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Larga espera en Castilla

UN PROYECTO PARA EL MEJOR POSTOR

El Monasterio de la Rábida, de la Orden Franciscana, fue levantado a comienzos del siglo XV sobre un cerro rojizo desde el que se ven los ríos Tinto y Odiel. La sobriedad imprimida al edificio como reflejo de la sencillez franciscana no le resta una belleza especial, a la que contribuye, sin duda, su privilegiada ubicación. Las primeras referencias aparecen en una bula de 1412 del papa Benedicto XIII, en la que concedía una iglesia y una casa a fray Juan Rodríguez para que allí viviera con otros doce frailes. Diez años más tarde, por designio del papa Martín V, se amplió la licencia a otros doce frailes más. Las bulas papales son la principal fuente para tener conocimiento de aquellos primeros tiempos, y en otra de ellas, Sixto IV, en 1437, concedía indulgencias a los que colaboraran en las obras del monasterio, «que sirve para refugio de navegantes contra los moros y que a él acuden grandes masas de gente».

Colón fue otro de los visitantes que acudió al convento en busca de ayuda. Discuten algunos autores sobre la certeza de su visita en el año 1485, poco después de salir de Portugal, y mientras unos señalan el monasterio como destino del navegante, otros niegan que acudiera allí en aquella ocasión. Lo que sí queda fuera de toda duda es que Colón llegó a Castilla por mar, en mayo de 1485, al puerto de Cádiz o quizás al de Sevilla, y desde allí acudió a Huelva para ver a su cuñada, Violante Moniz de Perestrello, hermana de la difunta Filipa, y dejar a su hijo Diego a su cuidado. Al poco tuvo que acudir a Génova, enterado del mal estado de salud de su padre, y llegó a su lecho de muerte en el mes de agosto. No dudó Colón en aprovechar su viaje para exponer su proyecto de navegación hacia occidente al Ufficio di San Giorgio, una vez más sin el resultado esperado.

Dejó escrito Hernando Colón en su Historia del almirante que, al tiempo que se disponía a ofrecer a los Reyes Católicos su proyecto de navegación a las Indias por Occidente, envió a Inglaterra a su hermano Bartolomé, «el cual, aunque no tenía letras latinas, era hombre práctico y entendido en las cosas del mar, y sabía muy bien hacer cartas de navegación, esferas y otros instrumentos de aquella profesión, en lo que había sido instruidopor el Almirante, su hermano». Y aunque la idea terminó gustando a Enrique VII, el tiempo jugó en su contra por los problemas que Bartolomé encontró en su camino: «Quiso su suerte que cayese en manos de corsarios, los cuales le despojaron, como también a otros de su nave. Por cuyo motivo y por la pobreza y enfermedad que en tan diversas tierras le asaltaron cruelmente, prolongó por mucho tiempo su embajada hasta que, adquirida un poco de autoridad con los mapas que hacía, comenzó a tener pláticas con el rey Enrique VII, padre de Enrique VIII, que al presente reina, al cual presentó un mapamundi [...]». Y según concluye la narración: «Visto el mapamundi y lo que le ofreció el Almirante, con alegre rostro aceptó su propuesta, y lo mandó llamar. Pero, porque Dios la guardaba para Castilla, ya el Almirante en aquel tiempo había ido y tornado con la victoria de su empresa según se contará más adelante».

PRIMEROS CONTACTOS CON LOS REYES CATÓLICOS

De regreso a Castilla desde Génova, Colón, determinado a proponer su proyecto a los Reyes Católicos, fue en busca de la corte, que en aquellos días, en una época en que la Reconquista estaba tocando a su fin, tenía un carácter itinerante, sin una capitalidad definida, por lo que la conformaba un séquito en constante movimiento. Después de acudir en pos de esta a Córdoba y a Sevilla, consiguió su primera entrevista en Alcalá de Henares, el 20 de enero de 1486, gracias al monje jerónimo fray Hernando de Talavera, quizá por mediación de otro fraile, el franciscano fray Antonio de Marchena. Aquella audiencia produjo diferentes reacciones en los monarcas. Mientras que Fernando se mostró desinteresado, frío y distante, Isabel atendió a su exposición y decidió someter los planes de Colón a una comisión de expertos, del mismo modo que se había hecho previamente en Portugal. También le procuró alojamiento en Salamanca por unos meses, tratando de retenerlo para que el proyecto no cayera en otras manos.

