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El 30 de mayo de 1498, casi dos años después de su llegada a Cádiz, Cristóbal Colón partió de nuevo hacia América, esta vez desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), con una flotilla de seis carabelas y trescientos treinta hombres, entre los que se encontraba fray Bartolomé de las Casas. No sólo fueron muchos menos que en el segundo viaje, sino que además fue complicado reclutarlos, después de conocerse los resultados de la segunda expedición. Los problemas de gestión que había mostrado Cristóbal Colón habían abierto a los reyes la posibilidad de quitarle el monopolio de los viajes transoceánicos, de modo que entonces él ya no era el único explorador en el Nuevo Mundo. Isabel y Fernando concedieron tres licencias de exploración casi simultáneas a este tercer viaje de Colón. La primera unióa Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Américo Vespucio; la segunda iba comandada por Vicente Yáñez Pinzón, y la tercera estaba a cargo de Francisco Niño y Cristóbal Guerra. La mayoría de ellos habían atravesado antes el océano bajo el mando del almirante, y ahora se enfrentaban a sus propias misiones.
En su relación del viaje, Colón afirmaba encontrarse fatigado y se quejaba de que en lugar de la travesía tranquila que esperaba, tuvo que dirigirse a Madeira «por camino no acostumbrado, por evitar escándalo que pudiera naçer con un armada de Francia, que me aguardava al cabo de San Viceinte». Antes de llegar a Madeira, el 7 de junio pasó por Porto Santo, donde años antes había residido junto a su mujer y había nacido su hijo mayor. Allí oyó misa y se proveyó de agua, leña y lo que necesitaba para continuar su viaje. Llegó a Madeira el domingo 10 de junio y se quedó hasta el sábado siguiente, agradeciendo el cálido recibimiento. De Madeira siguió a Canarias; primero a la isla de La Gomera, el 19 de junio, donde tuvo un nuevo encontronazo con los franceses, que habían apresado dos naves castellanas y huyeron al ver la flota del almirante. Unos días después siguió hacia El Hierro, donde partió en dos la expedición. Envió tres naves directamente a La Española, capitaneadas por Pedro de Arana, Alfonso Sánchez de Carvajal y su primo Juan Antonio Colombo, respectivamente, para que cada semana se turnaran en el gobierno general de la misión. Mientras, él se dirigió con las otras tres naves, una nao y dos carabelas en dirección sudoeste, «con el propósito de llegar a la línea equinoçial y de allí seguir al Poniente hasta que la isla Española me quedase al Septentrión». Paró en las islas de Cabo Verde, de las que escribió: «Falso nombre porque son atán secas que no vi cosa verde en ellas y toda la gente enferma, que no osé detenerme en ellas». Sí se detuvo, para recoger provisiones, según su hijo Hernando, y se interesó por la forma en que se curaban los leprosos que allí acudían con ese fin, pero el explorador no le quiso dar mayor importancia, por causas que se desconocen. La firma del Tratado de Tordesillas, cuatro años antes, nos explica por qué en este viaje Colón no evitó pasar por tierras portuguesas como Porto Santo, Madeira y Cabo Verde, en las que en expediciones anteriores podría haber tenido problemas, como de hecho había sucedido en Madeira a su regreso del primer viaje. Ahora las buenas relaciones entre ambos reinos eran un hecho confirmado por la boda de una de las infantas de Castilla y Aragón, Isabel, con el nuevo rey luso, Manuel I. Tras la muerte de Isabel, en agosto de ese mismo año, su hermana María contraería matrimonio con el viudo dos años más tarde.
La firma del Tratado de Tordesillas permitió a Colón parar en las islas portuguesas en su tercer viaje.
El clima de esa época del año le provocó a Colón un fuerte ataque de gota en una pierna, que derivó en una fiebre cuatro días después. Tras partir de Cabo Verde el 4 de julio, perdió el viento y durante ocho días el calor fue tan grande, que, en sus propias palabras, «creí que se me quemasen los navíos y gente». Y es que realmente algunos toneles de agua y de vino reventaron a causa del calor, y gran parte de la comida se estropeó. Sólo alguna lluvia esporádica y unas pocas nubes les dieron tregua durante aquella larga semana. Entonces decidió no seguir navegando hacia el sur y viró hacia el poniente. Más tarde, recordando esta travesía –y debido a un fallo en sus cálculos de latitud al observar la estrella Polar–, se cuestionó la esfericidad de la tierra, en la que siempre había creído, y disertó sobre la posibilidad de que la forma del orbe fuera más bien otra: «Fallé que no era redondo en la forma qu’escriven, salvo que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el peçón que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda y en un lugar d’ella fuesse como una teta de muger allí puesta...».
Intuyendo que había dejado El Caribe muy al norte, Colón se impacientó y decidió tomar esa dirección para llegar pronto a La Española. El 31 de julio siguiente llegó a una isla que denominó Trinidad (que hoy conserva su nombre y lo aporta al de su país, Trinidad y Tobago), donde halló «muy buen puerto, si fuera fondo, y avía casas y gente y muy lindas tierras, atán hermosas y verdes como las guertas de Valençia en Março». El 1 de agosto tuvo un curioso encuentro con un grupo de nativos que se acercaron a su nave:
El día siguiente vino de hazia Oriente una grande canoa con veinte y cuatro hombres, todos mançebos e muy ataviados de armas, arcos y flechas y tablachinas, y ellos, como dixe, todo mançebos de buena disposición y no negros, salvo más blancos que otros que aya visto en las Indias, y de muy lindo gesto y fermosos cuerpos y los cabellos largos y llanos cortados a la guisa de Castilla, y traían la cabeça atada con un pañuelo de algodón, texido a labores y colores, el cual creía yo que era almaizar.
Colón hace esta detallada descripción a pesar de que no tuvo oportunidad de tratar con ellos amigablemente. Los nativos, temerosos, estuvieron rondando los barcos españoles durante más de dos horas, sin que el almirante lograra que subieran para entrevistarse con ellos. Incluso simuló una fiesta en su nao para animarlos, pero, lejos de eso, los indios lo interpretaron como danzas guerreras, comenzaron a dispararles flechas y acudieron a la carabela cercana, cuyo capitán consiguió concertar una cita con ellos en la playa, a la que nunca acudieron; como escribió Colón, «e nunca más los vide, ni a otros d’esta isla».
En su tercer viaje, Colón descubrió por fin tierra firme.
El mismo 1 de agosto, desde Trinidad, vieron tierra firme, y Colón, pensando que se trataba de otra isla, la llamó Isla Santa, y se dirigió hacia allí. El descubridor llegó a lo que era en realidad la desembocadura del río Orinoco, que describió ampliamente y le recordó a los cuatro grandes ríos que, según las sagradas escrituras, salen de la fuente junto al árbol de la vida, en el paraíso terrenal: el Ganges en India, el Tigris y el Éufrates en Mesopotamia y el Nilo en Egipto. Cuando lo descubrió, sin embargo, al principio confundió el delta del río con un estrecho que separaría dos islas, idea que corrigió al comprobar la lucha del agua dulce por salir y la del agua salada por entrar. Parece que no bajó a tierra en esta ocasión, a pesar de que fueron a pedírselo un grupo de indígenas «de parte de su rey». Concentrado fundamentalmente en la búsqueda del oro, explica que cuando no atendió a esa invitación, «vinieron a la nao infinitíssimos en canoas, y muchos traían pieças de oro al pescueço y algunos atados a los braços algunas perlas. Holgué mucho cuando las vi e procuré mucho de saber dónde las hallavan, y me dixeron que allí y de la parte del Norte de aquella tierra».
