Todo cambia

COMPRÉ MI APARTAMENTO en el Upper West Side de Manhattan durante el verano de 2001. El año más terrible en la historia de la ciudad que nunca duerme. No era un apartamento de lujo, pero tenía todo lo que uno sueña para vivir en esta isla: una buena ubicación, amplitud y luz. Mi apartamento, para los estándares de la ciudad, sobrepasaba esas pruebas.

Pero ese año en que compré el apartamento, con la seguridad de que había hecho una excelente inversión, un acto terrorista destruyó las torres gemelas. Ese día todo cambió: la ciudad y los que vivíamos en ella.

Años más tarde, la ausencia de las torres es el indeleble recuerdo de aquel nefasto 11 de septiembre, pero la ciudad y nosotros sobrevivimos. También mi inversión. Era lo único que tenía, no soy de los que ahorran, pero sí de los que no se endeudan.

Ahora, durante aquel 2004, para dar el próximo paso, todo lo que tenía que hacer era poner en venta el apartamento. Sin dudas, un proceso que tal vez me tomaría dos, tres o a lo sumo cuatro meses, pensé. Tenía que encontrar los $90.000 para iniciar el proceso. Una posibilidad era comenzar con el respaldo de las tarjetas de crédito, que no uso con frecuencia, las cuáles me permitirían sacar dinero en efectivo, sin importar el interés porque, al venderse la casa, podría liquidar la deuda.

Otra variante era ver qué banco me daría una línea de crédito contra el valor de mi apartamento e igual, al venderlo, finalizar el préstamo.

Aunque esta última era la vía más práctica, podría tomar más de un mes, no por la respuesta del banco o por cuánto se hubiera revalorizado mi apartamento en esos tres años, sino porque vivíamos en una cooperativa donde una junta tiene que aprobar toda transacción financiera que tenga que ver con el valor de la propiedad.

Así comencé el agobiante laberinto de documentos para solicitar la línea de crédito del banco y me inundó una sensación de pánico.

Retumbaba en mi cabeza la voz de Teo: “Noventa mil dólares”. Dos o tres segundos bastaban para que él pronunciara “noventa mil dólares”. Y yo se lo hice repetir; era demasiado dinero para abarcarlo todo en solo un par de segundos. No me atrevía a pronunciar la cifra en voz alta, pero todos esos ceros reverberaban en mi cabeza.

Mientras firmaba los documentos legales para extraer quirúrgicamente esos $90.000 de mi apartamento, sentía que la casa que me había acogido todo este tiempo y que llamaba mi hogar, iba a ser sometida a una complicada operación para despojarla de uno de sus órganos vitales.

Entregaría “noventa mil dólares” a un hombre con el que sólo había compartido acaso una hora, quien luego lo colocaría en una gaveta de un buró hasta que pasara a las arcas de una agencia que se comprometía, pero no garantizaba —eso lo repetían como para que me quedara más que claro—, que yo me convirtiera en papá.

¿Qué harían al recibir el cheque y dejar estampada mi firma que les garantizaba que trabajaría con ellos? ¿Quizás sus rostros impasibles romperían en algarabía y saldrían a celebrar porque uno más había caído en la trampa?

Me imaginé con una deuda vitalicia de $90.000 —no podía borrar la cifra de mi cerebro— y aún sin bebé, ensimismado en un proyecto que jamás cuajaría. Y en medio del caos ilusorio en que estaba recibí la llamada de la agencia que me dio el impulso esperado para continuar la búsqueda de los $90.000.

“Los resultados del análisis de esperma están bien. Con eso podemos trabajar”. Me aseguraron que la presidente estaba segura de que podíamos firmar el contrato. ¿Bien? ¿Pero cuán bien estaban esos resultados? Quería verlos, hacer una copia, leerlos todas las noches para que ningún número se me olvidara.

Y entonces llegó el análisis, el más detallado de todos los que había recibido. La donación se realizó a las 9:12 a.m. (siempre se recomienda que se haga lo más temprano posible) después de una abstinencia de tres días. El color era claro y la licuefacción de quince minutos. El pH seminal, el volumen de la eyaculación y la concentración de esperma estaban en los parámetros normales. Se lograron 95,76 millones de espermatozoides con un 60 por ciento de movilidad. El informe seguía con detalles de la hiperactividad y la velocidad progresiva de los espermatozoides. Ya en la zona de la morfología, los resultados no eran tan promisorios. Algunos tenían las cabezas amorfas, otros tenían defectos en la cola y el cuello, pero a pesar de esos detalles, el examen dejaba claro que el análisis era normal.

He leído que, para ser fértil, son necesarios 20 millones de espermatozoides por milímetro de semen. De esos, solo unos corajudos 200 llegan a las trompas de Falopio y solo uno anota el gol. Además, si más de un tercio de los espermatozoides tiene forma y estructura normales, y más de la mitad tiene buena movilidad, se considera que uno es fértil.

