EN EL VUELO de Nueva York a Los Ángeles, una mujer, de unos sesenta años, se sienta a mi lado. Desde el momento en que alguien te saluda y te hace cualquier comentario, ya sea sobre la temperatura o sobre el libro que lees o sobre cuán lleno está el avión, sabes que te tocó un compañero de vuelo hablador. Al viajar, prefiero el silencio. Me gusta leer o pensar o dormir. Pero no me gusta entablar un diálogo.
Es su primer viaje al oeste del país para conocer Hollywood, me explica la mujer habladora que se me sentó al lado. Se va a reunir además con su hijo, su nuera y su nieta, que viven en San Francisco desde hace dos años. Aunque han ido a visitarla a las afueras de Nueva York donde vive, es la primera vez que ella decide volar al otro extremo del país.
Por el camino que tomaba la conversación, me imaginé que no iba a poder leer mi libro u organizarme antes de llegar a Los Ángeles. Gracias que la mujer anticipó la pregunta que yo pensé iba a dejar para el final: “¿Y a qué vas a Los Ángeles?”.
Nunca he sido más explícito. “Tengo una cita en Growing Generations, una agencia que brinda el servicio de madres gestacionales y de donantes de óvulos, para iniciar el proceso de tener un hijo. Mañana tengo que donar el esperma, lo analizan, lo almacenan y con la donante de óvulo a mano prepararemos el embrión. Luego lo transferimos a una madre gestacional y con la gracia de Dios a los nueve meses seré papá”.
La mujer sonrío y no me volvió a dirigir la palabra durante las más de cinco horas de vuelo.
Sí, seleccioné Growing Generations. La decisión fue simple. Es una de las agencias más grandes del país y una de las más antiguas. Fue fundada por una mujer que con su pareja —otra mujer— tuvo un hijo. El otro dueño es un abogado especializado en fertilidad asistida, que tuvo a sus hijos con la ayuda de una madre gestacional.
Las oficinas de la agencia no estaban escondidas en un rincón de la ciudad, como algunas, o en la casa de la dueña, como otras. Growing Generations se erguía en el corazón de Los Ángeles, en una de sus arterias más conocidas y lujosas, Wilshire Boulevard. Hasta ese momento nunca habían tenido una demanda legal y, lo más importante, trabajaban con cualquier tipo de familia, ya fueran matrimonios o mujeres u hombres solteros sin importarles la orientación sexual.
Antes de viajar, y después de mi primer acercamiento telefónico, recibí un correo electrónico de Teo, uno de los ejecutivos de la agencia, con un estructurado y cronometrado itinerario para mi visita. Lo primero que tenía que hacer era llenar el clásico y extenso cuestionario diseñado para los futuros padres. Esta vez fue más fácil porque usé como modelo el mismo que le había entregado a la primera agencia de Oregón. Ese cuestionario debía estar en poder de la agencia antes de mi viaje. El día de la cita debía dirigirme primero a un laboratorio para donar mi esperma, que analizarían y congelarían para su posible uso posterior.
Una hora y media más tarde, me recibiría el equipo de Growing Generations, incluyendo la presidente, quienes responderían a todas mis dudas.
En su correo electrónico estaban las instrucciones para la donación en el laboratorio. Si el método era fertilización in vitro, o sea, con una madre gestacional, el semen podía usarse de inmediato. En el caso de que el proceso fuera a través de subrogación tradicional, donde la madre sustituta es inseminada artificialmente, el médico podía imponer una cuarentena al semen. Y en letras mayúsculas y subrayadas, una advertencia: para la donación había que abstenerse de tener relaciones sexuales o masturbarse por no más de cinco y no menos de tres días.
Listo para el procedimiento y con todos los requisitos cumplidos, llegué al laboratorio. Para mi sorpresa, no era como los laboratorios a los que estaba acostumbrado en Nueva York. El salón de recibimiento, con sofás alineados de color arena, donde predominaban la madera y el cristal, estaba ambientado como un spa. La luz era indirecta y todos los presentes aparentaban estar relajados, como si esperaran por un placentero masaje. Nadie se saludaba, no había contacto visual alguno.
