ME OBSESIONAN LOS proyectos. Mi amigo Herman a veces me saluda con la pregunta: “¿Y en qué proyecto estoy hoy?”.
Tal vez por eso he sobrevivido más de una década en una revista de entretenimiento. Cada mes es como comenzar de nuevo, buscar un tema, seleccionar una portada, probar varias imágenes hasta que la definitiva domina la mesa de edición. Durante el cierre editorial, antes de que las páginas sean enviadas a la imprenta, ya estoy inmerso en un nuevo proyecto para el próximo mes, o para el siguiente, o para el que necesito para finalizar el año que apenas ha comenzado.
Soy de los que disfruta más el proceso que los resultados. Si voy a comprar una computadora, una cámara fotográfica, un televisor, una máquina eléctrica de afeitar, dedico días, semanas e incluso meses a investigar qué me ofrece el mercado. A veces he comprado la máquina de afeitar, después de estudiar todas sus posibilidades y luego de probarla por un par de días la devuelvo. Intento otra marca y a los pocos días la regreso a la tienda de donde salió. Repito ese mismo proceso con otra máquina y la ironía es que las pruebo y devuelvo para terminar con la primera que compré. Y Gonzalo, por supuesto, no lo entiende, se da por vencido y me deja con mis obsesiones.
Con los equipos de música el trabajo es doble. Abrir las cajas, acomodarlos en el salón, probar el sonido y la reverberación con las paredes y los muebles, no quedar satisfecho, volverlos a empacar y repetir la hazaña con otro equipo.
El día que decidí tener un perro en Nueva York, la investigación me llevó a un English Bulldog. Encontré uno hermoso, blanco y de tres meses en Tennessee. La granja estaba a cuatro horas del aeropuerto. La selección, el envío, recogerlo en la sección de carga del aeropuerto Kennedy, fue desgastador. Herman me aclaraba: “Esto no es una máquina de afeitar, después de recibirlo, no lo puedes devolver”. Y no lo devolví. Paco, el English Bulldog, vivió con nosotros durante seis años.
Y Herman me repitió la misma frase al ver que la búsqueda de Emma había finalmente comenzado.
Pero un hijo es un proyecto infinito, que comienza desde el mismo día en que decides tenerlo. Cada día es una sorpresa, una investigación, una evolución. Cada etapa es como enfrentarte a lo desconocido. Son varios proyectos que en un punto convergen.
A LA PRIMERA que llamé fue a mi mamá en Miami: “Hemos decidido que vamos a intentar tener un hijo”. Silencio. Esos segundos me parecieron eternos. La sentí respirar profundo y me contestó con un “Ay, mijo”, que no sé si era de lástima porque comenzaba un proyecto que podría no concretarse o porque yo no sabía en qué aguas me movía, o porque los hijos son siempre un dolor de cabeza. “Habla con tu hermana”, fue su salida.
Sahily, mi hermana, fue más directa. “Estás loco. ¿Tú estás seguro?”. Más que seguro. Ella no entendía que desde el año 2000 yo estaba en un proceso que se había detenido y que había vivido hasta este momento con la amarga sensación que deja el fracaso. Ahora había encontrado el camino y sentía que los obstáculos, al menos los que tenían que ver conmigo, habían sido vencidos. Tal vez ella se vio embarazada a sus veinticinco años, luego engañada, separada y divorciada. Seguramente revivió en un segundo los terribles dolores de parto, la llegada de Fabián, el día que se lo llevaron a una incubadora de rayos infrarrojos para la ictericia, sus crisis de asma recién nacido, su lucha para escaparse con él de Cuba y unirse a nosotros en Miami, los desvelos para que estudie, las batallas en la escuela. Pero Fabián siempre ha estado ahí, un niño hermoso y saludable, incondicional a ella y ella a él, juntos, en un intercambio de amor y apoyo constante.
