ERAN LAS 6:30 A.M. Iba a ser otro día largo. Tenía que esperar la llamada de la clínica para ver cuántos óvulos, de los trece, terminaron fecundados. A las siete, ya estaba bañado, vestido y listo para recorrer la ciudad. No quería quedarme en la habitación. Mientras los demás se despertaban y se preparaban, di vueltas alrededor del hotel. Era una mañana fría. Al mediodía habría calor. Así es el clima en San Diego.
Desayunamos en un café en La Jolla. Esther María, que tiene debilidad por los perros, comenzó a acariciar a un labrador y este le ladró y le mordió un seno. Todos se asustaron. ¿Debemos ir a emergencia? Al parecer fue superficial. El dueño del animal ni se inmutó. El camarero preguntó si necesitábamos ayuda. “Eso te pasa por acariciar animales sin pedir permiso. El perro estaba enfadado o enamorado de ti. Quién sabe”, le dije.
Nos fuimos a una tienda de plantas y nos asombramos con la variedad. Gonzalo quería llevarse varias muestras consigo. Pero Néstor tenía razón: muchas de esas plantas no sobrevivirían el clima tropical de Miami. En estos momentos un espermatozoide por cada uno de los trece óvulos debe haber ya perforado la membrana celular. Los dos núcleos se deben haber fusionado y aportado cada uno su dotación genética. El cigoto ya está en camino. Ahora hay que ver cuántos cigotos sobrevivirán la ecuación en un tubo de ensayo, pensé, entretanto. Luego le pregunté a un empleado sobre la especie Hosta Dream Weaver, pensando que tal vez se dé en la Florida, pero mis pensamientos están mas allá de esta tienda. El cigoto se comienza a dividir en dos, tres y hasta cuatro células por el tiempo que lleva en incubación. El empleado comenzó a explicarme cómo cuidarlas, pero lo interrumpí al recibir la primera llamada del día.
“Se lograron fecundar los trece óvulos. Hay que esperar a ver cuáles logran sobrevivir hasta mañana”.
Ahora Mary tenía que estar lista para la transferencia, que sería alrededor de las once de la mañana. Le dejé un mensaje. Ya había llegado el momento.
Desde que recibí la noticia hasta el otro día en la clínica quedé bloqueado. Trato de recordar y no puedo. Es un vacío, debo haber estado ensimismado, me imagino, mientras elaboraba el guión de errores. Después de que los óvulos se fecundan, solo un 70 por ciento tiende a sobrevivir. A veces es menos. De trece, si sobreviven seis estaré feliz.
Llegamos a la clínica media hora antes de la transferencia. Todo estaba listo, pero Mary no acababa de llegar. Suham, la recepcionista, me dijo que la habían llamado y le habían dejado varios recados. Comenzó el pánico.
¿Dónde estás? Casi le grito. Gonzalo intentaba calmarme, diciéndome que no había necesidad de agregarle más estrés al momento. Tenía razón, ¿pero qué trabajo le costaba ser puntual? Los embriones no podían esperar por ella. Si no llegaba a tiempo tendríamos que cancelar la transferencia y criopreservarlos. Y luego sabe Dios cuántos de ellos sobrevivirían la descongelación. “Estaré ahí pronto”. O sea, aún no estaba en el edificio, ni siquiera en el estacionamiento. Puede que ni en La Jolla. Le pedí que manejara con cuidado; fue lo único que podía imponerle a esas alturas. En vez de venir con su marido con el tiempo necesario para descansar y estar relajada en el momento en que le colocaran los embriones en su matriz, Mary estaba llegando tarde y algo alterada.
La doctora Adams salió a recibirme y me entregó las fotos con los trece embriones. “Aquí tienes a tus bebés”.
“Son mis hijos. ¿Cuántos vamos a transferir? ¿Dos, tres, cuatro, cinco, seis?”, le pregunté.
