DE CADA ETAPA de la vida uno recuerda una escena. A veces puede ser una sensación, un espacio, un estado de ánimo. Casi siempre es una anécdota. Las fotografías viejas ayudan, así como los cuentos de la familia, el impacto indeleble de las muertes, los nacimientos, los sucesos políticos y las guerras.
Tengo grabado en mi memoria el día en que no pude caminar. Aún me puedo ver en el cuarto oscuro —la única ventana daba a un patio interior— del apartamento con olor a gas de la tía Romelia, con un plato de sopa de pollo delante por la fiebre que tenía y mis tres primas que saltaban en la cama de al lado, sin poderme unir a ellas porque mis piernas me fallaban. Mi tía tenía un rosario y le había hecho una promesa a Dios —no puedo recordar cuál— si me daba de nuevo la facultad de caminar. Tenía tres años. Recuerdo también que mi papá me cargó en sus hombros y me llevó al Hospital Ortopédico Infantil en La Habana. Era de madrugada, hacía frío —rara vez hace frío en Cuba. Me aterra pensar todo lo que puede quedar grabado en la memoria de un niño de tres años.
Hasta el día de hoy, no estoy seguro de si mis piernas se paralizaron por una fiebre alta o como resultado de la desviación de la columna vertebral con la que nací. Lo que sí sé es que de mi parálisis nunca se habló. Nadie la volvió a mencionar. Pero quedó registrado.
Una vez le pregunté a mi tía si sabía por qué me había quedado paralítico a los tres años y no tenía el más mínimo recuerdo del suceso, y eso que ella es de las que guarda hasta el primer diente que se te cayó o la piedrecita que entró por tu nariz un verano y hubo que sacarla en el salón de emergencia. Por otro lado, mi mamá dice que nunca sucedió, pero ella no estaba presente, venía en camino a buscarme para llevarme de vuelta junto a mi hermana y mi abuela.
La vez que traje a mi papá a conocerte, Emma, le pregunté sobre mi parálisis. Su respuesta fue tajante, con la convicción de alguien que no tiende a equivocarse con las fechas. “Nunca te llevé al médico. Cuando tú tenías tres años yo vivía en Oriente y estoy seguro de que en esa fecha no fui a La Habana”.
Lo irónico es que hoy puedo rememorar con lujo de detalles una escena de cuanto tenía tres años, que tal vez nunca sucedió, pero de marzo de 2000 a marzo de 2004 mi memoria ha caído en un impasse. Los dos análisis de mi esperma marcan el paréntesis. En esos cuatro años sucedieron eventos devastadores a nivel personal, profesional y hasta en la ciudad donde vivo, que tuvo el peor año de su historia. Pero en mi memoria, durante esos cuatro años me veo solo, en un abismo, mi corazón a punto de desmoronarse. Mi recuerdo es impreciso —ya sabes que condeno al olvido los momentos adversos— pero al revisar viejos correos electrónicos me doy cuenta de que nunca dejé de buscarte, a pesar de haber vivido en una abstracción. Ahí están mis cartas dirigidas a las agencias y hasta encontré una enviada a Surrogate Alternatives fechada en enero de 2003 con la respuesta de Melinda. No fue hasta un año después que firmé con ellos.
De esa época oscura, que intento tirar al olvido, solo guardo una cosa muy presente: mi acercamiento a Dios. Aunque vengo de una familia con base católica —mis abuelos, de origen español, traían la tradición cristiana—, en Cuba era ilegal creer en Dios. En una clase de filosofía en la universidad, una profesora rusa que venía de la Lomonosov, en Moscú, dijo una frase que nos dejó a todos desconcertados, no tanto por el valor de la idea en sí, sino por haberse atrevido a mencionarla en una institución educacional del estado: “Dios es abstracto. Crecimos sin su presencia. Ustedes han crecido sin la presencia de Dios. He participado en estudios donde se ha demostrado que el ateo más ateo, el hombre o la mujer más convencida de que Dios no existe, solo necesita quebrantarse, enfrentarse a un momento trascendental, ser víctima de un naufragio, o viajar en un avión que está a punto de estrellarse, para que Dios aparezca como el último recurso en su memoria. Si estamos a punto de perder a un hijo por una enfermedad y los médicos ya no saben qué hacer para salvarlo, lo único que tenemos al alcance, o lo que tendemos a buscar como redención, es la fe en Dios”.
Nadie hizo ningún comentario. Ella movía su abanico de finas capas de cedro perfumadas y contemplaba nuestros rostros de asombro, mientras la traductora nos atacaba con esas ideas.
¿Recurrí a Dios como única salida para encontrarte, Emma? ¿Me refugié en una fe que no me pertenece para salvarme, o más bien para salvarte?
Mis encuentros con el padre Alexis en la hermosa iglesia del Santísimo Sacramento en el Upper West Side fueron cada vez más frecuentes. Comencé a estudiar la Biblia. Me aislaba en las misas dominicales y, entre semana, oraba y pensaba en ti y, sin mencionárselo al padre Alexis, le pedía a Dios su ayuda —sin aún saber que uno puede manipular un óvulo y un espermatozoide y provocar la fecundación, pero “que un embrión se convierta en un ser humano solo está en manos de Dios”— para que llegaras a mí.
Al saberlo, prometí que te iba a abrir las puertas espirituales para que tuvieras tu propio encuentro con Dios y te refugiaras en la religión que quisieras y no en la que otros puedan imponerte. Quería que tuvieras la oportunidad de crecer con la posibilidad de poder escoger, con la claridad de la fe, cualquiera que esta fuese.
Crecer con la ausencia de Dios, como crecí yo, con el temor de creer en Él o entrar en un templo o una iglesia, es algo que no quiero dejarte como herencia. Al menos eso lo tengo claro.