HOY NOS VAMOS a conocer. Dice el doctor que más o menos sobre las cuatro de la tarde te voy a tener en mis brazos. Así, como si nada, como si todo se hubiese decidido ayer. Pero la realidad es que han sido años de búsqueda, unas veces casi hasta el desfallecimiento, en ocasiones sin esperanzas de encontrarte, pero con la certeza de que al final te iba a tener en mis brazos. Y hoy es el día. Aún no puedo adaptarme a la idea. Entrar con las manos vacías y salir contigo.
He practicado qué te voy a decir; trato de imaginarme cómo vas a reaccionar a mi voz. Llevo una camisa roja, para nuestra buena suerte. ¿Acaso ves? ¿O aún es muy prematuro para que me veas?
Son las siete de la mañana y ya Mary está en la cama, con la fuente rota y la epidural lista. Su madre está a su lado. Gonzalo y yo somos como dos desconocidos que te esperan. ¿Cómo se sentirá Mary después de tenerte nueve meses en su vientre? ¿Estará lista para entregarte, para dejarte ir? Gonzalo tiene preparada la cámara de fotos y vídeo. Está feliz.
Dos centímetros. Con la fuente rota, cuatro centímetros. Cada hora, un centímetro de dilatación. Parece que sobre las cuatro de la tarde te voy a conocer. ¿Qué haré cuando te tenga en brazos? Nunca me has oído. ¿Reconocerás tan solo la voz de Mary?
Vuelve la enfermera, y después de otra extenuante contracción, cinco centímetros. No me desconecto del teléfono. Mi hermana y mi mamá, en Miami, están al tanto de las dilataciones, de los latidos de tu corazón, como lo estoy yo. Seis centímetros. Mi hermana dice que de seis a diez centímetros se llega más rápido. A los diez, ya estarás lista para impulsarte y salir y gritar para llenar de aire tus pulmones aún tan pequeños.
Me dicen que estás bien colocada, de cabeza, en el canal de parto.
Siete centímetros. Cómo falta. Nunca antes contar había sido tan agotador. Y sé que tú también quieres salir a conocerme.
Cada vez que le viene una contracción a Mary te siento más cerca, como que te impulsas para salir y regresas a tu posición. Estoy al lado de Mary y puedo ver cómo te esfuerzas. En esta batalla estamos juntos.
Ocho centímetros. Tus latidos son cada vez más sonoros, es como si te acercaras a mi realidad.
A pesar de la gran expectativa, todos estamos tranquilos, demasiado. Mary luce cansada y aún no ha llegado el momento decisivo. Su madre sigue a su lado, revisa cuentas, teje. Es la primera vez que la vemos. Recuerdo que al principio estuvo en desacuerdo con que Mary te tuviera. Al final le dijo que era su decisión. Ahora está junto a ella.
Nueve centímetros. La recta final. Salgo de la habitación, recorro el largo pasillo y escucho el llanto de los recién nacidos.
Diez centímetros. Tengo que estar adentro. Al lado de Mary. Una contracción y ya puedo ver tu cabellera negra. Otra contracción y parece que vas a salir. ¿Dónde está el doctor? La enfermera sigue con el trabajo de parto.
Aquella habitación antes apacible comienza a transformarse en un pequeño salón de operaciones. Me advierten que no puedo tocar nada que esté cubierto con un paño azul. Llega el doctor, la neonatóloga se apresta con la incubadora. Todo está listo.
“¿Quién va a cortar el cordón umbilical?” El doctor mira a su alrededor y se sorprende al verme llorar.
No le puedo contestar. Gonzalo me advierte que me lo voy a perder. Pero no puedo dejar de llorar y no quiero llorar. Quiero demostrarte que estoy feliz.
Me coloco a la izquierda del doctor, listo para cortar lo único que te ata a Mary.
Ya estamos en la etapa final. En un instante, quedamos paralizados en la habitación. Veo el rostro de preocupación del doctor. El equipo está preparado para cualquier emergencia. Esos segundos son eternos. Estoy desorientado. Quiero apretar la mano de Mary, pero no me atrevo. Su madre le seca el sudor de la frente. Mary, con todas sus fuerzas, contrae el rostro, sostiene el aliento, un leve quejido y ahí está tu carita, toda arrugada.
Ahora le toca a tus hombros, y luego tus brazos y piernas salen casi al unísono.
Oigo tu llanto suave. Pienso que vas a gritar.
Corto el cordón y el doctor te muestra: “Es una hermosa bebé”. La neonatóloga te toma en sus brazos. Te limpia, te pesa y te viste. “Siete libras y siete onzas”. Y el doctor agrega con una amplia sonrisa: “Número de suerte”.
Comienzas a llorar con todas tus fuerzas y la neonatóloga asegura que ese era el sonido que buscaba. Pones cara de brava y la enfermera se ríe: “Eres una drama queen”.
Me colocan el brazalete con tu nombre en la mano izquierda. A Gonzalo también.
Mary nos mira complacida. Su madre comienza a llorar. Le paso la mano por la cabeza a Mary y le transmito todo mi agradecimiento.
Y ahí, envuelta en la clásica sábana de hospital para los recién nacidos, te tomo en mis brazos.
“Bienvenida, Emma. Soy tu papá”, te digo bien bajito, con la voz quebrantada. “Te quiero con toda mi alma desde el día en que te soñé”. Y veo tus ojos enormes abiertos y me miras como si entendieras todo lo que te susurro.
Gonzalo no deja de filmar, me abraza y te digo al oído: “Gonzalo es también tu papá”.
Sigues con tu vista fija en mí y me refugio en un rincón de la habitación a contemplarte, a delinear tu rostro, a dejar que tus manos aprieten mi dedo como si no quisieras dejarme ir.
Llegan el esposo de Mary y su hija, y tú y yo seguimos sentados en un rincón a la espera de que nos den nuestro cuarto en el hospital.
Nos despedimos de Mary. Ahora estamos solos y te revisamos, te cambiamos el primer pañal y sonríes y haces pucheros y nos miras como asombrada. Te doy la primera toma de leche y chupas desesperada.
Llega la trabajadora social y completamos toda la información para el certificado de nacimiento.
Naciste el 14 de noviembre de 2005, en La Mesa, California. Escriben tu nombre, Emma Isabel Correa. Escriben mi nombre, Armando Lucas Correa. Y en la sección donde dice madre, una sola palabra llena el vacío: “desconocida”.