“Tres, es mi consejo. Es mi número de suerte. Sé que firmaste para reducir el número de fetos si el embarazo es múltiple, pero al ver la calidad de estos embriones casi te puedo asegurar que todos se van a implantar”, dijo Adams.
Gonzalo y yo nos tomamos fotos con las dos copias polaroides de los trece embriones. Vi al doctor Wood, por primera vez expresar sus emociones. Estaba contentísimo con los resultados. “Con embriones así hablamos de un 70 por ciento de posibilidades”. ¿Pero 70 nada más? Eso es como si me lanzaran un vaso de agua fría en la cara. Esperaba un 100 por ciento. Nada es seguro. Adams me muestra los tres embriones que seleccionó.
“Los mejores. Los nueve restantes los vamos a criopreservar. Uno solo, que no es muy bueno, lo vamos a desechar”.
Así, lanzarlo a la basura, un embrión que no cumplió la leyes de la naturaleza. ¿Que su división no era perfecta? ¿Que el número de células no eran pares? ¿Que tenía más de un núcleo? ¿Que estaba fragmentado? ¿Que en vez de esfera parecía un óvalo? ¿Que los rezagados espermatozoides estaban incrustados en su impenetrable zona pelúcida? Quién sabe los problemas que tenía. Pero ahora iba a terminar como un desecho humano. ¿Y quién garantiza que los restantes, en el nivel de desarrollo en que están, no tengan alguna aberración cromosomática que impida que evolucionen y se transformen en fetos? No todos los embriones, lo sabía, se convierten en bebé. Eso no está en mis manos, ni en las del doctor, ni en la preparación uterina de Mary.
Entonces, la próxima decisión a tomar era si ser más agresivos y lanzar a la deriva más de tres embriones o seguir los consejos de la doctora. Si transferíamos seis, tendría que estar preparado para inyectar a cuatro de los fetos, en caso de que todos se implantaran, cloruro de potasio en sus pequeños corazones para detener los latidos. Incluso, si se adherían los tres, ya me había comprometido con Mary a destruir uno de ellos. Mi firma estaba estampada en el contrato. No había vuelta atrás.
“¿Y cuál es el porcentaje de posibilidades de que pierda el embarazo si utilizamos la reducción fetal?”
La doctora me explica que ese no es el asunto. “Las probabilidades de perderlo son mínimas. Son de un 5 por ciento”.
“¿Un 5? ¿Y quién quita que yo no esté en ese 5 por ciento?”
“El problema es el desgaste emocional que conlleva. Piensas que puedes, pero en el momento de tomar la decisión es bien difícil, créeme”.
Y le creí. No sabía cómo decirle a Mary que estaba arrepentido, que no era capaz de clavar una aguja en el minúsculo corazón de uno de mis hijos. Tendría que tirar una moneda al aire y decidir a quién aniquilar. Esa era mi única opción. ¿Al de la derecha, al del centro, al del medio?
Tal vez la decisión más acertada era transferir solo dos embriones. Si se pegaban dos, por ahí Mary estaría dispuesta a llevar el embarazo a término.
Tres. Tenía que transferir tres. Tenía que ser más agresivo. Estábamos frente a un porcentaje alto de posibilidades, pero era un 70, no un 100 por ciento.
Decidido. Mary fue al salón de operaciones. Tenía que estar relajada, recordar momentos placenteros. El doctor insertó un catéter en su vagina con los tres embriones de clase A y de cuatro células cada uno, y los pasó del canal cervical hasta el útero cuidadosamente preparado. Le pidieron que se colocara boca abajo, con las rodillas plegadas a la altura de su pecho. Después de la transferencia debía quedarse en reposo por unas horas. De ahí fue transportada en silla de ruedas hasta su auto y se le recomendó que permaneciera en cama por dos días, sin siquiera levantarse para ir al baño.
Mis tres bebés ya comenzaban a crecer en el vientre de Mary. Comenzaban a dividirse en miles de células. Pronto se convertirían en unos hermosos fetos.
En ese momento ya tenían dos semanas y tres días de edad.