Era fray Antonio de Marchena un religioso muy cercano a los reyes y que desde el primer momento vio con buenos ojos las ideas de Colón, al que defendió cuando los monarcas lo llamaron a Madrid el 24 de febrero de 1486, un mes después de haber conocido a aquel personaje misterioso que venía a proponerles la conquista de nuevas tierras.

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Tras unir por su matrimonio las Coronas de Castilla y Aragón, los Reyes Católicos se lanzaron a la expansión por el resto de la península ibérica.

Los Reyes Católicos, con su matrimonio, habían formado una gran potencia que sumaba el reino de Castilla, de Isabel, y el de Aragón, de Fernando. Pero entre ellos también hubo un reparto equitativo, y así, encuanto a la mar, Aragón se reservó las aguas del Mediterráneo y Castilla, la gran rival de Portugal, asumió la navegación por el Atlántico. Es esta una de las razones por las que el interés de Isabel era mucho mayor que el de Fernando. En el momento de aquella primera entrevista, en 1486, Isabel y Fernando contaban treinta y cinco y treinta y cuatro años, respectivamente; eran algo más jóvenes que Colón, de casi cuarenta años, si aceptamos que nació en 1446.

Aunque el proyecto de Colón tuvo que esperar aún algunos años, la mediación del franciscano fray Antonio de Marchena y la determinación del nauta dieron pie a que Isabel y Fernando lo admitieran en la corte cuando se desplazaron de nuevo, en abril de aquel año, de Alcalá a Córdoba, con paradas en Segovia, Medina, Béjar y Guadalupe. Una vez en la ciudad andaluza, Colón conoció el informe desfavorable de la comisión encargada por los reyes para analizar su proyecto. Pero la negativa real fue acompañada de seis mil maravedíes de ayuda, como agradecimiento al trabajo realizado y, seguramente, con la intención de la reina de mantener cerca a ese personaje al que en ese momento no podía atender, pero cuyo proyecto podía ser muy provechoso.

Seguramente, por tanto, este informe constituía tan sólo una prórroga que se daban unos monarcas empeñados, antes de nada, en expulsar de la Península a los pocos musulmanes que en ella quedaban. Al menos, no fue una negativa rotunda y, de hecho, al poco, Isabel y Fernando llamaron a Colón a Málaga y, con buenas palabras y sin renunciar a su proyecto, le dieron otra ayuda, esta de cuatro mil maravedíes. Marcharon después los reyes a Aragón, ya a mediados de 1487, acompañados de su corte itinerante, y Colón se quedó en Córdoba, donde conoció a la joven huérfana Beatriz Enríquez de Arana, que en agosto de 1488 dio a luz a Hernando Colón, un hijo ilegítimo ya que nunca llegó a casarse con ella, pero que le acompañaría durante la mayor parte de su vida.

ENTRE LA SUPERVIVENCIA Y LA BÚSQUEDA DE APOYOS

Los diez mil maravedíes que le habían dado los reyes no eran suficientes para vivir mucho tiempo, especialmente cuando estaba alejado de la mar, y Colón sobrevivió en Córdoba con lo que mejor sabía hacer, vendiendo cartas de navegación que él mismo elaboraba. El experimentado marino había desarrollado una gran habilidad en la confección de cartas marinas, y durante los años que trató infructuosamente de obtener el favor de los reyes, uno de los medios de subsistencia que encontró fue la venta de estos valiosos instrumentos. Ya entonces, antes de su viaje descubridor, llegó a dibujar mapamundis en los que representaba una tierra esférica.

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Carta celeste de las nueve esferas que se atribuye a Cristóbal Colón.