Corté la conversación y no busqué razones ni por qués para explicar esas respuestas. Tampoco lo hice con las de Herman, que también pensaba que habíamos perdido la razón. Tal vez él no podía imaginar un niño en mi sala minimalista, monocromática, donde no había una sola señal de que hubiéramos tenido la lejana idea de convertirnos en padres o que sobreviviríamos al caos de los colores, los juguetes y el llanto de los niños.
Cuando le dije a mi sobrino Fabián, le nació pensar en el futuro: “¿Qué le van a decir a los niños dentro de unos años?”. Habla en plural. Ahora el que se asusta soy yo. “¿Le van a contar cómo fueron concebidos?”. Y en seguida camba a un: “Genial, voy a tener un primo”.
Esa noche me llamó mi mamá y con su voz firme me sorprendió con un “Vamos a apoyarte en lo que tú decidas”.
Aun así, sentía en su voz cierto temor, ligeros matices de lástima y desconfianza a lo desconocido. Era difícil, lo entiendo, imaginarse un proceso que yo explicaba en una oración, pero que ni ella, ni tal vez yo mismo, comprendía a plenitud.
Ya no me sentí rechazado. Había dejado al descubierto mi secreto y ahora podía hablar con todo el mundo sobre lo que se me avecinaba.
Decidimos llamar a Esther, la mamá de Gonzalo, a Cuba. No tenía la menor idea del proceso en que estábamos. Al oír a su hijo se puso feliz. Yo estaba en el otro teléfono, ansioso. Esther comenzó a contar sobre sus visitas al médico, sobre la vecina enferma, las medicinas que necesitaba, sobre su viaje a Italia. No paraba de hablar y no nos daba la oportunidad de decirle cuál era la única razón de aquella llamada. En un momento Gonzalo la interrumpió: “Vamos a tener un bebé. Va a ser un bebé probeta. Una mujer va a llevar el embrión en su vientre”. Silencio.
“¿Pero ustedes se han vuelto locos?”, fue su reacción.
¿Por qué será que todo el mundo relaciona el nacimiento de nuestro bebé con la cordura?
“La situación está muy mala en Cuba. Aquí las cosas andan muy mal”.
“Pero nosotros no vivimos en Cuba. Vivimos en Nueva York, trabajamos en Nueva York y sí, queremos tener un hijo”, le explicamos.
“Y entonces, ¿cuándo va a nacer?”
“No sabemos, Esther. ¿En un año, en año y medio, en dos? Ya comenzamos y sé que todo va a salir bien. Que vamos a encontrar a una madre gestacional maravillosa que nos entregará feliz el bebé que nos pertenece”, le respondí.
“Bueno, si ya lo han decidido… Pero allá las cosas también andan mal. Todo anda mal. Piénsenlo bien”.
“Sí, lo hemos pensado más que bien. Hemos tenido cuatro años para procesarlo. Eso que usted ha oído en menos de un minuto nos costó años entenderlo. Sí, queremos tener un hijo y usted lo va a adorar”.
¿Cómo se habrá quedado Esther después de colgar el teléfono?
SOBRE MI BURÓ, desplegué una vez más todos los dossier de las agencias que había contactado durante los últimos cuatro años: qué estado brindaba la mayor protección legal para futuros padres en proceso de subrogación; qué agencias tenían más prestigio; qué debía tener en cuenta a la hora de seleccionar una agencia, si había sido creada por antiguas madres gestacionales, formada por abogados especializados en la subrogación o fundada por médicos de reproducción asistida. Estaban las que solo trabajaban con parejas casadas. Otras no aceptaban hombres solteros, pero mujeres sí. Otras no trabajaban con gays. Otras se especializaban sólo en gays.
Demasiada información. Cada segundo que pasaba me convencía más y más de que había tomado la decisión correcta, que el viaje a Los Ángeles no había sido en vano. No estaba dispuesto a enfrentarme a la posibilidad del rechazo por parte de una agencia por no estar casado o por mi preferencia sexual.
Me fui a la cama y traté de dormir. Mañana sería otro día, con nuevos proyectos que vienen y van, y este único que sería de por vida.