Como Colón había perdido la mayor parte de las provisiones en su accidentado viaje, no pudo detenerse mucho allí, y envió a un grupo de hombres que, explica, fueron muy bien atendidos, pero «recibieron ambas las partes gran pena porque no se entendían, ellos para preguntar a los otros de nuestra patria, y los nuestros por saber de la suya». El 5 de agosto llegaron a una tierra que los indios llamaban de Paria y que Colón bautizó isla de Gracia, sin convencerse aún de que estaba en el continente. Comprobó que los indígenas, de piel más blanca que lo que habían encontrado hasta entonces, cubrían «sus partes pudendas con un paño de los que hemos mencionado, que son de varios colores; llevan otro rodeado a la cabeza. Las mujeres no encubren cosa alguna, ni siquiera las partes vergonzosas [...]». Los hombres, además, sí llevaban «el pelo cortado a mitad de la oreja, al uso de Castilla».
Durante las expediciones que realizó durante ese mes de agosto, Colón llegó a Tobago y a Granada, navegó por el golfo de Paria (Venezuela), la Boca del Dragón y la isla Margarita, y se convenció por fin de que estaba frente a tierra firme, después de haber pisado tantas islas. Colón opinaba que se trataba de un continente, pero no diferente de Asia, sino un extremo de esta.
Grabado de Theodore de Bry que muestra la recolección de perlas en la costa de Venezuela en el tercer viaje de Colón.
Concretamente, pensaba que se trataba del paraísoterrenal, que entonces se creía situado en el extremo oriental de Asia. El clima templado, al menos no tan caluroso como en el resto del Caribe, y la desembocadura de un río, el Orinoco, que él creería que era el Ganges, uno de los cuatro nacidos en el paraíso terrenal, asemejaban la costa venezolana a la descripción que la Biblia hacía del Edén. Como hemos visto, allí descubrió, además, otro de los filones que enriquecieron a la Corona española durante años: las perlas. Al principio Colón se cuidó de guardarse la información sobre este descubrimiento, quizá con la intención de proteger los intereses de los reyes, pero la historia ha juzgado esta ocultación como una traición a Isabel y a Fernando, que se enteraron del hallazgo por otros medios.
En su relación del viaje, el descubridor volvió a narrar cómo trataba de averiguar el origen del oro y, ahora también, de las perlas:
Procuré mucho de saber dónde cogían aquel oro, y todos me aseñalavan una tierra frontera d’ellos al Poniente, que era muy alta, mas no lexos, mas todos me dezían que no fuese allá porque allí se comían a los hombres, y entendí entonces que dezían que eran hombres caníbales e que serían como los otros. [...] También les pregunté adónde cogían las perlas, y me señalaron también que al Poniente y al Norte, detrás d’esta tierra adonde estavan.
Ante la falta de víveres, Colón renunció a comprobar lo que los nativos le habían dicho y acudió hacia La Española para desde allí organizar una nueva expedición. Pero, al llegar a Santo Domingo, el 30 de agosto de 1498, tras treinta meses de ausencia, se encontró con una situación caótica, debido a nuevas rebeliones contra él y sus hermanos. Explica Hernando:
Entrado el Almirante en la ciudad de Santo Domingo con la vista casi perdida por el continuo velar que había tenido, esperaba que reposaría de los trabajos sufridos en aquel viaje, y hallaría mucha paz entre su gente; pero vio muy lo contrario, porque todos los vecinos de la isla estaban con gran tumulto y sedición; buena parte de la gente que dejó había muerto; de los restantes había más de ciento sesenta enfermos del mal francés; muchos otros se habían sublevado con Roldán, y no encontró los navíos que dijimos haber enviado desde las islas Canarias con socorro.
Después de abandonar el fuerte de La Isabela, donde murieron trescientos españoles, Bartolomé había dispersado a los colonos, y declaró la guerra a los caciques de Xaraguá y Neiva y les impuso un tributo en algodón. Tras reducir a estos, hubo de enfrentarse a otra rebelión, esta vez dentro de sus propias filas. El cabecilla, Francisco Roldán, reunió a un grupo de colonos con los que asaltó los almacenes de armas y provisiones y recorrió la isla uniendo adeptos a su causa, hasta ciento quince hombres. Algunos de ellos procedían de las tres carabelas que Colón había enviado directamente desde Canarias, que habían ido a atracar precisamente en las tierras donde Roldán organizaba su asonada. Colón, sin soldados suficientes para hacerle frente, trató de que su nuevo enemigo fuera a Santo Domingo para entrevistarse con él, y pidió ayuda a los reyes. En su negociación con Roldán, en septiembre de 1499, tuvo que hacer grandes concesiones, lo que deterioró aún más la imagen sobre su capacidad política. Respetó el nombramiento de Roldán como alcalde, facilitó el regreso de quince de sus hombres a España y al resto les entregó tierras e indios que las trabajaran y les dio su perdón. Para colmo de males, la entrega de tierras suponía de hecho la asunción de un derecho feudal contra el que los Reyes Católicos estaban luchando en la Península.
A pesar de todo, las rebeliones siguieron sucediéndose. Una de las más importantes, la encabezada por Adrián de Moxica, se saldó con la condena a muerte del sublevado y sus compinches. Otra fue la encabezada por Alonso de Ojeda, que llegó a la isla con cuatro carabelas dispuesto a explotarla para beneficio propio, pero que fracasó estrepitosamente en su intento. Tras el envío de otros quinientos indígenas a España, con el que Colón hacía de nuevo oídos sordos al rechazo de los reyes hacia la esclavitud de aquellos hombres, en España saltaron de nuevo las alarmas. Llegaron con este cargamento las noticias de las rebeliones ultramarinas, y a principios de 1499 los reyes se tomaron en serio la demanda de ayuda de Colón meses antes.
Colón había solicitado el envío de un juez que diera fin a los sucesivos conflictos, y los reyes, recordando el episodio de Aguado, decidieron que ese juez además fuera gobernador, para investirlo de mayor autoridad. Pero este nombramiento, sin ir acompañado explícitamente de una destitución de Cristóbal Colón en el mismo cargo, sí que suponía, de un modo más diplomático, una sustitución de este. El 21 de mayo nombraron a Francisco de Bobadilla delegado, juez pesquisidor y, para disgusto de Colón, gobernador de la isla. Pero aún tardaron un año en enviarlo a La Española, tiempo prudencial en el que los reyes se mantuvieron informados sobre la situación de la isla y las resoluciones del almirante para acabar con las rebeliones.
