SON LAS DOCE de la noche y Gonzalo duerme. Termino un pote de helado de té verde y me quedo dormido. A las tres de la mañana me despierta un constante dolor en la boca del estómago. Voy a la cocina y me tomo un vaso de leche. El dolor continúa. Voy al baño y el dolor no se apacigua. Mi mandíbula inferior comienza a entumecerse y el dolor se extiende al brazo derecho. Comienzo a hacer ejercicios de estiramiento. Me levanto de la cama, me siento, camino, me vuelvo a acostar. Son las seis de la mañana y el dolor se ha intensificado. Gonzalo me ve desesperado y ofrece buscarme un Zantac en la farmacia. Me tomo una tableta, el dolor desaparece casi al instante y me quedo dormido.
En la oficina, llamo a mi amiga María, en Miami, y le cuento sobre mi extraño dolor. ¿Acaso lo soñé? María es mi conciencia. “Debes llamar a tu médico”, me dice.
Mi médico de cabecera, ahora, es un mexicano graduado de Harvard que tiene su consulta en el Upper West Side, en el mítico edificio Oliver Cromwell, frente al legendario Dakota. Mi nuevo médico de cabecera es paciente y aparenta tener todo el tiempo del mundo para mí. “Si te tomaste un Zantac y se te quitó debe haber sido una indigestión. Ven mañana”. Por lo visto, no había sido nada de urgencia.
Al otro día, mi amable médico de cabecera me ausculta, me toma los signos vitales y me hace un electrocardiograma. Analiza con detenimiento las curvas peligrosas en la larga tira de papel cuadriculado y me recomienda ver a un cardiólogo. “Hagamos un análisis de sangre”. Llama a la oficina del otro médico y me pide un cita de urgencia.
En la sala de espera todos tienen caras de cansados. Los pacientes tienen más de sesenta años. ¿Qué me habrá pasado? ¿Me habrá fallado el corazón? No fumo, no bebo, no consumo drogas. Bueno, tengo sobrepeso…
Me hace un ecocardiograma y me cita al otro día en la tarde para completar unos estudios para ver cómo están mis arterias.
Vuelvo a su oficina y mi médico de cabecera, con su habitual paciencia y dedicación, pretende calmarme. “Hay una buena y una mala noticia, ¿cuál quieres escuchar primero?”. Por supuesto que la mala, entonces me dice: “Tuviste un pequeño ataque al corazón. Las enzimas están un poco alteradas. La buena noticia es que no hay daño. No hay ningún coágulo en el sistema”.
Lo que me faltaba. Mi esperma es un desperdicio y mi corazón ha decidido que no quiere trabajar más.
Mi destino estaba más que escrito. Regreso al cardiólogo que me recibe con su juvenil sentido del humor. “¿Quién se lo iba a imaginar? Vamos a investigar qué pasó”. Siguen los tests radioactivos, los electros de esfuerzo, las placas.
Mi mamá se asusta. Quiere tomar el primer vuelo de Miami a Nueva York, pero no se lo permito.
“Con los resultados que tenemos hay dos opciones”, me dice el cardiólogo, “o te pongo bajo medicamento de por vida para mantener las arterias destapadas o hacemos un cateterismo para confirmar si hay necesidad o no de operar, o si es que podemos destapar si hay obstrucción o por lo menos ver con exactitud qué te pasó. Los análisis que hemos hecho hasta ahora tienen un margen de error y no nos dan ninguna seguridad”.
Los medicamentos de los que él habla, pueden mantener saludable al corazón por unos años pero pueden comenzar a dañarte el hígado o los riñones. Me siento un discapacitado. ¿Por qué a mí si en mi familia no hay nadie que padezca del corazón, mis padres están vivos y sanos y mis abuelos murieron ya viejos?
El cateterismo es la respuesta y lo que nos daría el nivel de gravedad o no de mi situación. A Eduardo, un compañero de la oficina, un simple dolor constante en el codo lo llevó a un triple baipás luego de un cateterismo que resultó en que tenía varias arterias obstruidas. Así que a corazón abierto, Eduardo tuvo que soportar que le quitaran venas de sus piernas y se las transplantaran a su débil corazón.
¿Necesitaré un baipás? ¿Cuán obstruidas estarán mis venas?
Me decido por el cateterismo y mi mamá llega al otro día. Parezco un moribundo. Camino con lentitud y precaución, y evito cualquier estímulo para no agitar mi corazón que al parecer decidió detenerse por unos segundos. Evito comer cualquier tipo de grasa y trato de mantenerme todo el tiempo en la cama.