Pero el navegante seguía empeñado en hacer realidad su proyecto y no obtenía respuesta en Castilla. Así pues, a comienzos de 1488 escribió a Juan II de Portugal para volver a ofrecérselo, y el monarca luso le respondió con una carta, el 20 de marzo, en la que lo invitó a visitarle. Con la aprobación de los Reyes Católicos, Colón acudió en junio a Lisboa y en octubre regresó a Sevilla sin haber logrado una respuesta positiva, empeñado como estaba Juan II en eliminar las islas Canarias de la ruta colombina y reemplazarlas por algunas de las portuguesas que había en ese océano. Pretendía así el rey que si alcanzaba tierra al otro lado del océano, Castilla no pudiera reclamar una parte del botín. Colón, que sabía que sólo los vientos que nacían en las Canarias le ayudarían a llegar a su destino, no dio su brazo a torcer.

En su segunda llegada a Castilla, se entrevistó con los duques de Medina Sidonia y de Medinaceli. Si bien el primero, Enrique de Guzmán, no dio credibilidad a las ideas de Colón, el segundo optó por apoyarle, y después de acogerlo en su casa durante dos meses le procuró una nueva entrevista con los reyes. Luis de la Cerda, quinto conde y primer duque de Medinaceli, era a la sazón descendiente directo de Alfonso X el Sabio. Por mediación del cardenal Mendoza, en mayo de 1489 recibió la llamada de la reina Isabel, que se encontraba en Jaén. Mendoza acompañó a Colón a esta decisiva entrevista en la que la reina prometió al navegante atender su demanda, una vez cumplido el que era entonces su principal objetivo: la conquista de Granada.

Por fin había encontrado un patrocinador para su expedición, pero la conquista de Granada se demoró más de lo que a él le habría gustado. Además, durante aquella tensa espera, el descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por parte de los portugueses, que abríauna ruta marítima hacia la India rodeando el continente africano, restó interés a la opción colombina de alcanzar esas mismas tierras por el poniente.

En 1490, en Sevilla junto a la corte, un informe desfavorable sobre su plan le quitó esperanza. Fue en los días en que asistió a la boda, en esta misma ciudad, de la infanta Isabel con el heredero de la Corona portuguesa, el príncipe Alfonso. Su desesperación lo empujó a ofrecer su proyecto a Carlos VIII, rey de Francia. Mientras los Reyes Católicos preparaban desde Sevilla, entre noviembre de 1490 y abril de 1491, un nuevo ataque sobre Granada, Colón meditaba una posible entrevista con el rey francés. A pesar de la oposición del duque de Medinaceli, en otoño de 1491 viajó a Huelva para recoger a su hijo Diego, con la intención de dejarlo en Córdoba con Hernando y con la madre de este, para partir rumbo al norte.

Es en este viaje en el que las crónicas más fiables hablan de la primera visita de Colón a La Rábida. Y con toda seguridad debió de acercarse a sus puertas con cierto conocimiento de la hospitalidad de aquellos frailes, ya que la localidad de Palos no era precisamente un lugar de paso, rodeada de marismas. Aunque es posible, como quedó escrito años más tarde en los Pleitos colombinos, que Colón viera el convento cuando se dirigía a Palos para llegar a Huelva a través de la ría.

EL APOYO DE LOS FRAILES DE LA RÁBIDA

De cualquier modo, el ambicioso marino pasaba por una lamentable situación económica, y la ayuda de los frailes era poco menos que necesaria para él en aquel momento.

El hecho es que nuestro personaje llamó a la puerta del Monasterio de la Rábida acompañado de su hijo Diego, y fue acogido por los frailes, que dieron pan y agua al pequeño. Uno de ellos, fray Juan Pérez, se interesó especialmente por aquel extraño visitante y le preguntó por su procedencia. Como siempre misterioso acerca de sus orígenes, Colón sólo indicó que venía de la corte de Castilla, y luego pasó a contarle qué le había llevado a ver a los reyes.

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Fresco en el monasterio de la Rábida que representa a Colón explicando a los monjes su proyecto de navegación.

El interés de fray Juan aumentó con este relato y Colón se hospedó en el convento junto a su hijo. La localidad de Palos contaba con un importante puerto y con marinos de prestigio, entre los que se contaban los hermanos Pinzón. El buen fraile contactó con un amigo suyo, el físico de Palos, y ambos se reunieron con Colón en el convento.

