CADA VEZ QUE el verano llega a su fin, soy feliz. El otoño, el invierno y la primavera son las épocas del año que prefiero. En verano Nueva York se convierte en una cloaca. Así que, al deshojarse los árboles, siento que mi vida va a cambiar también de estación. Pero en octubre me vuelvo vulnerable. Tal vez porque soy Libra, porque en octubre es mi cumpleaños y llega la evidencia de que envejezco y también porque las cosas importantes en mi vida siempre suceden al final del año. Un primero de octubre salí de Cuba; también en octubre regresamos a vivir a Miami y compramos la casa donde íbamos a preparar el nido para recibirte, Emma. Un 3 de noviembre me mudé a Nueva York y comencé a trabajar en la revista y, ahora, 18 de noviembre de 2004, voy a encontrarme con Karen. Según lo previsto, Karen va a donar sus óvulos a finales de noviembre. Y lo más importante de las fechas de esta época es que tú naciste un 14 de noviembre.
En cuanto a Karen, ¿me convencieron sus palabras como para querer regresar con ella? No lo creo. Lo que sí es cierto es que su carta me confirmó que no tomé una decisión incorrecta. Desde antes de leer su largo correo electrónico, estaba convencido de que, si ella estaba dispuesta a comprometerse a hacer un ciclo conmigo, aunque tuviera que esperarla tres meses, valía la pena.
Mis energías están por extinguirse, no tengo fuerzas para iniciar otra búsqueda a estas alturas del partido; convertir a extraños en rostros familiares, pasar otro examen, ser aprobado. Con Karen tenía ya un camino vencido.
¿Qué condición puse? Conocerla. Que nos encontráramos. Para mi sorpresa, aceptó al instante. Pero tenía sus temores: ¿estaría acaso enfadado? ¿Habrá pensado que buscaba venganza por su irresponsabilidad, por el dinero y el tiempo que me había hecho perder? Si de algo estoy seguro es de que no soy vengativo. Pero, encontrarse con un hombre que le doblaba la edad, que iba a quebrantar las habituales barreras del anonimato que conllevan las donaciones de óvulos, era un dilema. Indagó sobre mí. Becca la tranquilizó, le dio confianza. El terreno del encuentro debía ser un lugar público, así ella se sentiría más segura. Además, debería ser en su ciudad. Sacarla de su ambiente le hubiera creado más dudas.
Gonzalo y yo nos imaginábamos durante el vuelo cómo nos iba a recibir. Lo que Mary tenía de suave y tranquila, Karen lo debería de tener de imponente y activa. Íbamos a descubrir sus tatuajes, su manera de vestir. Gonzalo pensó que podía llevar un estilo gótico, yo me la imaginé más como una hippie fuera de época o tal vez rocanrolera. Pero también podía ser una Madonna a destiempo. ¿Al fin y al cabo acaso no decía que era amante de la década de los ochenta?
Nos la imaginábamos en jeans, botas, una blusa sexy, tal vez el rojo o el naranja deberían predominar en su vestuario. ¿Tendría el pelo largo? Habría que ver si las fotos que tenía en su página de A Perfect Match eran actuales.
Lo mejor es que ahora Karen era la que iba a convencerme de que trabajara con ella. Me sentí con un poco más de control. No iba a un examen. La evaluada, esta vez, sería ella. Algún beneficio tenía que sacar yo de su error, que tal vez no fue un error, sino una señal para advertirme que debía encontrarme con ella, que no me comprometiera a aceptar su código genético sin antes haber escuchado su voz, haber visto sus gestos, evaluado su mirada. Quizás se trataba de una señal para decirme que el accidente tuvo que suceder para convencerme de que debía buscar a otra. Karen fue un traspié del destino. Pero al destino lo modelo yo: si Karen está o no está, es por mi decisión.
Me dormí en el vuelo. A Gonzalo lo sentí ansioso, ensimismado. Él sí no pudo ni cerrar los ojos, aparte de los nervios. Para ese entonces le daba algo de miedo volar.