Francisco de Bobadilla llegó a Santo Domingo el 23 de agosto de 1500. Hasta entonces, Colón desconocía que aquel hombre llevara consigo más autoridad que la de juez. Lo primero que hizo, según critica Hernando Colón, fue, «no hallando Bobadilla cuando llegó persona a quien tener respeto» por estar Cristóbal Colón en otra parte de la isla, «alojarse en el Palacio del Almirante, y servirse y apoderarse de todo lo que había en él, como si le hubiera tocado por legítima sucesión y herencia, recogiendo y favoreciendo después a todos los que halló de los rebeldes, y a otros muchos que aborrecían al Almirante y a sus hermanos».
Las rebeliones estaban en un punto muerto, y Diego Colón mantenía a cinco reos pendientes de ser ejecutados. El primer conflicto entre ambos personajes fue la anulación de las sentencias de muerte, a lo que Diego Colón, en ese momento al frente de la ciudad, se negó. Bobadilla reclamó los expedientes de los juicios y se enfrentó al hermano del descubridor. Fue entonces, y no antes, cuando sacó esa arma que llevaba escondida, su nombramiento como gobernador, y encarceló a Diego. Cuando Cristóbal y Bartolomé Colón llegaron a Santo Domingo, no tardaron en acompañar a su hermano. A punto estuvo este suceso de originar una nueva rebelión, esta vez con los hermanos Colón como sublevados. Tentado estuvo el almirante de hacer uso entonces de su título de virrey, pero esta decisión habría acabado enfrentándolo a los Reyes Católicos, y finalmente desistió de ofrecer resistencia a la autoridad de Bobadilla. Despojado de todo mando, en octubre fue enviado a Castilla junto a sus dos hermanos.
En su detallada querella contra el almirante, Francisco de Bobadilla denunciaba el racionamiento de alimentos y los malos tratos infligidos a los colonos, a los que había forzado a trabajar sin distinción de su cuna, llegando a ahorcar a los que, llevados por el hambre, habían abandonado su puesto en busca de algo de comida. Otra grave acusación era la de no permitir los bautizos de indios porque prefería esclavizarlos para hacer negocio, por lo que les declaraba la guerra como coartada para capturarlos. Además, reveló que Colón había empleado a indígenas amigos para hacerle la guerra a él y obligarle a regresar a España. Por último, lo acusaba de ocultar datos sobre las reservas reales de oro para enriquecerse personalmente.
El tercer viaje terminó de una forma muy diferente al anterior. Francisco de Bobadilla hizo a Colón viajar esposado como un vulgar reo.
Lo cierto es que Francisco de Bobadilla, a juzgar por la actuación posterior de los reyes, se excedió en las formas, y no sólo arrestó a los hermanos Colón, sino que los trató como a vulgares reos e incluso les hizo poner grilletes, que no les quitaron hasta que llegaron al puerto de Cádiz el 20 de noviembre de 1500. Cuenta Hernando que el piloto del barco que los llevó de vuelta a España se los quiso quitar, pero que su padre, orgulloso:
[…] jamás lo consintió, diciendo que, pues los Reyes Católicos mandábanle por su carta que ejecutase lo que en su nombre mandase Bobadilla, y éste, por su autoridad y comisión, le había puesto los grillos, no quería que otras personas, que las de Sus Altezas, hicieran sobre ello lo que les pareciese; pues tenía determinado guardar los grillos para reliquia y memoria del premio de sus muchos servicios. Y así lo hizo, porque yo los vi siempre en su cámara, y quiso que fuesen enterrados con sus huesos.
Cuando lo recibieron en la corte, situada entonces en Granada, el 17 de diciembre de aquel año, los Reyes Católicos llegaron a disculparse ante Cristóbal Colón por el trato que había recibido, y le hicieron saber que no había sido su voluntad hacerlo preso. Creía el almirante, acompañado en esos días de sus hijos, que iba a conseguir algo más que buenas palabras de los monarcas, pero no fue así.
Ante la obviedad de sus fracasos políticos, los reyes despojaron a Colón de toda la autoridad que le habíanconcedido años antes en las Capitulaciones de Santa Fe, excepto del cargo de almirante y de sus privilegios económicos. En realidad no lo destituyeron como gobernador, sino que simplemente lo reemplazaron por otro, mientras que el cargo de virrey quedó en suspenso hasta que su hijo Diego lo recuperó en 1511, cinco añosdespués de fallecer su padre, sólo con carácter temporal y no hereditario. A pesar de desposeerlo de todo cuanto le habían dado, los reyes animaron a Colón a seguir explorando las nuevas tierras, con la única prohibición de volver a pisar la isla La Española. Y a pesar de todo lo aquí relatado, el almirante siguió empleando sus títulos de gobernador y virrey hasta su muerte, y como tal continuó firmando, sin que los reyes hicieran nada en contra.
Casi un año después, el 3 de septiembre de 1501, Colón perdió toda esperanza de recuperar sus poderes cuando los reyes nombraron a fray Nicolás de Ovando gobernador de las islas y tierra firme de las Indias. Su único consuelo fue que el nombramiento suponía quitar del mando al que se había convertido en uno de sus mayores enemigos, Francisco de Bobadilla. Ese mismo mes los reyes instaron a Bobadilla a devolver a Colón los beneficios económicos que en el tiempo transcurrido desde su detención se le habían requisado, y ordenaron a Ovando que en lo sucesivo respetara esos derechos adquiridos en 1492 en las Capitulaciones de Santa Fe. Según Hernando Colón, el descubridor había llegado a plantearse no volver a las Indias y descargar en su hermano aquellas responsabilidades, hasta que los reyes lo animaron a que emprendiera una nueva expedición, dejando a su hijo Diego al frente de sus reclamaciones ante la Corona. Sin duda, para los reyes era más cómodo tener al descubridor alejado de la Corte.
Preparó entonces Cristóbal Colón el cuarto y último viaje que lo llevaría al otro lado del océano. Como ha quedado reflejado en este relato, después de más de un año pidiendo a los reyes que lo dejaran volver a las Indias Occidentales, finalmente lo hizo por requerimiento de ellos, que, inquietos por las expediciones de los portugueses por oriente, le prometieron además que a su regreso le devolverían sus títulos y privilegios. Colón se trasladó de Granada a Sevilla y en poco tiempo preparó el viaje. Zarpó del puerto de Cádiz el 9 de mayo de 1502, con cuatro barcos –dos carabelas y dos barcas cantábricas– «de gavia de 70 toneladas de porte el mayor y el menor de 50» y ciento cuarenta hombres, acompañado de su hermano Bartolomé y de su hijo Hernando, que lo narró en primera persona en su Historia del almirante. Como en el primer viaje, en esta ocasión tampoco había ninguna mujer en la expedición.