A raíz de ese encuentro, fray Juan escribió urgentemente a la reina para lograr un compromiso que frenara la partida de Colón a Francia. Y logró retenerlo los catorce días que tardó en llegar la respuesta. En ella, la reina llamaba a la corte a fray Juan Pérez, su antiguo confesor, y de resultas de su encuentro con él decidió recibir de nuevo al navegante, al que envió veinte mil maravedíes para que se presentara correctamente vestido ante ella y el buen fraile. La decisiva audiencia se celebró a finales de 1491, tan sólo unos días antes de que Colón presenciara con sus propios ojos la definitiva toma de Granada.

El 26 de abril de 1491 el ejército de Isabel y Fernando, dispuesto esta vez a poner sitio a Granada hasta que esta cayera, se estableció junto al ya escueto reino musulmán con entre cincuenta mil y ochenta mil hombres. Después de varios cercos que se habían levantado con la llegada del invierno, esta vez tenía que ser la definitiva y no hubo retirada de ningún tipo. Para reforzar su acoso sobre Granada, los reyes hicieron arrasar vegas, cultivos y árboles que pudieran servir de abastecimiento al enemigo. Además, levantaron una auténtica ciudad, Santa Fe, que, lejos de ser un simple campamento, se construyó con ladrillo para resistir el frío. Desde la nueva ciudad se podía observar perfectamente la vecina Granada.

Después de la relativa indiferencia con que los Reyes Católicos trataron a Colón hasta que su principal objetivo, la conquista de Granada, fue una realidad y los largos ocho siglos de presencia musulmana en la Península pasaron a la historia, por fin el almirante pudo defender su proyecto sin obstáculos de ningún tipo, más allá de la incredulidad de muchos de los que le escucharon.

Una vez tomada Granada, Colón fue de nuevo recibido por los reyes. Afortunadamente, contaba ya con influyentes amistades, pues de esa reunión no obtuvo más que una negativa ante las desproporcionadas exigencias que el marino hacía a cambio de lo que entonces no era más que un futurible. En concreto, Colón exigió ser nombrado gran almirante de la Mar Océana y virrey de todas las tierras que descubriese, además de un diez por ciento de los beneficios generados por la expedición. Fue el rey Fernando quien, airado, puso fin a la entrevista con una rotunda negativa. Seguían pesando en las mentes de los reyes otros proyectos futuros más palpables que la conquista de un nuevo mundo por entonces casi ilusorio. Entre estos proyectos, ya estaba en gestación la expulsión de los judíos de la Península, un edicto que se firmaría el 30 de marzo siguiente.

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Imagen de Enrique VII de Inglaterra, otro de los monarcas que tuvieron acceso al plan de Colón. A su lado Carlos VIII de Francia, que supo tarde del proyecto de Colón e informó a Bartolomé del éxito de su hermano.

LAS CAPITULACIONES DE SANTA FE

Mientras abandonaba apesadumbrado Granada, meditando de nuevo un viaje a Francia, el buen hacer de personajes como fray Juan Pérez y fray Hernando de Talavera logró convencer a los reyes del interés del proyecto colombino, y un correo partió inmediatamente tras él para hacerlo regresar. Un judío converso, el tesorero del reino Luis Santángel, también contribuyó a convencer a la reina cuando se ofreció a adelantar el dinero personalmente, unos dos millones de maravedíes.

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La rendición de Granada pintada por Francisco Pradilla en 1882.

Cerca de tres meses duraron las negociaciones que emprendieron fray Juan Pérez, en nombre de Colón, y Juan de Coloma, en representación de los reyes. El 17 de abril de 1492, en el Real de Santa Fe, el marino y los Reyes Católicos firmaban por fin las Capitulaciones de Santa Fe, el contrato con el que los monarcas se comprometían a apoyar a Colón en su misión y le concedían importantes prebendas. Este documento, cuidadosamente redactado por el navegante, incluía sus ambiciosas exigencias a cambio de ceder a Isabel y a Fernando aquellas tierras que descubriera.