Esa noche llegamos al hotel, situado en el centro de la ciudad. Cenamos en el mismo hotel donde desayunaría con Karen al otro día. Quería conocer bien el terreno donde íbamos a movernos. Luego nos fuimos temprano para la habitación.
El encuentro sería a las nueve de la mañana. Ella había pedido esa hora para tener tiempo de asistir a sus clases de la tarde. Tenía que cruzar la ciudad, pues vivía al otro lado y en la mañana iba a encontrar exceso de tráfico. Le había dicho a Becca que había calculado que le tomaría más o menos una hora llegar al hotel. Si se demoraba, pidió que yo fuera paciente.
Bajamos al lobby del hotel a las 8:30 a.m. En el restaurante se iba a sentir mejor. Sería demasiado invasivo decirle que nos reuniéramos en la habitación, aunque teníamos un salón apropiado para el encuentro. Gonzalo, por supuesto, tenía la cámara lista. ¿Dejaría que le tomáramos fotos? Un vídeo, debemos grabarle un vídeo. Este sería el único encuentro con la mujer que aportaría la mitad de tus genes, Emma.
Mientras se acercaba la hora, nos dábamos más cuenta de lo trascendental del momento. Te iba a ver a ti en ella. Iba a imaginar cómo serías a tus veintidós años. La gran curiosidad era la voz. Le decía a Gonzalo, ¿te imaginas que tenga una voz nasal o una voz aguda que molesta desde que escuchas la primera palabra? La voz, cómo sería la voz. El resto no me preocupaba tanto. Ahí estaban las fotos. Además, ella sólo iba a aportar el 50 por ciento.
Sentado en uno de los exuberantes sofás de terciopelo del lobby principal, comencé a buscar a Karen en cada mujer que pasaba delante de mí. Me sentía ridículo en aquel mueble rococó que le daba a mi espera un aire aun más dramático. Hacía contacto visual con cada una de las que entraba. Algunas incluso me sostenían la mirada extrañadas. Karen podía ser cualquiera de ellas. Hasta que sonó mi teléfono.
“No voy a llegar a tiempo. Creo que me demoraré unos treinta minutos más. Hay mucho tráfico”.
Directa, cortante, sin espacio para las disculpas. Era así y ya. No preguntó siquiera si la podía esperar. Claro que iba a estar ahí por ella, una, dos, tres horas, todo el día si fuera necesario. Había atravesado el país para un encuentro que quedaría grabado para siempre en mi memoria. Me hablaba como una ejecutiva que está por hacer una presentación. Tómalo o déjalo. No hay opciones. Nos necesitamos los dos, pero al final ella sabe que yo la necesito más que ella a mí. Un padre de intención más o uno menos, no la afectaría. Al final de cuentas, antes de haberla seleccionado ya había una pareja que la tenía reservada y que no pudo elegirla a la velocidad a la que yo estaba dispuesto a hacerlo. Puede inclusive que me haya visto en ese momento desesperado. Solo me tomó una hora en decidirme por ella.
“Nos vemos”, así se despidió y colgó. Creo que ni esperó a que yo dijera adiós. Me sentí en la escuela primaria frente a mi maestra de primer grado en medio de un regaño. Karen tenía el control. Lo más simpático es que llegué a pensar que ahora me tocaría a mí llevar las riendas.
¿Nerviosa? Para nada. Nunca imaginé que iba a tener ese nivel de seguridad. ¿Y la voz? Clara y redonda. Por suerte no era la voz de las muchachas de su edad que ya han llegado a la adultez y persisten en esa entonación que las ubica entre infantiles y sensuales. Por suerte no era la voz de una Barbie.
Pude respirar tranquilo. No me importaba que me hablara como si yo fuera el que la hacía esperar. Ella debía pensar: él me sacó de la rutina, tengo que manejar hacia el otro extremo de la ciudad, regresar e ir directo a las clases. Además, seguramente tuvo que vestirse para dar una imagen que no tiene nada que ver con ella. Dejó su atuendo escolar para presentarse como se supone que un padre futuro quiere ver a la mujer que va a donar la primera célula para la creación de su hijo, la verdadera.