Primero fue a Santa Catalina, «desde donde partimos el miércoles, 11, y al segundo día fuimos a Arcila, para socorrer a los portugueses que se decía estar muy apretados; pero, cuando llegamos, ya los moros habían levantado el sitio». Allí encontraron y dieron apoyo a algunos parientes de Filipa Moniz, la madre de Diego, de quien Hernando habla como alguien muy lejano: «Mujer que fue, como ya dijimos, del Almirante en Portugal». Después se dirigieron a las islas Canarias, y el 25 de mayo salieron de Gran Canaria y tardaron tan sólo dieciséis días en llegar a las Antillas. No pudieron desembarcar en La Española por la negativa de Ovando –que simplemente obedecía una orden de los reyes, algo que Colón en realidad ya sabía que pasaría–, lo que produjo gran congoja en sus hombres, temerosos de que los llevaran lejos y que si enfrentaban algún serio peligro no encontrarían remedio en aquella isla. Los reyes le habían prohibido también hacer esclavos y le habían instado a tratar correctamente a los tripulantes de su flota. Colón no pretendía tanto desembarcar allí como guarecerse durante unos días en su puerto ante la tormenta que se acercaba, y para cambiar uno de los barcos que llevaba, «que era poco velero y navegaba mal, y no podía sostener las velas si no se metía el bordo hasta cerca del agua, de que resultó algún daño en aquel viaje».
A su llegada a La Española, Colón advirtió a Francisco de Bobadilla de que se avecinaba una fuerte tormenta, pero este no le hizo caso y murió con gran parte de su flota cuando partió hacia España.
A pesar del agravio, el almirante tuvo la gentileza de advertir a la expedición que iba a devolver a su rival Francisco de Bobadilla a España de que el huracán que se acercaba, del que pretendía guarecerse en aquel puerto, hacía más prudente retrasar su partida. No atendieron a su consejo y fue la última travesía de su enemigo, que se hundió en el océano con veinticuatro de los barcos, más de quinientos hombres y un importante cargamento de oro. Hernando opina sobre este suceso: «Yo tengo por cierto que esto fue providencia divina, porque, si arribaran éstos a Castilla, jamás serían castigados según merecían sus delitos; antes bien, porque eran protegidos del obispo Fonseca, hubiesen recibido muchos favores y gracias; y por esta causa facilitó su salida de aquel puerto, hacia Castilla». También Colón y los suyos sufrieron las fuertes tempestades desde la misma noche que no pudieron desembarcar en La Española. Fondeada frente al puerto, la nave del almirante fue la única de las cuatro que resistió a los fuertes vientos. Las otras tres fueron arrastradas mar adentro y tardaron unos días en regresar al lugar acordado antes del incidente, el puerto de Azua, al mediodía de La Española. Allí, «contando cada uno sus desgracias, se halló que el Adelantado [Bartolomé Colón] había padecido tan gran riesgo, por huir de tierra, como marinero tan práctico; y el Almirante no había corrido peligro por haberse acercado a ella, como sabio astrólogo que conocía el paraje de donde podía venirle daño».
Colón dejó escrito que en ochenta y ocho días no había cesado la tormenta, que había ido deteriorando las embarcaciones y la salud de sus hombres y la suya propia. Sin haber podido pisar La Española, se dirigió a Jamaica para desde allí preparar su viaje a tierra firme. Debía reparar las naves y, sobre todo, dar un descanso a los marineros para que sanasen los enfermos. Pero el viento apenas les daba tregua. Según contaba en su relación de este viaje: «Allí se mudó de mar alta en calmería y grande corriente, y me llevó fasta el Jardín de la Reina sin ver tierra. De allí, cuando pude, navegué a la tierra firme, adonde me salió el viento y corriente terrible al opósito. Combatí con ellos sesenta días, y en fin no lo pude ganar más de setenta leguas».
Aquella expedición lo llevaría a bordear las costas que hoy pertenecen a Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá en busca de un paso que lo llevara a China antes de que llegaran los portugueses. Tan convencido estaba de triunfar, que tenía previsto regresar a Castilla por el oeste, dando la vuelta al mundo. No se le ocurrió enviar una expedición al interior cuando, casualmente, permaneció unos días anclado en la mismísima entrada del que hoy es el canal de Panamá, lo que habría cambiado mucho el resultado de aquella expedición. Pero él estaba obsesionado con encontrar las minas de oro que creía que existían en esa parte. Eso sí, se justificaba en su relación: «Cuando yo descubrí las Indias, dixe que eran el mayor senorío rico que ay en el mundo. Yo dixe del oro, perlas, piedras preciosas, espeçerías, con los tratos y ferias, y porque no pareció todo tan presto fui escandaliçado. Este castigo me hace agora que no diga salvo lo que yo oigo de los naturales de la tierra».
En la isla de Guanaja, frente a la costa hondureña, cuenta Hernando que la expedición se topó con:
[…] una canoa tan larga como una galera, y ocho pies de ancha, toda de un solo tronco, y de la misma hechura que las demás, la cual venía cargada de mercaderías, de las partes occidentales, hacia Nueva España, en medio de ella había un toldo de hojas de palma, no diferente del que traen las góndolas en Venecia, que defendía lo que estaba debajo, de manera que ni la lluvia, ni el oleaje podían dañar a nada de lo que iba dentro. Debajo de aquel toldo estaban los niños, las mujeres, los muebles y las mercaderías.
Se trata de una anécdota que da cuenta del comercio que algunos indígenas mantenían en el nuevo mundo. A pesar de las grandes riquezas que parecían tener los pueblos de esa zona de Centroamérica, Colón no continuó navegando hacia ellos, pues pensó que podría hacerlo en el futuro desde Cuba, y prefirió continuar buscando el paso a occidente «para descubrir las tierras de la especiería».
Aún en la costa de Honduras, Colón bajó a tierra el domingo 14 de agosto de 1502 para oír misa, y el miércoles siguiente determinó tomar posesión de aquella tierra en nombre de los reyes. Le recibieron más de cien indios cargados de provisiones, que los españoles cambiaron por «cascabeles, cuentas y otras cosillas». No lograron entenderse por la diferencia del idioma de esos nativos respecto a los ya conocidos. Hernando los describió así:
La gente de este país es casi de igual disposición que en las otras islas, pero no tienen las frentes anchas, como aquéllos, ni muestran tener religión alguna; hay entre ellos lenguas diferentes, y generalmente van desnudos, aunque traen cubiertas sus partes vergonzosas; algunos usan ciertas camisetas largas, como las nuestras, hasta el ombligo, y sin mangas; traen labrados los brazos y el cuerpo, de labores moriscas, hechas con fuego, que les dan parecer extraño; algunos llevan leones pintados, ciervos, castillos con torres y otras figuras diversas; en lugar de bonetes, traen los más ciertos pañetes de algodón, blancos y colorados; otros llevan colgando, sobre la frente, algunos mechones del pelo; pero cuando se componen para alguna fiesta, se tiñen la cara, unos de negro y otros de colorado; algunos se hacen rayas de varios colores en la cara; otros se tiñen el pico de la nariz; otros dan de negro a los ojos, y así se adornan para parecer hermosos, aunque verdaderamente parecen diablos.
