaba a humedad. Compartía su cuarto con once bebés y no estaba acostumbrado a ver hombres a su alrededor. Ahora a María Celeste se le va a cumplir el sueño de tener tres hijos. Está feliz porque además va a salvar de la miseria a un bebé.
DEJO MIAMI CONSTERNADO con la historia de María Celeste y parto para México. Allí me espera Saúl Lizaso para ser entrevistado. En el Casino Español, un imponente edificio de la época colonial en medio del centro de la Ciudad de México, El derecho de nacer, la nueva versión del clásico de las telenovelas, está en plena grabación. Saúl, vestido de época, atraviesa con aire señorial los angostos pasillos del Casino, que funciona como su casa en la serie televisiva. En una esquina, Kate del Castillo llora.
Al grito de “¡Corten!”, Saúl se desentiende de su almidonado personaje y se me acerca y me da un abrazo. “Vamos para mi camerino”. Nos dirigimos a las afueras hasta un tráiler. Saúl está feliz. No solo es uno de los actores más cotizados de Televisa, el imperio de las telenovelas en español, sino que hace catorce meses se convirtió en papá. Su hija Paula es su adoración. Él le cambia los pañales, dice, le da el biberón y hasta se despierta por las madrugadas para consolarle el llanto. Saúl protagoniza una exitosa telenovela y ha sido seleccionado como el hombre más sexy del año 2000 por la revista People en Español, pero aclara que su rol más importante hoy es el de papá.
TOMO EL AVIÓN de regreso a Nueva York y al otro día me envían a la Escuela Primaria Clara Barton, en el Bronx. Me espera un grupo de niños de quinto grado. Elvin, de once años, que vive con sus padres en un apartamento en el sur del Bronx, es el capitán de un equipo que juega a la bolsa. Han invertido $100.000 y obtuvieron una ganancia, en unas diez semanas, de $35.000. Los niños, en su mayoría hispanos, se han hecho famosos de la noche a la mañana. En un año podrían convertirse en millonarios. Pero ellos invierten en la bolsa de valores de forma hipotética. Elvin, antes de irse a jugar béisbol, revisa las páginas de negocios del New York Times para ver cómo van sus inversiones. Ellos deciden dónde invertir. Sus padres no se explican de dónde les ha salido ese talento de inversionistas, pero se encuentran sumamente orgullosos.
En mi oficina, en el piso treinta y seis del Time and Life Building, comienzo a transcribir las tres historias. No tengo la adrenalina habitual que me dejan las entrevistas. Me siento en un vacío.
Aún tengo en mi bolsillo, doblado en cuatro, el resultado de mi análisis. No he podido hablar del tema con nadie. No me he atrevido a llamar a la agencia y cancelar mi proyecto con Diana. Es como si lo del análisis nunca hubiera pasado.
Tengo en mi buró las fotos de María Celeste con Vadim en sus brazos. En una, ella lo mira con ternura. Tiene un gorrito blanco con mariposas verdes y rojas y su mirada se dirige al horizonte. En otra, ella lo coloca en una cuna. En la que Manny lo alza y lo sostiene en el aire, María Celeste está radiante de felicidad. Vadim la mira como si él supiera que su martirio ha llegado a su fin. Ahora va a tener un hogar y María Celeste va a tener su segundo hijo.
Saco el análisis del esperma y trato de descodificar los números que se leen en millones, los porcentajes, los datos sobre la morfología, la movilidad. No entiendo nada. Sé que esas cifras quieren decir que no estoy apto para tener un hijo. Que jamás podré fecundar el embrión que me iba a donar Diana. Que jamás mis espermatozoides podrán navegar hasta las trompas de Falopio. Ninguno podrá jamás atravesar el intrincado y complejo camino hacía el fresco, saludable y perfecto óvulo de Diana. Jamás podrá perforar las paredes del óvulo y compartir su código genético con el de Diana para comenzar el proceso de crearte.
Ese era mi destino. Estaba escrito y yo no lo sabía.
Miro la tierna cara de Vadim y pienso en todos los niños que esperan ansiosos que unos padres bondadosos y valientes se arriesguen a rescatarlos. Vadim es un niño con suerte. María Celeste es una mujer con suerte. Ese era el destino de ambos. El mío me acaba de llegar como una sonora bofetada.
¿Era una de mis imperfecciones genéticas o era yo el culpable de mi fortuna? ¿Habría sometido a mis testículos a extremas temperaturas que mermarían mi fertilidad hasta convertirla en nula? ¿Mi obsesión por bajar de peso y someterme a extenuantes baños de vapor serían la causa? ¿Las largas horas con la computadora portátil sobre mis piernas habrían drenado mi facultad de producir espermatozoides sanos?
“Con un resultado así, no hay posibilidades de una inseminación artificial”. Esa fue la respuesta directa del médico de la agencia de Oregón. “No creo que sea posible que logremos un óvulo fecundado”.
¿No cree o está seguro? ¿Vale la pena insistir? Adiós, Diana. Adiós, Oregón. Ya no tendré que viajar y no conoceré Portland. Ya no nacerás en el otro extremo del país. Bueno, al parecer mi hijo ya no nacerá.