Como cada donación es diferente (al comparar estos resultados con los anteriores el panorama era más prometedor), el laboratorio envió a congelar el esperma. En caso de cualquier eventualidad, o de una donación con una calidad inferior a esta, sería posible usar cualquiera de los normales y veloces espermatozoides donados aquella mañana primaveral.

Ya podía, entonces, entregar con los ojos cerrados los $90.000. Después de una buena noticia, cualquier riesgo vale la pena.

Tomé la lista de clientes y llamé a José, en Boston, para que me contara sobre el proceso de tener a su hija, que había nacido el año anterior, con la esperanza de prepararme para todo lo que se me venía encima. Era el único de la lista que hablaba español. También llamé a Steve, en Chicago —él tuvo gemelas—, y a Lane en Los Ángeles, que tuvo una niña y un niño en el año 2000. A todos les dejé mensaje. Insistí pero nadie me contestó. Volví a repetir cada una de las llamadas y sólo pude comunicarme con sus contestadores. Pasó una semana. Silencio total.

 

 

EN UN INSTANTE todo puede virarse al revés.

La cena estaba lista. Un manjar cubano: arroz blanco, frijoles negros, plátanos maduros hervidos con aceite de oliva y cilantro, y pollo asado. En Nueva York, con excepción de un par de restaurantes, es difícil encontrar buena comida cubana sin que esté salpicada de influencias de otras cocinas del Caribe.

Gonzalo preparó nuestra larga y estrecha mesa rectangular de madera oscura y mis amigos Carla y Cuenca, el pintor, no dejaban de discutir de arte y política. Cuenca había traído a dos de sus amigos, Luis, un escritor de The Wall Street Journal y su esposa Becky, que trabajaba para NBC, y justo daba la casualidad de que vivían en nuestra misma cuadra.

La cena era para celebrar una reunión entre amigos, pero también era la oportunidad para anunciar que íbamos a poner el apartamento en venta y que estábamos en el proceso de tener un hijo.

Les explico a mis invitados el surreal encuentro con la agencia, la razón por la que la había seleccionado y cómo me sentía cautivo en manos de extraños. Al decir que tenía que entregar, de un solo golpe, la cifra nada más y nada menos que de $90.000, Cuenca pega un grito y suelta los cubiertos, Carla se echa a reír y Becky, fascinada con la historia, dice que ella tiene un amigo que había empezado por Growing Generations. Las razones de su amigo eran las mismas que las mías: era la agencia más grande y prestigiosa. Al final, cuenta ella, él se había decidido por una más pequeña en San Diego, y como resultado ahora era el padre feliz de unos gemelos.

Entonces soy yo quien suelta los cubiertos. Quería su nombre, el teléfono, necesitaba hablar con él en ese instante. ¿Cómo nunca antes me había tropezado con alguien que hubiese pasado por lo mismo que yo? Y sentí que estaba frente a otra señal.

Al día siguiente me comuniqué con Becky, que era en ese momento mi ángel de salvación —alguien que me había dado una luz en medio del laberinto—, y llegó el momento de conocer a Greg.

Greg es padre soltero de una niña y un niño de dos años que trabaja para una firma de mercadeo en Manhattan. Con el anuncio de la llegada de los niños se mudó a una casa a las afueras de la ciudad. “Ya puedes ver sus personalidades. Es increíble cuán diferentes son”, me dijo sobre sus hijos.

La primera opción de Greg, por su prestigio, fue Growing Generations. Vinieron las entrevistas, la visita a las oficinas y, al igual que yo, experimentó la misma sensación de tener una enfermedad mortal y de que la agencia estaba ahí para ayudarnos a sobrevivir.

El primer obstáculo con que se enfrentó fue tener que entregar el dinero por adelantado. El segundo, y el que más influyó en su decisión de buscar otra agencia, fue que no podía acceder a la base de datos de las madres gestacionales antes de firmar. Por último, en el momento en que inició el proceso, o sea, unos tres años atrás, la lista de espera para encontrar la madre gestacional ideal podía superar los doce meses.

Le conté que ninguno de los clientes que ellos me habían recomendado contestaba mis llamadas. Mi preocupación era que no iba a encontrar a nadie satisfecho con el proceso, aunque se hubiesen convertido en papás.

Greg me aclaró que los tiempos habían cambiado. Que la base de datos de madres gestacionales en la agencia había crecido y que se había acortado la lista de espera pues tenía algunos amigos que sí habían trabajado, y estaban satisfechos, con Growing Generations.

No me importa. Quiero seguir los pasos de Greg. Voy a contratar su agencia de subrogación, a su médico de reproducción asistida, a su abogado y también la agencia de donación de óvulos. Y si puedo, a la misma madre gestacional. Voy a seguir paso a paso lo que me dice un desconocido, pero al menos, un desconocido con el que siento alguna conexión. Greg fue la primera persona que conocí que tuvo a sus hijos con una madre gestacional.

Estaba decidido. Pasaría de una prestigiosa agencia en el lujoso Wilshire Boulevard, en el corazón de Los Ángeles, a una desconocida y pequeña agencia en Chula Vista, San Diego.

Greg sería mi guía. Seguiría sus pasos con vehemencia.