MIENTRAS REVISABA LA base de datos de las donantes en A Perfect Match me entró un correo electrónico: “Mary está dispuesta a trabajar contigo. Leyó tu cuestionario y quiere ayudarte a buscar a tu hijo. El sábado podrán conversar por teléfono y luego coordinamos tu visita para que la conozcas en persona”.
Gonzalo estaba en la cocina. Imprimí la foto de Mary y le dije: “Es ella, no hay nada más que buscar. Mary será la madre gestacional”.
Me miró perplejo, asombrado de mi seguridad y supongo que, al conocerme, asumía que había hecho un estudio minucioso para llegar a esa conclusión.
No. No hice ningún análisis, no investigué quién era ni entré en detalles sobre cuáles eran las razones por las que Mary había comenzado a trabajar con una pareja y se había interrumpido el ciclo. No fue su culpa. Su vientre estaba listo, la pareja no. Eso bastó.
Había pasado el proceso de revisión de la agencia, el examen sicológico y me había aceptado. ¿Qué más podía pedir? Después de haber perdido cuatro años, una semana parecía un siglo.
Les envié la foto a mi mamá y a mi hermana y quedaron encantadas con Mary. “Tiene una mirada dulce”, dijo mi mamá.
Con Mary a mi lado, el riesgo de que se produjera otro caso como el de Baby M me intimidaba.
Desde que uno comienza un proceso de subrogación, sabe que las posibilidades de un final positivo son mínimas, pero uno quiere pensar que es la excepción. Si aparecen tropiezos, estos pueden ser solo que los óvulos no se fecunden, que los embriones no se adhieran a las paredes del útero, que el embarazo se pierda a las pocas semanas o, peor aun, ya avanzado el estado de gestación. Lo único que uno quiere obviar de esta lista de fatalidades es otro Baby M.
El día 6 de febrero de 1985, Mary Beth, un ama de casa que nunca terminó la secundaria, casada con un recogedor de basura, firmó un contrato donde aceptaba ser madre sustituta, para que William y Elizabeth —un bioquímico y una pediatra— pudieran tener su hijo. Mary Beth no solo iba a prestar su vientre por $10.000 sino que también donaría su óvulo, así que el método sería la inseminación artificial con el esperma de William. Elizabeth no era infértil, pero la pareja temía que un embarazo pudiera acelerar una latente aunque leve esclerosis múltiple.
Mary Beth y su esposo tenían dos hijos. Él se había sometido a una vasectomía, así que era evidente que la pareja no quería tener más descendientes. Mary Beth, en un contrato, renunció a la patria potestad y a la custodia total o parcial del hijo o los hijos que engendrara, así como a contactarlos o a iniciar el más mínimo vínculo emocional. Más aun, aceptó abortar si William se lo pedía en caso de que el feto desarrollara algún tipo de anomalía congénita. Pero eso fue en febrero de 1985. Un año y un mes más tarde, nació Melissa, Baby M, una niña hermosa y saludable, a través de un parto natural, agotador y doloroso, como la mayoría de los partos. Y en un instante la vida cambió para Mary Beth, Elizabeth y William.
Mary Beth quería conservar a la niña, a quien había comenzado a llamar Sara y a la que había renunciado mucho antes de concebirla. A los tres días de nacida, un domingo de pascuas, Baby M pasó a manos de sus padres legales y de intención, William y Elizabeth. Mary Beth, entonces, no quiso aceptar los $10.000.
La desesperación, el arrepentimiento y el descontrol llevaron a Mary Beth a la casa de William y Elizabeth para pedirles que le prestaran a la niña por una semana. Ellos aceptaron. Pero, la mujer enloquecida, con la niña recién nacida, se dio a la fuga. Mary Beth le pasó a Baby M a su esposo a través de una ventana para evadir a la policía. Por tres meses fueron prófugos de la justicia.
Un juez de Nueva Jersey dictaminó, después de un juicio que duró un poco más de un mes y que acaparó la atención nacional, que William y Elizabeth eran los padres de Baby M, lo cual dio validez al contrato de subrogación.
Durante el juicio, una llamada telefónica entre William, el padre biológico y legal de Baby M y Mary Beth, la madre de subrogación, puso en evidencia la inestabilidad y la angustia que ahogaban a esta última. Cuando el padre le expresó que quería a su hija de vuelta, Mary Beth enloqueció: “Olvídate. Te diré ahora mismo que prefiero ver a la niña y a mí muertas antes de entregártela”.
Tres años después de haber firmado el vilipendiado contrato de subrogación, la apelación de Mary Beth y su marido ante el Tribunal Supremo de Nueva Jersey concluyó a su favor, por lo que puso en evidencia que el contrato no tenía validez por una simple razón: en ese estado no es legal ninguna transacción económica para que una mujer revoque sus derechos como madre. El contrato, entonces, fue considerado ilegal.
Bajo esas circunstancias, el Tribunal confirmó que solo William, más no Elizabeth, tendría la custodia de Baby M y que un juez debería determinar las visitas que podía realizar Mary Beth a la bebé.
Para Mary Beth el dictamen fue un triunfo. La pregunta ahora era qué pensaría de todo esto Baby M con el paso de los años. En parte gracias a la publicidad que recibió el caso, la madre sustituta se convirtió en una suerte de celebridad, y la subrogación pasó a un primer plano en la opinión pública del país.
Mary Beth asegura haber sufrido humillaciones públicas y haber estado sumida en el dolor. Lo que la mantenía a flote era la sonrisa de Sara, como ella la llamaba, y las lágrimas de la niña cada vez que se la arrebataban de las manos, al fin de las dos horas semanales que le permitían verla.
Desde entonces, Mary Beth se convirtió en una oponente de la subrogación. Para ella es un problema que se remonta a la Biblia (Hagar, una esclava, sirve de madre sustituta a Abraham y a Sarah) y que existirá mientras haya mujeres pobres.
Lo cierto es que los errores se pagan caro. Aunque Mary Beth había asegurado que el dinero no era su principal motivación —firmó un contrato en el que renunciaba al hijo que procreara por $10.000— se convirtió en escritora y contó la historia de Baby M, que dedicó a Melissa, a sus dos hijos y a todos los niños que nacen de acuerdos de subrogación.
El tiempo, sin embargo, le jugó una mala pasada. Mary Beth, que afirma haber amamantado a la niña durante los meses que estuvo prófuga y que luego compartía con ella un par de horas a la semana, un fin de semana alterno y dos semanas en el verano, no pudo influenciar la decisión que Baby M tomó al cumplir sus dieciocho años.
Melissa fue a la corte y puso fin, por voluntad propia, a los derechos maternales de Mary Beth, la madre de subrogación, y formalizó ante un juez el proceso para que Elizabeth, la madre por intención, la que la soñó, la que la concibió antes de que ni siquiera existiera en el vientre de una mujer que renunció ante un abogado a ella, fuera su única y verdadera mamá.
Melissa, una estudiante de religión en George Washington University, en Washington, D.C., abierta a convertirse en mamá en un futuro y con planes de ser ministra religiosa, hace poco afirmó a un periodista del New Jersey Monthly: “Quiero mucho a mi familia y soy muy feliz con ellos”. “Ellos” son William y Elizabeth, quienes han protegido, desde el publicitado caso, su privacidad. “Estoy muy feliz de haberme quedado con ellos. Son mis mejores amigos en todo el mundo y eso es lo único que tengo que decir sobre el asunto”.