Finalmente, con un sobretodo holgado color crema y un conjunto ceñido al cuerpo de blusa y pantalón negro, entró con pleno dominio del terreno. Nos reconocimos al instante. Se acercó a mí y marcó la distancia al darme la mano con firmeza. Y sonrió. Sonrió como solo ella sabe hacerlo, mostró su blanca y perfecta dentadura —es natural, nunca tuvo que usar correctores— y con sus manos, en un gesto muy femenino, retiró el pelo de su cara y lo colocó detrás de su oreja. Tenía el cerquillo recogido hacia atrás. Su rostro estaba descubierto para mí. Ella sabía que la iba a evaluar, que iba a indagar en cada línea de su cara.
No tenía nada de maquillaje. Sus ojos estaban delineados en negro al ras de las pestañas superiores lo que hacía resaltar aun más su color imponente. Las cejas, muy claras, estaban depiladas a la perfección y seguían la línea natural de la caída de sus ojos. Sus labios tenían un rosado natural. Su cuello largo, sin joyas, solo una fina cadena de oro. ¿Tendría algún pendiente? No usaba perfume. Llevaba el cabello por encima de los hombros en un corte bastante recto.
Karen era definitivamente alta. Sí, ya sabía su medida, pero ere aun más impactante al tenerla al lado. Intenté, con discreción, ver si llevaba tacones altos. No. Un par de botas negras.
“Disculpa la demora”. No lo puedo creer. No esperaba su disculpa. Pensé que yo era el que tenía que pedir perdón por haberla sacado de su rutina. Yo, un padre de intención desesperado porque me done el maravilloso óvulo que tendrá su código genético, o sea, el de una mujer de belleza excepcional, inteligente, con una voz segura, clara y hermosa. No te preocupes, fue lo único que atiné a decir para dármelas de que no tenía ninguna ansiedad. Si no eres tú será otra; depende de ti que decida crear a mi hija con tu cotizado y sobrevalorado óvulo. Pero no. Estoy seguro de que percibió que yo quería devorarla a preguntas. Solo me quedé con su olor, su sonrisa, su mirada, sus gestos, la calidez y la firmeza de su mano. El único contacto físico que me permitió.
Al entrar al restaurante, me atreví a colocarle el brazo sobre su hombro, muy suavemente, casi sin que ella lo percibiera. Creo que hice contacto solo con su abrigo de cachemir. Ella se quitó el abrigo, colocó su cartera de piel en el piso —pude ver su cuerpo delgado, su talle corto, sus piernas largas, sus caderas rectas— y abrió el menú.
“¿Qué vas a pedir?”. Es increíble esta mujer. Sabe que tiene el control. Y sin esperar mi respuesta le hizo una señal al camarero y ordenó café, jugo de naranja, huevos revueltos y tostadas. Sonreí y pedí lo mismo.
“Quiero que sepas que siento mucho lo que hemos pasado”. ¿Cómo? ¿Habla en plural? Lo dice como si yo también tuviera la culpa de que ella se hubiera embarazado, ella fue quien incumplió el contrato y tuvo relaciones sexuales en medio del ciclo. Ella sabía muy bien —y lo pudo comprobar— que las inyecciones y píldoras con las que debe estimular con agresividad su aparato reproductor la hacen más fértil. ¿Qué esperaba? Ese era el objetivo de bombardearse con hormonas, ¿no?
“No lo busqué, fue un accidente que nos ha dejado a todos en una mala posición”. ¿Pero de qué habla? Por favor, exclúyeme de tu error. Soy una víctima de tu irresponsabilidad. Por dentro voy a reventar con miles de preguntas, con frases que nunca le voy a decir porque solo estoy capacitado para interrumpirla con un “no te preocupes, esas cosas pasan”.