El fracaso de la expedición, en definitiva, fue absoluto, y las continuas tempestades no consiguieron sino maltratar las embarcaciones y minar el ánimo de los hombres, empezando por su propio comandante. Tardaron más de setenta días en navegar sesenta leguas, debido a los vientos y las corrientes, hasta que el 14 de septiembre alcanzaron el cabo que por dicha dificultad fue bautizado cabo de Gracias a Dios, pues desde allí parecía que todo sería más fácil. Dos días más tarde, una de las naves, una cantábrica, se hundió y se llevó con ella a todos sus tripulantes cuando exploraba la desembocadura de un río de la actual Guatemala que, debido a este suceso, fue bautizado con el nombre de río de la Desgracia. El domingo 25 de septiembre llegaron a la tierra que Hernando describió como «de la mejor gente, país y sitio que hasta allí habíamos hallado, así porque era alta la tierra, de muchos ríos y copiosa de árboles elevadísimos, como porque dicha isleta era espesa como el basilicón, llena de muchos boscajes de árboles derechos, así de palmitos y mirobalanos, como de otras muchas especies, por lo que llamóla el Almirante, la Huerta». Allí permanecieron varios días, y el 2 de octubre, «habiéndonos detenido aquí más de lo que requería la presteza del viaje, prevenidos y aprestados los navíos de todo lo que necesitaban», antes de irse, el almirante envió a su hermano Bartolomé, el adelantado, ir a «reconocer los pueblos de los indios, sus costumbres y su naturaleza, con la calidad del país». Lo que descubrió éste llamó la atención de los españoles:
Lo más notable que vieron fue que, dentro de un palacio grande de madera, cubierto de cañas, tenían sepulturas; en una de ellas había un cuerpo muerto, seco y embalsamado; en otra, dos sin mal olor, envueltos en paños de algodón; sobre las sepulturas había una tabla, en que estaban algunos animales esculpidos; en otras, la figura del que estaba sepultado, adornado de muchas joyas, de guanines, de cuentecillas y otras cosas que mucho estimaban.
Interesado por la cultura de estos indios, que Colónentendió que era más avanzada que las que había encontrado hasta entonces, ordenó el almirante apresar a dos indios para que les sirvieran de guías por esa costa, para liberarlos más adelante. El viaje se reinició el 5 de octubre, y los indios apresados sirvieron de mediadores en los intercambios comerciales que Colón hizo en otras tierras que fue descubriendo, sin detenerse demasiado pues «el Almirante no cuidaba en este viaje más que de adquirir muestras», según Hernando.
Llegados algunos días de calma en aquella temporada de huracanes, los barcos se vieron rodeados de tiburones, que algunos veían similares a los buitres «que barruntan donde hay cuerpo muerto», y aprovecharon para cazar los que pudieron y comerlos, por las razones que explicaba Hernando:
Aunque algunos lo tuviesen por mal agüero, y otros por mal pescado, a todos les hicimos el honor de comerlos, por la penuria que teníamos de vituallas, pues habían pasado más de ocho meses que corríamos por el mar, en los que se había consumido toda la carne y el pescado que llevamos de España, y con los calores y la humedad del mar, hasta el bizcocho se había llenado tanto de gusanos que, ¡así Dios me ayude!, vi muchos que esperaban a la noche para comer la mazamorra, por no ver los gusanos que tenía; otros estaban ya tan acostumbrados a comerlos, que no los quitaban, aunque los viesen, porque si se detenían en esto, perderían la cena.
En enero de 1503 la expedición desembarcó en Santa María de Belén –«porque llegamos a dicho lugar el día de los Tres Magos»–, que se convirtió en la primera colonia española en tierra continental americana, aunque duró muy poco tiempo debido a la imprevisión del almirante. Allí, en la actual costa panameña, desembocaba el río Veragua, donde había oído que había minas de oro, y entraron en él hasta la población del mismo nombre, donde comenzaron a intercambiar oro por baratijas. Luego continuaron remontando el río en busca de las minas, que encontraron. Una vez hallado el lugar adecuado para construir la villa, Colón «comenzó con diligencia a disponer su mansión, y, para esto, en cuadrillas de diez, o de menos, como lo acordaban quienes hablan de quedar, que eran en total ochenta, comenzaron a edificar casas, a distancia de un tiro de lombarda de la boca del río, pasada una cala que está a mano derecha, entrando por el río, en cuya boca se levanta un montecillo».
Mapa del cuarto viaje, un absoluto fracaso que se habría matizado si Colón se hubiera dado cuenta de que había estado tan cerca de un nuevo y desconocido océano.
Decidido a acaparar todo el oro disponible en aquella tierra, fundó aquel fuerte sin tener en cuenta, por enésima vez, que los indios eran muy mansos, como él decía, hasta que la provocación de los colonos llegaba a un punto excesivo. Y él lo alcanzó tratando de despojar uno por uno a los indios de todo adorno aurífero que pudieran llevar encima. Cuando se disponía a regresar a España con las buenas noticias de aquel hallazgo, la temporada de lluvias cesó y dejó el río sin cauce suficiente, con las naves dentro sin poder alcanzar la costa. Y entonces, según Hernando, llegó a oídos del almirante que un cacique pretendía atacarles porque no quería que edificasen junto a aquel río. Fue por eso, justifica su hijo, que decidió apresar al jefe y a sus principales hombres para llevarlos a España como esclavos. El cacique Quibio logró huir y poco después unas lluvias facilitaron que las naos regresaran al mar, de modo que Colón decidió navegar a La Española a pedir ayuda antes de partir hacia la Península. Dejó en el fuerte a un grupo de hombres, que enseguida fueron asaltados por los hombres de Quibio, que dieron muerte a muchos de ellos. Los que sobrevivieron, abandonaron la fortaleza y se resguardaron en la playa, que les era más propicia para la lucha. El resto de los indios apresados en la flota de Colón lograron huir –los que no pudieron, se suicidaron esa misma noche–, y nadaron la legua que les separaba de tierra. Entonces Colón envió a un emisario a comprobar lo sucedido, y supo por este que sus hombres querían embarcarse con él y no quedar a merced de los indios. A punto había estado de repetirse la historia del fuerte La Navidad que el almirante había dejado en las Indias a su regreso del primer viaje, pero esta vez recogió a sus hombres.
Cuando tuvo que abandonar aquella posición, en abril, escribió Colón que los navíos «estavan todos comidos de broma y no los podía sostener sobre agua». La broma era un molusco que se pegaba a la madera y la deterioraba hasta destruirla. Tocó tierra durante nueve días y cuando por fin llegó el buen tiempo, trató de reemprender la navegación con aquella maltrecha flota. «Partí en nombre de la Sanctíssima Trinidad la noche de Pascua con los navíos podridos –escribiría más tarde–, abrumados, todos hechos agujeros. Allí en Belén dexé uno y hartas cosas. En Belpuerto hice otro tanto. No me quedaron salvo dos en el estado de los otros y sin barcas y vastimentos, por aver de pasar siete mil millas de mar y de agua o morir en la vía con fijo y hermano y tanta gente».