Ya en el Hospital de Nueva York, paso a la camilla preoperatoria no sin antes firmar los documentos que aclaran los peligros del cateterismo. Puedo morir al instante y ellos no son responsables.
Comienzan a insertarme la aguja en la ingle por donde introducirán un catéter que inundará mis arterias con un medio de contraste. No puedo dejar de llorar. El enfermero se sorprende al ver mi estado de depauperación emocional. “Me lo hago todos los años, y ya en dos ocasiones me han tenido que destapar un par de ellas. No es nada”. Él no entiende que esto es el fin de un proyecto. No es por lo que me vaya a pasar sino por lo que me dejará de pasar.
Me llevan al salón de operaciones y mi mamá y Gonzalo esperan afuera.
El doctor inserta el catéter y me explica que cuando el líquido pase a la circulación coronaria voy a sentir una frialdad y aceleramiento en los latidos del corazón. Con este procedimiento, si se encuentra una arteria coronaria obstruida utilizarían un balón inflable para destaparla.
Sobre mí, varias pantallas de televisores en blanco y negro comienzan a mostrar mi interior. El médico le explica a su equipo, no a mí, cuáles son las arterias, el corazón… El líquido comienza a teñir las diferentes ramificaciones que llegan hasta el corazón que no ha dejado de latir, al menos en la pantalla. El bombeo se amplifica y yo me escucho a mí mismo, como si ya me hubiera muerto y estuviera frente a la película de mi vida. El médico explica, a sus asistentes, no a mí, que mis arterias no solo están destapadas, sino que más que saludables y anchas, con espacio suficiente para que circule bien mi sangre. ¿Y mi ataque al corazón? “No creo que hayas tenido ningún ataque al corazón”.
Y otra vez el “no creo”. ¿Por qué no dicen: “No has tenido un ataque al corazón”? Tienen que usar el “no creo”.
De pronto, otra decisión que debo tomar en un segundo. Tengo dos opciones, o me dan un par de puntos por donde me introdujeron el catéter, lo que implica que la recuperación será más lenta, o me ponen un tapón, con el que la recuperación sería inmediata. Ese “tapón” es un proceso experimental que puede provocar que se forme un coágulo, que a su vez puede llegar a los pulmones, al cerebro o al corazón. “¿Qué me recomienda?”, le pregunto al cardiólogo. Me contesta sin titubear: “El tapón”. Y me voy con el tapón.
El médico les informa a Gonzalo y a mi mamá que salí bien.
En la consulta con el cardiólogo, las dudas siguen. “Bueno, no tienes nada. Puede haber sido un espasmo, puede haber sido un cambio de temperatura brusco. Puede haber sido un virus o una bacteria, pero para saberlo con precisión tendríamos que hacer una biopsia del corazón, el cual es un procedimiento aun más invasivo”.
Se acabaron las pruebas. Hasta el día de hoy, nunca he sabido qué me pasó.
Mi médico de cabecera, que de alguna manera se siente algo culpable por no haberme recibido al llamarlo con la historia del dolor en la boca del estómago, se ha vuelto aun más paciente conmigo.
“No me habías dicho que estabas en el proceso de tener un hijo”.
Le cuento de la agencia de Oregón, de Diana, de mi médico anterior y el olvidado análisis de semen, y me da una luz de esperanza, tal vez compadecido por mi episodio cardíaco. Cada donación de esperma es distinta. El esperma se renueva cada tres meses. Me aconseja que vaya a un urólogo y me haga un estudio profundo y que sea él quien me diga qué debo hacer. A veces unas varicoceles en los testículos pueden ser la causa. Y el remedio es una sencilla operación.
ANTES DE COMENZAR a preocuparme por mis rezagados testículos tenía que recuperarme del corazón. No había sido fácil. Así que, convencido de que podría existir una posibilidad, seguí detrás del rastro de las agencias de madres gestacionales en Nueva York, Nueva Jersey, San Francisco, Los Ángeles, La Jolla, San Diego y Boston, pidiendo información y catálogos. Así comenzó una larga correspondencia electrónica con mujeres desconocidas que ofrecían servicios de madres gestacionales y de donantes de óvulos.
Después de todas aquellas señales, la búsqueda era más bien el único fin. Todavía no estaba decidido a someterme a otros estudios invasivos para luego encontrar respuestas que no quería oír.