UNO NO SE levanta y piensa que hoy es el día en que puede cambiarle la vida. Por lo menos, yo trato de evitarlo. Estoy a miles de kilómetros de distancia de donde duermen mis nueve bebés y en pocas horas van a despertar a tres de ellos. Me voy a quedar en Miami. Quiero dejar a Mary sola para la transferencia de los embriones. Mi presencia la intimida.
Me pongo a dar vueltas por la casa, vuelvo a la cama —¿qué hago para que pase el tiempo?— pienso en llamar a Mary, a ver cómo se siente antes de ir a la clínica, pero mejor no. Reviso algunos artículos pendientes que quería leer.
RUSSELL SE ACABA de divorciar de Andrea. No puedo dejar de leer nada relacionado con Andrea. Hace dos meses la Corte de Apelaciones de Texas le revocó la cadena perpetua por haber ahogado a sus cinco hijos. Ahora, además de no ser madre, no tiene marido. Un hijo que pierde a su madre es un huérfano, ¿y una madre que pierde a su hijo, en qué se convierte? Pero Andrea no perdió a sus hijos: los mató. Para eso si hay una palabra. Andrea es una filicida. Sus abogados consideran que, a causa de su demencia no es culpable de asesinato. Nada nuevo: ¿quién puede estar en su sano juicio y ahogar a sangre fría a sus cinco hijos? ¿Por qué leo esto? Me deja desconcertado. ¿Saldrá libre?
Pienso en Andrea, encerrada en la cárcel, luego en un hospital siquiátrico —si un juez se lo permite— mientras intenta reconciliar el sueño. ¿Podrá dormir? ¿Tendrá pesadillas? Yo, por haber firmado un documento que autoriza inyectarle cloruro de potasio en el corazón a mi fetos, en caso de que sean más de dos, me despierto todos los días sobresaltado, ¿qué sentirá ella? ¿Andrea se considera mamá aún? ¿Recordará el nombre de sus hijos? ¿O pensará que los niños están vivos y que la macabra escena nunca sucedió? ¿Qué puede haber pasado por la mente de una enfermera, que se convirtió en madre a tiempo completo, que incluso era maestra de ellos en la casa, para quitarles la vida? ¿Un esposo abusivo y controlador? ¿El agotamiento de criarlos sola? El marido confesó que Andrea nunca había cambiado ni siquiera un pañal.
Un 20 de junio, Andrea llamó al 911. “Estoy enferma… Necesito que venga un oficial de la policía”. Ese día, Andrea se levantó, se despidió de su esposo a las nueve de la mañana y fue para el baño. Llenó de agua la bañadera y, en unos segundos, ahogó a Luke, de 2; a Paul, de 3; y a John, de 5 años. Colocó los cadáveres, aún con los ojos abiertos, uno al lado del otro en la cama. Mary, de 6 meses, lloraba en el baño. Tal vez percibía la energía negativa de su madre. Pronto la niña dejó de gemir pues en un instante también la ahogó. Cuando Noah, de 7, entró al baño, aún el cuerpo de Mary yacía en la bañadera. Trató de huir, pero Andrea no se lo permitió. Lo mató de la misma manera. Llevó a Mary al cuarto y la colocó al lado de sus hermanos en la cama. Los cubrió con una sábana. A Noah lo dejó en la bañadera. Llamó al 911, llamó a su esposo. Cuando Russell llegó, no lo dejaron entrar a su casa. Estuvo cinco horas afuera mientras esperaba que sacaran uno a uno los cadáveres de sus niños.
“Maté a mis hijos”, dijo Andrea así, sin inmutarse, y sin ofrecer resistencia cuando llegó la policía. Explicó paso a paso cómo les quitó la vida. Un jurado de desconocidos —que vio fotos de la bañadera, la cama, los restos de cabellos en las manos de los niños que batallaban por sus vidas, vídeo de los pequeños, felices— no pudo condenarla a muerte.
Para Andrea, ella había cometido el séptimo pecado capital porque sus hijos no eran rectos, porque ella era diabólica. Como ella los criaba, no se salvarían jamás.
Andrea y Russell eran cristianos devotos.
MEJOR DEJO A Andrea. Tengo que pensar positivamente. Cada vez que leo sobre ella quedo extenuado. Voy a llamar a Mary. Ha comenzado a llover en San Diego; dicen que va a llover todo el día. ¿Qué tipo de señal es, buena o mala? No quiero comenzar el guión de errores. No lo necesito porque ya no queda nada más por sucederme. Voy a ser padre este año. Es lo único que sé.
Hoy Mary se levantó temprano, se preparó y después del desayuno comenzó a peinar la frondosa cabellera de su hija. Con una niña de dos años y medio, su vida está bien ocupada. Como todas las mañanas, ella le dedicó tiempo a su hija, jugaron, conversaron.
Su mamá ha venido de Palm Springs para cuidar a la niña mientras Mary está en la clínica y durante los reglamentarios dos días de absoluto reposo. El padre de su hija la va a acompañar a la clínica.
Ya descongelaron los tres embriones. Mis bebés sobrevivieron el riesgoso proceso. A veces la cristalización, por la baja temperatura, los destruye. Mary está relajada, me dicen que la transferencia fue un éxito. No creo en los éxitos. Nadie me aclara en qué porcentaje caeré ahora, ni quiero saberlo.
Me llama el doctor Wood y recomienda que Mary se quede en el hotel más cercano a la clínica. La llevarán en una silla de ruedas. “Llueve demasiado. Lo mejor es que descanse. La carretera puede estar muy peligrosa”.
La voy a dejar tranquila. No la voy a llamar. Que duerma. Que no sueñe. Al menos que no tenga pesadillas. Y ahora, a esperar a que pasen los siguientes quince agónicos días.
Trato de recordar canciones infantiles, tengo que saberme alguna. Las he olvidado todas. Y sólo puedo rescatar los tristes y tenebrosos boleros que mis abuelos me cantaban para dormir. Ató con cintas los desnudos huesos, El yerto cráneo coronó de flores, La horrible boca la cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores.
Dios mío, ¿qué canción te cantaré? Estoy seguro de que no será Boda negra. Nada macabro. Ya estás en el vientre de Mary, ya has comenzado a desarrollarte, ya tengo que pensar en ti considerando que existes fuera de un tubo de ensayo y que dejaste atrás las bajas temperaturas del tanque de nitrógeno.
Estamos en el mundo real, donde ya debes haberte dividido en miles y miles de células imposibles de contar. Y yo no me sé ni una canción de cuna. Sí, ya tengo que empezar a cantarte. Todas las noches voy a susurrarte para que te duermas y, así, sentirás que estoy a tu lado. Y todos los días, al despertarme, lo primero que voy a hacer es pensar en ti.
Sé que me vas a escuchar porque estamos conectados desde el día en que te soñé, la última noche del siglo pasado. Te sentiré crecer, veré cómo te aferras al vientre de Mary y darás la batalla, porque sé que también ansías conocerme. Porque no eres de las que se rinden. Porque llevabas tres meses dormida en el hielo a la espera de tu príncipe azul. Y llegó tu hora. Recuerda, oirás mi voz y me reconocerás porque desde miles de kilómetros de distancia te diré bien bajito: “Buenas noches, soy yo, tu papá, que te ha buscado por años y no descansará hasta que te tenga en sus brazos y te dé un beso y te abrace”. A partir de hoy, ya no eres un sueño: eres mi realidad.
Duérmete mi niña, duérmete mi amor, duérmete pedazo de mi corazón.