El 10 de mayo pasaron por «dos islas muy pequeñas y bajas, llenas de tortugas, de las cuales estaba tan lleno todo aquel mar, que parecían escollos, por lo que se dio a estas islas el nombre de las Tortugas», hoy denominadas islas Caimán. Los dos navíos que le quedaban estaban muy dañados y hacían agua por muchas partes del casco. El 13 de mayo hizo escala en la isla de Mango, y desde allí trató de dirigirse a La Española, sabedor de que era su única salvación y convencido de que esta vez le recibirían mejor que la anterior. Pero las tempestades volvieron a aparecer y, tras perder el rumbo, varias anclas, velas y amarres, apareció en otro lugar. Así lo dejó escrito:
Al cabo de seis días, que era ya bonança, volví a mi camino. Assí, ya perdido del todo de aparejos y con los navíos horadados de gusanos más que un panel de avejas y la gente tan acobardada y perdida, passé algo adelante de donde yo avía llegado de antes. Allí me tornó a reposar atrás la fortuna. Paré en la mesma isla en más seguro puerto. Al cabo de ocho días torné la vía y llegué a Janahica en fin de junio, siempre con vientos punteros y los navíos en peor estado; con tres bombas, tinas y calderas no podían con toda la gente bençer el agua que entrava en el navío, ni para este mal de broma ay otra cura. Cometí el camino para me acercar a lo más cerca de la Española, que son veintiocho leguas, y no quisiera aver començado. El otro navío corrió a buscar puerto casi anegado. Yo porfié la buelta de la mar con tormenta. El navío se me anegó, que milagrosamente me truxo Nuestro Señor a tierra.
Por si hubiera dudas sobre la certeza de su desgraciado viaje, Colón se preguntaba a continuación: «¿Quién creyera lo que yo aquí escrivo?», y él mismo se respondía: «Digo que de cien partes no he dicho la una en esta letra. Los que fueron con el Almirante lo testiguen».
Después de pasar junto a Cuba, por el Jardín de la Reina, se dirigieron a Jamaica, pues los vientos no permitían tomar rumbo a La Española. El día de San Juan llegaron a Puerto Bueno, donde pudieron reparar algunos desperfectos pero no recoger víveres. En Jamaica Colón no quiso desembarcar sino utilizar los barcos como fuerte, tras la mala experiencia con los indígenas de Belén. Pero esas naves ya no podían continuar navegando. Prácticamente aislado, ya sin barcos, el 7 de julio escribió una detallada relación del viaje, la carta en la que se puede leer el relato anterior y el que sigue. La escribió confiando en que los indios la hicieran llegar a La Española, y a tal fin envió dos canoas con un español, Diego Méndez de Segura, escribano mayor de la Armada, portador de la carta, acompañado de seis cristianos y diez indios en una, y de otros tantos en la otra, al mando del genovés Bartolomé Fiesco. Hernando describió así las canoas:
Porque parecía temerario el paso de una isla a otra, e imposible hacerle en canoas, como era necesario, porque son barcas de un madero cavado, como queda dicho, y hechas de modo que, cuando están muy cargadas, no salen una cuarta sobre el agua; a más era obligado que, para aquel paso, fuesen medianas, pues si fueran chicas, serían muy peligrosas; y si grandes, no servirían, por su peso, a un viaje largo, ni habrían podido hacer el que se deseaba.
Con estas palabras pedía ayuda el almirante, ahora náufrago: «Si place a Vuestras Altezas de me hazer merçed de socorro un navío que pase de sesenta y cuatro, con duçientos quintales de vizcocho y algún otro vastimento, abastará para me llevar a mí y a esta gente a España». Enseguida añadía un detalle que sin duda lo tenía disgustado: «A la Española no fuera yo, bien que los navíos estuvieran para ello. Ya dixe que me fue mandado de parte de Vuestras Altezas que no llegase a ella».
La misión de Fiesco, con la otra canoa, era regresar para informar de la llegada de su compañera a La Española, mientras que aquella continuaba las doscientas cincuenta leguas que le restaban costeando la isla hasta llegar a Santo Domingo. Diego Méndez encontró muchas dificultades para llegar a La Española en canoa, y a punto estuvo de fracasar, pero mayor debió de ser su desazón cuando, una vez alcanzado su destino, el gobernador Ovando no dejó de darle largas durante meses. Cuatro días tardaron en pasar a esa isla desde Jamaica, cuatro jornadas remando y racionando el agua. Por su parte, Fiesco no regresó nunca a dar cuenta de su misión, pues una vez llegados a La Española, ninguno de los hombres que iban con él, cristiano o indio, consintió en repetir tan ardua travesía. Mientras, en Jamaica, cuarenta y ocho hombres, comandados por el capitán Francisco de Porras, se amotinaron y, después de encerrar a los hermanos Cristóbal y Bartolomé, trataron de alcanzar La Española en canoa. Fracasaron y tuvieron que regresar, pero lo hicieron a otro lugar alejado del almirante, al que habían traicionado. Tratando de afrontar la tormenta que no les dejaba alejarse de la costa primero, ni regresar después, mataron al menos a dieciocho indios, a los que arrojaban al mar y, si trataban de subir de nuevo a las canoas, les cortaban las manos, según escribió Hernando Colón. En dos ocasiones más intentarían navegar hacia La Española, hasta que perdieron las canoas, que ni siquiera sabían manejar, de ahí que necesitaran a los indios.
Colón tuvo que luchar contra un grupo de amotinados en Jamaica, imagen que reprodujo en este grabado Theodore de Bry.
Padecía el almirante de gota en todos sus miembros, y apenas se podía levantar de la cama. También los indios se rebelaron contra Colón, al que habían proporcionadohasta entonces comida a cambio de baratijas, pero empezaron a pedir más a cambio, y dejaron de entregar las cantidades que los hombres, en su mayoría enfermos, necesitaban. En este caso, los conocimientos de astronomía del descubridor se hicieron valer y amenazó a los indígenas con la cólera de Dios por no ayudarle, y aseguró que esta se manifestaría con un oscurecimiento de la luna. Efectivamente, un eclipse de luna se alió con nuestro personaje para ayudarle a salir airoso de aquel trance. Así contó Hernando este episodio, en el que no ahorra loas a su padre:
Acordóse de que al tercer día había de haber un eclipse de luna, al comienzo de la noche, y mandó que un indio de la Española que estaba con nosotros llamase a los indios principales de la provincia, diciendo que quería hablar con ellos en una fiesta que había determinado hacerles. Habiendo llegado el día antes del eclipse los caciques, les dijo por el intérprete, que nosotros éramos cristianos y creíamos en Dios, que habita en el cielo y nos tiene por súbditos, el cual cuida de los buenos y castiga a los malos, y que habiendo visto la rebelión de los cristianos, no les había dejado pasar a la Española, como pasaron Diego Méndez y Fiesco, y habían padecido los peligros y trabajos que eran notorios en la isla; que igualmente, en lo que tocaba a los indios, viendo Dios el poco cuidado que tenían de traer bastimentos, por nuestra paga y rescate, estaba irritado contra ellos, y tenía resuelto enviarles una grandísima hambre y peste. Como ellos quizá no le darían crédito, quería mostrarles una evidente señal de esto, en el cielo, para que más claramente conociesen el castigo que les vendría de su mano. Por tanto, que estuviesen aquella noche con gran atención al salir la luna, y la verían aparecer llena de ira, inflamada, denotando el mal que quería Dios enviarles. Acabado el razonamiento se fueron los indios, unos con miedo, y otros creyendo sería cosa vana.