En el preámbulo ya avanzaba: «Las cosas suplicadas e que vuestras altezas dan e otorgan a don Cristóbal de Colón en alguna satisfacción de lo que ha descubierto en los Mares Océanos y del viaje que agora, con el ayuda de Dios ha de facer por ellas en servicio de Vuestras Altezas, son las cosas que se siguen». Por cierto, que esa mención a lo que «ha descubierto» es otro de esos flecos que nuestro misterioso personaje ha donado a la historia para sembrar la duda, en este caso sobre el conocimiento previo de las tierras a las que pretendía viajar, quizá por el testimonio de algún marino que ya hubiera estado al otro lado del océano, tal como cuentan algunos cronistas. Una teoría que para algunos es apoyada por las palabras que los reyes escribieron a Colón el 16 de agosto de 1494, entre las que destaca esta frase: «Parécenos que todo lo que al principio nos dixistes que se podía alcanzar, por la mayor parte todo ha salido cierto, como si lo hobiérades visto antes que nos lo dixérades».

Pero el capítulo de las exigencias de Colón, que sin duda alguna había influido determinantemente en las negativas recibidas hasta el momento en Portugal, Génova y Castilla –e incluso en Inglaterra, adonde habríaido su hermano Bartolomé en 1485 para exponer el proyecto colombino a Enrique VIII–, es el más curioso de todos por cuanto los Reyes Católicos sucumbieron a tan ambiciosas pretensiones, que llegaban a tal punto que sus aspiraciones políticas lo convertirían en el segundo dignatario de Castilla tras la reina Isabel. Colón pretendía el cargo de almirante de todos los territorios que descubriera, para él y para sus herederos, además del de virrey y gobernador de esas tierras, con potestad también para nombrar funcionarios, y el tratamiento de Don. Se equiparaba de este modo con el almirante de Castilla, con sus mismos privilegios, y además pedía para su hijos Diego y Hernando el nombramiento como pajes del príncipe Juan.

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Documento de las Capitulaciones de Santa Fe firmado por los reyes y Colón.

En cuanto a las pretensiones pecuniarias, exigía cobrar una quinta parte de las mercancías y una décima parte de los tesoros conseguidos, y participar con un octavo en cualquiera de las expediciones comerciales que se emprendieran, lo que suponía a su vez una octava parte de los beneficios. Además, él ejercería de juez ante los pleitos comerciales que pudieran surgir.

Uno de los aspectos más llamativos de este tratado es que se daba por supuesto que Colón iba a descubrir nuevas tierras y a obtener poder político sobre ellas y beneficio económico de su explotación, mientras que no se mencionaban las especias que supuestamente iba a buscar en su inicialmente prevista expedición a las Indias.

LOS PREPARATIVOS

Una vez firmadas las Capitulaciones de Santa Fe, el 12 de mayo Colón emprendió el retorno a Palos, que casi se había convertido en su hogar, determinado a partir de allí con su expedición. No iba investido de las mercedes que había logrado arrancar de los reyes, pues estas se harían realidad tan sólo a partir del momento en que su misión tuviera el éxito pretendido. El 30 de abril, sin embargo, los monarcas habían firmado un nuevo documento en el que otorgaban a Colón el permiso de usar ya el tratamiento de Don y hacían vitalicios y hereditarios los cargos de virrey y gobernador.

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Mientras Colón preparaba su viaje, los Reyes Católicos, ya instalados en Granada, firmaron el decreto de expulsión de los judíos.

El apoyo de los frailes de La Rábida no sólo le había servido para encontrar el apoyo de los reyes, sino que también le pusieron en contacto con un personaje sin el que muy probablemente no habría logrado alcanzar su objetivo: el armador y experto navegante Martín Alonso Pinzón, que era a la sazón un gran apasionado de las expediciones en busca de nuevos territorios.

Antes de su primer contacto con el experimentado marino, ya había comenzado a tratar con las gentes de Palos en busca de embarcaciones y una tripulación para emprender su viaje. El marino había llegado a la localidad onubense con una carta de los reyes para el alcalde, Diego Rodríguez Prieto, que ordenaba la construcción de dos carabelas para ponerlas al servicio de Colón. La villa de Palos estaba obligada a este trabajo para resarcir a los reyes de «algunas cosas fechas e cometidas por vosotros en desserbiçio nuestro», hechos que no quedan constatados.