Y ella sigue su diatriba de disculpas, con su voz convincente, con sus ojos que saben cautivar, con su encantadora sonrisa. Y yo lo que quiero es preguntarle por ella, por su familia, por su infancia en un país báltico. “Quiero que esta vez funcione. Te garantizo que todo va a salir bien y te agradezco que hayas tomado la decisión de seguir conmigo”. Al fin siento que está de mi parte. Y sí, quiero seguir contigo, me dan ganas de gritarle, pero contengo mi desesperación. Me gustaría decirle que estoy fascinado con su modo de hablar, de tomar el control de una situación que te coloca en desventaja y salir a flote con la convicción de que los errores se dejan en el pasado y que uno tiene que perdonar —yo sé perdonar, Karen. Y al hablar e interrumpirla la llamo Karen y el nombre finalmente se me hace real, no más una clave para entrar a una base de datos donde las mujeres desnudan su historial genético.
Karen comienza a comer y hecha los hombros hacia delante, alarga su cuello y, de pronto, se me hace vulnerable. Había llegado mi turno.
No tiene acento en inglés porque vino con sus padres de niña. Ha regresado varias veces a su país. La última fue el año pasado para los setenta años de su abuela. Le gusta regresar, pero su vida está en California. Le teme a las grandes ciudades. Sueña con ir algún día con sus cuadros a una galería en Los Ángeles, pero no sabe si pueda sobrevivir la dinámica de sus calles, la energía de la gente. Me dice que nunca ha visitado Nueva York ni Miami. Le digo que, si va, no deje de avisarnos. Ella sonríe y veo que su respuesta es “eso nunca va a suceder, esta es la última vez que nos vamos a encontrar”. Quiero que me hable de sus cuadros. “Son abstractos”, es lo único que me dice. Y ahora la veo más niña. Tiene veintidós años. ¿Qué esperaba? Le hablo de mí. De nuestro primer accidente con Alicia, nuestra anterior donante. Y ella vuelve a sonreír, esta vez con una mezcla de “lo siento” y “qué bueno que sucedió porque ahora vamos a trabajar juntos”.
En la medida que pasa el tiempo, veo a la verdadera Karen. Pierde la seguridad, el control de la conversación y su mirada y sonrisa delatan su fragilidad, sus temores, su soledad. Sí, la veo sola en su cuarto, con sus perros —ama con pasión a los animales, cada vez que ve un perro abandonado lo adopta hasta que encuentra a una buena familia para él—, mientras se desahoga sobre el lienzo en blanco y lo mancha con furia, de rojo y negro.
Karen no sabe hacia dónde dirigir su vida. La veo lejos de su familia y me la imagino disfrutando cada minuto de su independencia. ¿Cómo habrá sido su infancia? ¿Aún tendrá remordimientos por haber huido de su país, dejar atrás a familiares, a sus amigos de la escuela? El divorcio de sus padres quizás la haya afectado, quién sabe. O tal vez la decisión de irse a estudiar a otra ciudad haya enfurecido a su madre, que no se adaptaba a la idea de que su hija estuviera fuera del hogar. O quizás, la madre, haya tenido que dedicarse todo el tiempo a su trabajo y no le haya dado la debida atención.
Tal vez haya sido despreciada por Tom, el hombre que la entristece tanto como la mentira, los amigos por interés, el aburrimiento, los hombres irrespetuosos, el fracaso, el arrepentimiento. Tal vez aún está enamorada de Tom y no lo ha podido superar. ¿Habría sido Tom quien provocó el accidente del embarazo, obligándola a deshacerse de él y del feto porque en ese momento de su vida lo último que necesitaba era complicarse?
Como ahora yo tenía el control de la conversación, decidí introducir el tema de una de sus artistas favoritas: Ana Mendieta. Había una posibilidad de que sospechara que había estado indagando demasiado en su vida privada, que había encontrado esa información en una página personal de Internet, pero ella tiene que saber que en el ciberespacio la privacidad es una ilusión. Al final, no me molestaba que lo pensara: así quedaría en evidencia que mi interés por ella iba en serio y que no estaba dispuesto a tolerar ningún tipo de error. De todas formas la introducción fue fácil: le apasiona el arte, Ana es cubana, yo soy cubano. Partí de la retrospectiva de su obra que le había dedicado el Whitney Museum. Le dije incluso que debería ir a Nueva York porque se trataba de una oportunidad única.