Cuando el eclipse comenzó, los indios empezaron a temer la ira del dios de aquellos extraños. Continúa así el relato de Hernando Colón:
Pero comenzando el eclipse al salir la luna, cuanto más ésta subía, aquél se aumentaba, y como tenían grande atención a ello los indios, les causó tan enorme asombro y miedo, que con fuertes alaridos y gritos iban corriendo, de todas partes, a los navíos, cargados de vituallas, suplicando al Almirante rogase a Dios con fervor para que no ejecutase su ira contra ellos, prometiendo que en adelante le traerían con suma diligencia todo cuanto necesitase. El Almirante les dijo quería hablar un poco con su Dios; se encerró en tanto que el eclipse crecía y los indios gritaban que les ayudase. Cuando el Almirante vio acabarse la creciente del eclipse, y que pronto volvería a disminuir, salió de su cámara diciendo que ya había suplicado a su Dios, y hecho oración por ellos; que le había prometido en nombre de los indios, que serían buenos en adelante y tratarían bien a los cristianos, llevándoles bastimentos y las cosas necesarias; que Dios los perdonaba, y en señal del perdón, verían que se pasaba la ira y encendimiento de la luna. Como el efecto correspondía a sus palabras, los indios daban muchos gracias al Almirante, alababan a su Dios, y así estuvieron hasta que pasó el eclipse. De allí en adelante tuvieron gran cuidado de proveerles de cuanto necesitaban, alabando continuamente al Dios de los cristianos; porque los eclipses que habían visto alguna otra vez, imaginaban que sucedían en gran daño suyo, y no sabiendo su causa, ni que fuese cosa que ha de suceder a ciertos tiempos, ni creyendo que nadie pudiera saber en la tierra lo que pasaba en el cielo tenían por certísimo que el Dios de los cristianos se lo había revelado al Almirante.
Pasó Colón la Navidad de 1504 enfermo y negociando con los indígenas, a pesar de su precario estado, para conseguir alimentos. El descubridor ya había emprendido el viaje con achaques en la vista y una artritis que lo postraba continuamente.
Antes de recibir ayuda de Ovando, después de ocho meses varados en aquel paraje, este envió un navío con la sola intención de informarse acerca de la situación de la expedición colombina. Escribió Hernando sus sospechas, dándolas por ciertas, al acusar a Nicolás de Ovando de evitar de este modo que Colón regresara a Castilla para que los reyes no le restituyeran sus privilegios, lo que supondría que él perdería el gobierno. Hasta junio de 1504 no llegó una carabela para sacarlos de allí, y fue Diego Méndez, y no Ovando, quien la envió. Antes de esto, incluso llegó a producirse un combate entre los hombres de Colón y los amotinados, en el que estos últimos fueron sometidos. Por fin, el 13 de agosto de 1504 Colón consiguió el permiso para pisar La Española, y se encontró con el frío recibimiento de Ovando, que liberó a los prisioneros amotinados en Jamaica.
Después de alquilar una nave y mantener a su lado a tan sólo veintidós hombres además de su hermano y su hijo, pues el resto decidieron quedarse en La Española, el 12 de septiembre tomó el camino de regreso a España. Nada más salir se rompió el árbol del navío; a pesar de ese percance, la navegación fue tranquila al principio, pero una vez recorrido un tercio del océano, cuenta Hernando que «nos embistió tan terrible tempestad, que puso a la nave en grande riesgo». Una vez recuperada la calma, se rompió entonces el árbol mayor en cuatro pedazos, problema que solucionó el almirante, en cama por la gota, con la ayuda de su hermano el adelantado. Todavía padecieron otra tempestad en la que se partió la contramesana, y al fin llegaron el 7 de noviembre a Sanlúcar de Barrameda, 19 días antes del fallecimiento de la reina Isabel la Católica en Medina del Campo (Valladolid). Colón se encontraba muy enfermo, y de allí fue a Sevilla, donde se estuvo reponiendo durante seis meses. El hecho de no poder visitar a la reina en su lecho de muerte lo hundió aún más. Ella había sido su auténtica defensora todos aquellos años, incluso cuando la magnitud de la empresa colombina hizo a los reyes romper unilateralmente los compromisos adquiridos en las Capitulaciones de Santa Fe. Según Hernando, Isabel «era la que le mantenía y favorecía, habiendo hallado siempre al Rey algo seco y contrario a sus negocios».
Una vez en España, de donde ya no volvería a salir, comenzó a luchar por la recuperación de los privilegios perdidos, que no alcanzaría a ver. Sus últimos seis años de vida, desde que fue desposeído por los reyes de todo cuanto había soñado y por lo que tanto había luchado, fueron de profunda depresión. En ningún momento desde entonces había dejado de pensar que se había cometido una gran injusticia con él, descubridor de una tierra que, lleno de soberbia, llegó a afirmar que era suya y que él, graciosamente, la había regalado a los reyes. Sin embargo, como se ha dicho tomando como fuente sus escritos, no le faltaba una posición económica más que relajada.
Aún mantuvo una última reunión con el rey Fernando, que trató de convencerlo de que renunciara definitivamente a sus derechos en las Indias a cambio del feudo de Carrión de los Condes, infinitamente más pequeño pero en España, a lo que se negó rotundamente. Según Hernando,
Su Alteza misma y la Serenísima Reina le enviaron cuando partió al mencionado viaje; pero, dando entonces las Indias y sus cosas muestras de lo que habían de ser, y viendo el Rey Católico la mucha parte que en ellas tenía el Almirante, en virtud de lo capitulado con él, intentaba quedarse con el absoluto dominio de las Indias, y proveer a su voluntad los oficios que tocaban al Almirante, por lo que empezó a proponerle nuevos capítulos de recompensa.
También cuando regresó retomó otros trámites, que había iniciado en 1502, para casar a su primogénito, Diego, con una dama de alta alcurnia. Los matrimonios de conveniencia eran una arraigada costumbre dentro de la nobleza, previa autorización de los reyes, y Colón estrenó su condición nobiliaria buscando una mujer para su hijo. En 1505, el ducado de Medina Sidonia y la Casa de Alba se disputaban el enlace con el heredero del almirante. Y aunque Colón parecía preferir al primero, el rey Fernando negó su permiso, más preocupado entonces de sus diferencias con Felipe el Hermoso, casado con Juana la Loca y a la sazón heredero de Castilla ante la incapacidad de su mujer.
Se estaba decidiendo el futuro de España, el mantenimiento de la unión de las coronas de Castilla y Aragón o la vuelta al statu quo anterior, y las dos casas que pretendían unir sus apellidos al de Colón estaban en diferentes bandos. Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, perdió su ocasión por encontrarse en el bando del yerno del rey. Los de Alba, por su parte, veían el terreno allanado para avanzar en sus ambiciones.