Hasta que el afamado Martín Alonso Pinzón se unió a la expedición, el genovés no había encontrado más que rechazo en la población, a la que no conseguía convencer de su proyecto. Es más que probable que el carácter de Colón, al que algunos coetáneos describieron como soberbio, misterioso y convencido de ser un instrumento divino, no facilitara su labor de enrolamiento. También influyó la desconfianza que inspiraba un extranjero que traía un proyecto que parecía una locura a gente que no estaba dispuesta a adentrarse en el océano. El hecho es que Colón no consiguió convencer a nadie cuando el 23 de mayo congregó a los ciudadanos y a las autoridades de Palos en la iglesia de San Jorge para requerir el cumplimiento de la orden real.

La solución vino por la vía de los hermanos Pinzón. Junto a Martín Alonso Pinzón, que además iba a poner a disposición, en principio, una carabela propia –cosa que luego no sucedió–, se enrolaron sus hermanos Francisco Martínez Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón y el piloto Juan de la Cosa. A partir de ahí, la tripulación se completó sin dificultad, y sin necesidad de recurrir al reclutamiento forzoso de presos de las cárceles andaluzas, como se llegó a plantear Colón y como algunos historiadores sugieren que ocurrió, a pesar de las dificultades que personajes de tal ralea le habrían causado en el viaje. Los Pinzón se encargaron de la administración de la empresa, armaron los barcos y reclutaron a los marineros, además de anticipar dinero de su bolsillo. Quedaba así organizada la flota descubridora más trascendental de la historia. También se unieron a la expedición otros tres hermanos, los Niño, de la vecina localidad de Moguer. En este caso no debieron de hacerlo de muy buena gana, pues la Niña, que era de uno de ellos, fue requisada para el viaje.

Para que el puerto de partida de la expedición tuviera un rango real, los monarcas compraron la mitad de la villa, por 16.400.000 maravedíes, a los hermanos Silva. Y es que en aquella época muchos de los puertos eran de carácter privado, y los reyes, en la costa andaluza, sólo poseían los de Sevilla, Málaga, Almería y los del litoral granadino, que habían conquistado a los musulmanes.

LA NAVEGACIÓN DE LA ÉPOCA

Preparar unas embarcaciones adecuadas para emprender tan arduo viaje no era sencillo. La experiencia marítima, que había proliferado en gran medida a lo largo del siglo XV gracias a las numerosas expediciones que por fin habían osado adentrarse en las duras y desconocidas aguas del océano, había influido notablemente en la industria naval. El refuerzo de los cascos con tablas a tope –técnica que mejoraba la estanqueidad al tiempo que optimizaba la capacidad de carga–, el aumento del tamaño de algunas velas y el invento del rizo para recogerlas, las mejoras conseguidas para construir mayores mástiles y fijarlos bien a la estructura, la reducción de la longitud de la quilla... todo fueron avances para conseguir una mayor resistencia a las olas y un mejor aprovechamiento de la fuerza del viento.

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Réplicas de la Pinta, la Niña y la Santa María construidas en Cádiz y que se exhibieron en la Exposición Mundial Colombina de Chicago en 1893, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América.

La nao Santa María y las carabelas Pinta y Niña no destacaban precisamente por su tamaño, más bien mediano. De cien y ciento cincuenta toneles la Santa María –el tonel era la medida empleada para el arqueo o cabida de las embarcaciones, y equivalía a cinco sextos de tonelada–, sus acompañantes tenían unos ciento quince y ciento cinco, respectivamente. En cuanto a los tripulantes, un total de noventa embarcaron en el primer viaje: cuarenta en la Santa María, treinta en la Pinta y veinte en la Niña. Si esta última había sido requisada a Juan Niño, la otra fue igualmente requisada a otra familia de Moguer, los Quintero, mientras que la nao, que según algunos historiadores era en realidad otra carabela pero de mayor tamaño, fue arrendada por Juan de la Cosa.