Nunca me dijo que era una de sus artistas favoritas. Me dijo que su obra fue tema de uno de los cursos que recién había tomado y que le había llamado la atención el nivel de compromiso físico de Ana con sus piezas. El cuerpo se convierte en parte del discurso, le aclaré; ella es, en sí misma, su obra. Todas sus piezas llevan la idea de una identidad fraccionada. Está su infancia, el exilio. Los rituales de sacrificio se vuelven políticos tras la mirada de Ana. Hablamos de sus piezas realizadas en México. A Karen le había fascinado Cuerpo mutilado sobre paisaje. Y me lo dijo con cierta timidez. Como si el título de la obra fuera a delatar su esencia. No quería mostrarse de manera multidimencional. Solo quería que yo viera su rostro hermoso, sus calificaciones y los resultados de sus pruebas genéticas.
Pero yo iba más allá. Y ella percibió rápidamente de quién era ahora el que tenía el control y con sutileza le dejé saber que no tenía planes de perderlo, al menos no delante de ella. Hablamos también de la violencia y la muerte a flor de piel en toda la obra de Ana. Y hasta llegamos a la crudeza de Escena de violación o Plumas sobre una mujer o Muerte de un pollo, en las que Ana protagoniza una obra donde el desnudo y la sangre y la mutilación llegan al espectador como una bofetada.
Karen parecía ahora una alumna. Quise ver en ella las motivaciones altruistas y económicas que la llevaban a donar partes de su cuerpo sin importarle los efectos secundarios a largo plazo, ya fueran infertilidad, o desarrollar cáncer, una infección que podría provocarle la muerte o una sobreovulación que la mandaría directo a la sala de emergencias.
Cada vez se me hacía más vulnerable. La vi desvalida y también vi que su escudo protector, su arma, era su belleza, pero a medida que la iba conociendo mejor, su caparazón se desmoronaba.
A nivel sensorial ella me dominó con su rostro, y desde sus orígenes la belleza se asocia con el bien, así que no va a abandonarme. Karen va a cuidarse para que su cuerpo esté listo para producir las células perfectas que necesito.
Nos despedimos con un abrazo. No hubo besos en las mejillas. La acompañé hasta la salida del hotel y, ahora sí, le coloqué el brazo sobre la espalda, intenté protegerla y la sentí más pequeña a pesar de su gran estatura. En la acera, Gonzalo le dijo que íbamos a fotografiarla. Creo que se asustó un poco. Se colocó a mi lado, sin dejar de sonreír. Deslicé mi brazo hacia su cintura y sentí su cuerpo. Ella posó. Luego se separó, caminó y se sintió incómoda con la cámara. Gonzalo logró grabar unos segundos de ella mientras se alejaba.
Esperó con paciencia la luz. Iba cabizbaja, caminaba despacio, como si evitara dar un traspié. Sabía que la mirábamos. Tal vez pensaba que la seguíamos con la cámara. No, no la grabábamos. Nunca miró hacia atrás. Esos escasos metros deben haber sido una eternidad para ella.
Mientras esperaba el cambio de la luz, cruzó los brazos, se encogió de hombros como si tuviera frío y vi que conservaba su suave sonrisa. A esa distancia comprendí mejor lo que llamó después “sus taciturnos ojos, sus párpados caídos” los cuales dice que tú, Emma, heredaste de ella. Verla partir me llenó de tristeza. Me sobrecogió su fragilidad. La vi indefensa.
Al llegar a la otra esquina, cruzó a la derecha y aceleró el paso. Me detuve en su perfil por última vez. Era como la escena de un vídeo en el que quisiera hacer una pausa y, contra mi voluntad, volviera a su movimiento original.
Mientras doblaba, inclinó su rostro hacia mí, sin hacer contacto visual, aún cabizbaja y con su sonrisa perenne. Cerró los ojos, como si quisiera decirme adiós y la perdí en una esquina más de aquella ciudad.
No la vi más.