Al final, el fallecimiento de Felipe facilitó las cosas a Fernando, y en 1508 Diego Colón se unió en matrimonio con María de Toledo y Rojas, sobrina del segundo duque de Alba. Gracias a este enlace, Diego recuperó el cargo de gobernador de las Indias y tierra firme, en sustitución de Ovando.
Cristóbal Colón había fallecido en Valladolid dos años antes, el 20 de mayo de 1506, acompañado tan sólo de su hijo Hernando y de un fiel amigo del almirante, Diego Méndez. Su otro hijo, Diego, y su hermano Bartolomé se encontraban con la corte en Villafranca de Valcárcel, y su hermano Diego estaba en Sevilla. Un día antes había dictado su última voluntad al escribano Pedro de Hinojedo, en la que no hacía sino una confirmación del testamento de 1502, en el que nombraba a su hijo Diego su heredero universal:
[…] y non aviendo el hijo heredero varón, que herede mi hijo don Fernando por la mesma guisa, en non aviendo el hijo varón heredero, que herede don Bartolomé mi hermano por la misma guisa; e por la misma guisa si no tuviere hijo heredero varón, que herede otro mi hermano; que se entienda ansí de uno a otro el pariente más llegado a mi linia, y esto sea para siempre. E non herede mujer, salvo si non faltase non se fallar hombre; e si esto acaesçiese, sea la muger más allegada a mi linia.
Colón murió en Valladolid acompañado tan sólo de su hijo Hernando y de su fiel amigo Diego Méndez.
Asimismo, Colón explicaba que hasta ese momento no había recibido ninguna renta de las Indias, a pesar de lo que había acordado con los reyes, y pedía la parte acordada para repartirla entre los suyos: «Mi intençión sería y es que don Fernando, mi hijo, uviese d’ella un cuento y medio cada un año, e don Bartholomé, mi hermano, çiento y çincuenta mil maravedís, e don Diego, mi hermano, çien mil maravedís, porque es de la Iglesia. Mas esto non lo puedo dezir determinadamiente, porque fasta agora non e avido ni ay renta conoçida, como dicho es». Y, por si acaso, también se encargaba de pedir a su heredero universal que entregara una parte a sus familiares que dejó detallada en el testamento, y que se ocupara de proveer a Beatriz Enríquez, la madre de Hernando, para «que pueda bevir honestamente, como persona a quien yo soy en tanto cargo».
Dejó también en herencia las Capitulaciones de Santa Fe, que le habían otorgado prebendas que más tarde le habían sido retiradas, y el privilegio-merced dado en Granada el 30 de abril de 1492, que hacía hereditarios los cargos de almirante, gobernador y virrey, estos últimos también anulados más tarde. Asimismo dejó documentos que confirmaban estos anteriores, y todos ellos dieron razones a los herederos para continuar con los requerimientos que él comenzara en 1500 para recuperar sus privilegios. En 1508 Diego Colón llevó estos intereses por primera vez a la vía judicial en lo que se conoce como los Pleitos colombinos.
Treinta años tardaron en resolverse estas querellas, con numerosas sentencias intermedias que no contentaban a nadie y eran casi automáticamente recurridas. Por fin, el 28 de junio de 1536, con ciertas aclaraciones añadidas el 7 de julio siguiente, se dictó la sentencia arbitral de Valladolid, que si bien dejó algunos flecos sueltos, solucionó el pleito principal. Por ella se suprimieron el virreinato y la gobernación de las Indias pero se mantuvo hereditario el cargo de almirante de las Indias, que pasaría de Diego Colón a su hijo Luis tras su fallecimiento. Se constituyeron además los títulos de marqués de Jamaica y duque de Veragua para los herederos del descubridor, se dio carácter perpetuo a los oficios de alguacil mayor de Santo Domingo y de la Audiencia Insular y se concedieron tierras y rentas a los sucesores.
Cristóbal Colón falleció sin saber que las tierras en las que había querido distinguir Japón y China no eran tales sino un nuevo continente. Quedaba mucho por hacer cuando dejó este mundo y fueron otros los que, siguiendo sus pasos, cerraron una aventura que tanto le costó poner en marcha. En 1513, Vasco Núñez de Balboa alcanzó el Pacífico desde el mismo punto en el que nueve años antes había fondeado Colón sus naves, en su cuarto viaje, en busca de un paso hacia India. Unos años antes, Américo Vespucio, cosmógrafo y matemático florentino al servicio de la Corona española, había certificado que aquellas tierras constituían un nuevo continente, que acabó tomando su nombre muchos años más tarde. Ocurrió cuando el geógrafo y cartógrafo alemán Martín Waldseemüller, sin tener en cuenta el mapa que Juan de la Cosa dibujó en 1500, bautizó el nuevo continente en un libro, sobre La Geografía de Ptolomeo, cuyo éxito le dio amplia difusión al nombre de América.
Poco después de la hazaña de Núñez de Balboa, Fernando de Magallanes, navegante portugués también al servicio de la Corona española, logró bordear el continente por el sur, a través del estrecho que hoy lleva su nombre, y alcanzar el océano Pacífico. Llegó hasta las islas Filipinas, donde falleció, y fue Juan Sebastián de Elcano quien, al mando de la misión, alcanzó Sanlúcar de Barrameda en la que resultó ser la primera vuelta al mundo documentada de la historia.
También fueron otros los que, con sus sucesivas conquistas, descubrieron por fin los yacimientos de metales preciosos que Colón había prometido a los Reyes Católicos para lograr que estos financiaran su expedición. Hernán Cortés asimiló México a la Corona española, y Pizarro hizo lo propio con el Perú, y ese fue el momento en que la aventura transatlántica se convirtió en un negocio rentable.
Aunque tras su fallecimiento fue enterrado en Valladolid, Hernando Colón escribió que «su cuerpo fue llevado después a Sevilla, y enterrado en la iglesia mayor de aquella ciudad con pompa fúnebre». Añadía el hijo pequeño del almirante que Fernando el Católico ordenó que «para perpetua fama de sus memorables hechos y descubrimiento de las Indias» se le pusiera un epitafio con esta leyenda: «A Castilla y a León Nuevo Mundo dio Colón». Y, tras esta mención, escribió su propio epitafio, con el que concluía su Historia del almirante:
Palabras verdaderamente dignas de gran consideración y de agradecimiento, porque ni en antiguos ni modernos, se lee de ninguno que haya hecho esto, por lo que habrá memoria eterna en el mundo de que fue el primer descubridor de las Indias Occidentales; como también que después, en la Tierra Firme, donde estuvo, Hernando Cortés y Francisco Pizarro, han hallado muchas otras provincias y reinos grandísimos, pues Cortés descubrió la provincia del Yucatán, llamada Nueva España, con la ciudad de México, poseída entonces del Gran Montezuma, Emperador de aquellas tierras. Pizarro halló el reino del Perú, que es grandísimo y lleno de innumerables riquezas, poseído por el gran Rey Atabalipa; de cuyas provincias y reinos se traen a España, todos los años, muchos navíos cargados de oro, plata, brasil, grana, azúcar y otras muchas cosas de gran valor, además de perlas y otras piedras preciosas, por las que España y sus príncipes florecen hoy con abundancia de riquezas. LAUS DEO.