Escucho mi nombre y la enfermera me pasa a un amplio salón privado donde para mi sorpresa había una variedad de vídeos que satisfacían todas las preferencias sexuales. Otra vez me entregan el pomo plástico sellado con la etiqueta y me aclaran que “al donar el espécimen tengo que tener el extremo cuidado de mantener el interior del frasco estéril”. Así que manos a la obra y listos para todas las artimañas para no contaminar con elementos extraños la vasija encantada.
Seguro de que en esa donación, donde encontraría millones de espermatozoides sanos, seleccionarían con destreza al valiente o a los valientes que fertilizarían a los omnipotentes óvulos, me fui erguido a conquistar Growing Generations.
No es que tuviera una idea preconcebida de las agencias, pero resultó que no era como me la imaginaba. No sé por qué pensé encontrarme con un espacio diseñado más como una guardería infantil, lleno de mujeres, en el que te atienden sorprendidas de lo valiente que eres por tomar la decisión de convertirte en padre a través de una madre gestacional. Pensé que hablaríamos de mi trabajo, que me contarían anécdotas, que me mostrarían fotos de los niños recién nacidos con la ayuda de la agencia, que entrarían cada diez minutos llamadas de emergencia porque alguien había roto la fuente.
Pero la realidad es que sentí como si estuviera en un banco —no había nadie más que yo— por abrir una importante cuenta o firmar un contrato de arrendamiento de un auto del cual —después del compromiso sellado— no iba a poder salir por un par de años.
Me recibió la persona que coordina la búsqueda de las madres gestacionales y luego la persona responsable del banco de óvulos. Alguien me dio un recorrido por los diferentes salones donde había pequeños cubículos con computadoras en las que, después de que firmara, podría navegar por la base de datos para encontrar a quienes serían la madre gestacional y la donante de óvulo que me ayudarían a tener a mi hijo.
Stuart, otro de los ejecutivos, elogió mis zapatos, me imagino que todos se percataron de mi nerviosismo, y llegó el momento de conocer a la presidente. Gail había tenido a su hija a través de inseminación artificial. El hermano de su pareja había sido el donante de esperma.
Su voz era apacible, una mujer relajada, podría decir maternal, con huellas de los partos en su cuerpo. Al menos así parecía. Ella sabía cómo tratarme, cómo ayudarme, porque ella sabía todo lo que había tenido que pasar para llegar hasta donde estaba. Y me insistió que este era el lugar correcto, la agencia correcta para que yo tuviera a mi hijo.
Luego me recibió Teo, para discutir un elemento que hasta ahora habíamos ignorado en todas las conversaciones: las finanzas. Con el contrato firmado debería de depositar un cheque de $90.000. Mi cara debió haber reflejado mi estupor. No porque no sabía cuán costoso era todo el procedimiento, sino porque la agencia requería todo el pago por adelantado, algo que yo no estaba en condiciones de cumplir.
Me aclaró, además, que podía ver la base de datos antes, pero que podría haber una lista de espera para lograr mi compaginación con la madre gestacional, al igual que con la donante de óvulos.
Antes de despedirme, me entregaron una lista de clientes, convertidos en padres y satisfechos con la agencia, para que me contaran sobre sus experiencias en caso de que tuviera dudas. Me marché de Los Ángeles en estado de terror.
De vuelta en el avión, me monté ansioso de ver si la mujer, que necesitaba un interlocutor en el viaje de ida, estaba en el mismo avión de regreso. Me urgía encontrar a alguien que hablara, más bien que no dejara de hablar, para no tener que pensar en cómo buscar en menos de una semana $90.000. Mi compañero de viaje esta vez estaba tan ensimismado que ni levantó la vista cuando le pedí permiso para ocupar mi asiento. Era el compañero ideal que siempre ansío en los vuelos, pero no para esa ocasión. Fue un vuelo largo, donde no pude leer, dormir y ni siquiera cerrar los ojos. Pero tenía la ligera intuición de que ya había dejado el primer granito de arena para tenerte, Emma.
Llegué a Nueva York convencido de que no hay una estación más bella que la primavera.
REBECCA, UNA DE nuestras editoras en la revista, anuncia que está embarazada. Tendrá gemelos.