El primer accidente

JUNIO

SOMOS CREADORES DE nuestra naturaleza. Sin aspirar necesariamente a ser Dios, podemos concebir nuestro destino. Las técnicas de reproducción asistida son una alternativa en busca de la perfección. Ser infértil o no tener la posibilidad de procrear, ya sea por una condición biológica o por esquemas sociales, es una diferenciación aplastante que te limita, que te destruye.

Mary es un órgano. ¿La miro sólo como si fuera un útero joven y saludable? ¿Voy a desprender de Alicia un óvulo, como quien extrae una médula ósea en una sala de operaciones? Alicia es una donante de órganos. No vamos a salvar la vida de nadie, no batallamos contra una terrible y mortal enfermedad, pero vamos a crear a un ser humano. ¿No es suficiente? Me voy a complementar, llenaré un vacío, eliminaré una incapacidad.

He evitado el término “alquiler” a través de todo el proceso. No hay un mercado de oferta y demanda. Mary y Alicia van a recibir un pago para cubrir el sacrificio, el sufrimiento, las molestias, sus ausencias al trabajo o a la escuela. No voy a “alquilar” un útero. Mary me va a ayudar a convertirme en papá. Ella no es un cuarto vacante.

En este proceso de manipulación infinito en el que Mary y Alicia acribillan sus cuerpos con hormonas y medicamentos, finalmente me toca a mí. Para prepararme para la donación, dos semanas antes tengo que tomar dosis altas de antibióticos. Mi muestra tiene que estar limpia de virus o bacterias.

Compro el pasaje para San Diego; pienso quedarme allí unos cinco días. Reservo un cuarto en un hotel que está en el área de la clínica. No voy a manejar esta vez. Me moveré en tren y en taxi.

El día destinado a entregar mi muestra depende de Alicia. La monitorean hasta ver cuántos folículos se han formado. Dentro de ellos madurarán o no los óvulos. Se espera que la donación sea de al menos unos ocho óvulos. No todos tienen la madurez suficiente o sobreviven el procedimiento y no todos son fecundados. Luego, durante la transferencia al útero perecen otros. Así que, entre más folículos produzca, mejor, aunque siempre hay riesgo de una sobre ovulación que requeriría paralizarlo todo, e incluso podría enviarla a la sala de emergencias. La transferencia de embriones siempre se realiza dos días después de la extracción de los óvulos.

Linda me avisa que ya tienen en su poder una muestra congelada de mi semen. Yo autoricé que la transfirieran del laboratorio de Los Ángeles al Reproductive Science Center. Aunque siempre se espera que la donación de esperma sea fresca —aumenta los niveles de fertilización—, una muestra congelada se conserva para evitar cualquier tipo de eventualidad.

Ahora, la pregunta es, ¿cuántos embriones debo transferir? Si fuera por mí, sería lo más agresivo posible. Cuatro, cinco, seis, si es posible. Linda me explica que lo habitual es que se transfieran entre dos y tres. “Sabremos más al ver cómo lucen los embriones”.

Me voy a la cama sin dejar de pensar en los hermosos bebés que vamos a lograr en el laboratorio. Debo relajarme, tener dulces sueños, no olvidarme de lo bella que es Alicia, de la fortaleza y total entrega de Mary, pero me despierto sobresaltado. Tomo una ducha y me preparo para el trabajo. En la oficina recibo la primera señal: Alicia está en la clínica. “No hay mucha actividad hasta ahora”, me dicen. Solo ha desarrollado cuatro folículos en un ovario. En el otro, nada. Van a aumentarle la dosis para activarle más la ovulación, a ver cómo responde. Le pregunto al doctor Wood si son malas noticias y me responde: “Vamos a evaluarla en dos días. Si no hay progresión alguna, cancelamos el ciclo”.

Otra vez la espera, el futuro que no puedo trazar o imaginar. Los antibióticos me provocan náuseas. ¿O será la mala noticia? Cada segundo reviso si me ha entrado un correo electrónico nuevo. Insisto y, a pesar de lo que me dijo el doctor Wood, no he perdido y no voy a perder las esperanzas. ¿Por qué no creer en un milagro? Un día más.

Espero la llamada del doctor ansioso. Me encamino a casa y cuando llego veo que justo me llamó mientras estaba en el tren. Tengo que esperar, ahora él está ocupado. Han pasado diez minutos y sigo en la línea. “Los resultados no son buenos. Subió a seis folículos y no son grandes. Esperaba encontrarme con al menos doce. No es un excelente ciclo, ni siquiera bueno”. Me dice que se puede aumentar la dosis para incrementar el estímulo. Hay mujeres que responden el último día. Pero eso sucede sólo en un 10 por ciento de los casos.

Entonces, sí. Seguiremos en el intento. Ella puede estar en ese minúsculo porcentaje. No la puedo perder. Su abuela es de origen español, como mi abuela. Su vulnerabilidad me fascina. Sus ojos, su sonrisa me han cautivado. Ya es parte de mi familia. Sus fotos le han dado la vuelta al mundo. Todos la conocen.

Nos elegimos, pasé el examen y, después de tanto, no estoy dispuesto ahora a suspender todo por escasez de folículos. Seguiremos al ataque, provocaremos a la naturaleza, somos nosotros los que escribimos nuestro destino. El futuro está en nuestras manos. Por favor, Alicia, pon toda tu fuerza. Piensa que eres dueña de tu cuerpo, que puedes producir todo lo que te propongas, diez, doce, catorce, dieciséis folículos si son necesarios. Ahí comenzará la creación de mi hija. Mi hija está en tus manos. No me abandones.

Supliqué y no dejé de pensar en ti, Emma. Imploré. Me monté en el vagón del metro, me senté y no pude dejar de llorar. Me cubrí el rostro con las manos, escondí mi impotencia y me perdí en aquel asiento, rodeado de desconocidos que evitaban mirarme.

De pronto, sentí que te evaporabas. Dejé de verte. Al bajarme del tren, en cuanto subiera las escaleras hasta la superficie, sabía que dejarías de existir. Al menos, por ahora.

El doctor fue concluyente. “Busca a una nueva donante”.

Mary me llama desconsolada. “Lo siento, lo siento”. Y no paraba de repetirlo. Alicia está devastada. No solo porque todo el sacrificio fue en vano, sino porque teme no poder tener hijos. Ahora ella está en mi propia piel. Lo siento por Alicia, pero yo no sé consolar y no me gusta que me consuelen.

Me pierdo en mi cama, entre colchas y almohadones. No quiero ver a nadie. Quiero parar de llorar. Llamo a Becca y me dan una nueva contraseña para entrar a la base de datos de A Perfect Match. Otra vez la búsqueda, otra vez empezar a confiar en los rostros de extraños.

Me entra una llamada. Mi amiga Carola se convertirá hoy en madre de una niña que adoptó en Nueva York. Tiene un mes de nacida y su progenitora, una mexicana ilegal de dieciocho años, decidió entregarla en adopción desde que se dio cuenta de que estaba embarazada. Ella no sabe quién es el padre. No desea tener contacto con ella en el futuro. Lo único que pidió fue que le dijeran a la niña, cuando fuese grande, que la perdonara. No se quiso despedir de la bebé. Carola decidió llamarla Andrea.