{capítulo 2}

Más allá del parabrisas del coche de Lexi, la oscura cordillera era una dentada hoja de sierra que partiría el cielo en dos si el viento empezaba a soplar de nuevo. Crag’s Nest dormía, los escasos semáforos parpadeaban en amarillo y no había otros coches bloqueando el estrecho puente de piedra que separaba su sencillo vecindario del ostentoso distrito histórico y de las trampas para turistas. Le tomó sólo cinco minutos en vez de los ocho habituales llegar a casa. El comentario de Ward sobre ver a Molly en la escuela quemaba la parte posterior de la garganta de Lexi.

Pasó cada segundo del camino lamentando las decisiones que había tomado y que habían dado lugar, aunque fuera de forma indirecta, a la visita de Ward. Hasta cierto punto, su exigencia no debería haberla tomado por sorpresa. Ella sabía que en verdad él era un miserable. Después de arrastrar a su marido al cenagoso arroyo de la adicción a la meta, Ward se había esfumado al mismo tiempo que el mundo de Lexi se escindió de su eje: fue el año que Norm mató a Tara, que Grant huyó y que su padre perdió la cabeza.

La marcha de Ward de su vida había sido como aliviar un peso, aunque ella no podía atribuirse el mérito. Siempre había creído que una vez que Norm cayera y Grant escapara, ella ya no le era útil a Ward. Lo que hizo la acusación sobre su rechazo aún más confusa.

Las intenciones de Ward con respecto a la libertad condicional de Norm eran un misterio. Su declaración no podía garantizar la liberación de aquel hombre e incluso podría ser puesta en entredicho si la junta para la libertad condicional descubría la verdad de su relación con Norm. Durante un fugaz segundo se preguntó si hacer aquello que Ward le había pedido sería el mejor modo de mantener su secreto oculto.

¿Cómo le explicaría Lexi la declaración a su madre?

La pregunta más apremiante era cómo pasar por esto sin dañar a Molly. Si su hija estaba a punto de encarar las consecuencias de la decisión más estúpida que Lexi había tomado nunca, Lexi no sabía qué haría. No había niña más valiosa sobre la faz de la tierra que ella. Todo el amor que Lexi había querido siempre derramar sobre otro ser humano (el amor vertido y perdido sobre los puños cerrados de Grant) había sido acogido por las manos abiertas de Molly.

Lexi entró con el ladeado Volvo en un hueco que no era un aparcamiento en la acera que llevaba a su apartamento. El coche chirrió cuando ella salió. Cerró la puerta y pasó por delante del guardabarros delantero en un ángulo estrecho. Sus pies dieron con un objeto metálico que primero se inclinó y después hizo un ruido estrepitoso.

—Oh, no.

Los pintores que habían estado retocando las macetas antes de la siembra de primavera se habían olvidado un bote. Una pequeña laguna de látex negro se formó en el asfalto, al borde de la lata. Lexi se apartó de su alcance y con cautela la recogió por el asa y la transportó por el camino hasta la puerta de su casa. La dejaría en el exterior y se la llevaría al encargado por la mañana.

La lámpara de la salita brillaba a través de la ventana a su derecha. La compañera de piso de Lexi probablemente se había quedado dormida en el viejo sillón La-Z-Boy. Gina tenía su propia cama y su propio escritorio para estudiar en su propia habitación, pero la eterna estudiante caía rendida de sueño la mayoría de las noches con algunos densos textos universitarios en su regazo.

Lexi tomó nota mentalmente: Ventana: cerrada. Pasador robusto aún en su sitio en el riel. Esperaba que Gina estuviera durmiendo o leyendo, y no haciendo algo inimaginable.

Oh, déjalo.

Culpaba al asesinato de Tara de su tendencia a saltar sobre imaginarios trenes fugitivos. Si Ward cumplía lo que había dicho, no le haría nada a ella o a Molly antes de la vista de Norm.

En el lado izquierdo de la entrada otra ventana daba a la minúscula cocina. Unas cortinas de café a cuadros cubrían la mitad inferior del cristal. Los pestillos estaban en vertical, en la posición de cerrados. Gina sabía que no debía dejar ninguna ventana o puerta abierta. Lexi sermoneó a Gina el primer verano que vivió con ellas hasta que lo pilló. Debajo de la ventana un macetero aún contenía las plantas que habían muerto meses atrás en la primera helada de octubre.

La cortina golpeó a Lexi en la espalda mientras ella introducía su llave en la cerradura. Se atascó, pero al final movió el pestillo y lo liberó de la jamba. La puerta se deslizó y se abrió. La parte inferior de la cortina rozó el talón de su zapato cuando entró y atravesó el pequeño vestíbulo.

El asiento reclinable de Gina estaba vacío. Su libro de texto yacía abierto en el suelo debajo de un marcador fluorescente destapado y un bloc de notas. Su gruesa Biblia hacía equilibrios en el brazo del asiento.

Lexi cerró la puerta, echó el pestillo y fue directo a la habitación que ella y Molly compartían.

Las tablas del suelo en el exterior de la puerta chirriaron. Esta vez no intentó evitarlas, agarrando el pomo y empujando la puerta, a medias esperando despertar a Molly de su pacífico sueño para así poder disfrutar del buen momento de arroparla de nuevo. La lámpara de lava de la niña que servía de luz nocturna arrojaba un brillo rosado sobre la habitación del tamaño de una caja de zapatos.

Molly estaba como siempre: roncando boca abajo, con un brazo colgando del colchón queen size. Su boca abierta era todo lo que la fina sábana y la raída manta dejaban ver, cubriendo el resto de su cuerpo. Dormía cruzada en diagonal sobre la cama y reivindicaba que aquello era porque quería mantener caliente el lado de Lexi.

Lexi relajó los hombros ante aquella bella estampa. Se inclinó y besó a Molly detrás de la cabeza, y después apartó con delicadeza el pelo de la niña de su mejilla. Rodeando los pies de la cama, Lexi levantó la cortina y comprobó la puerta corredera de cristal que llevaba a las zonas comunes traseras: pestillo asegurado, pasador en su sitio. Dos de las tres lámparas del patio estaban apagadas. La restante arrojaba un débil haz de luz sobre la hierba salpicada de malezas. A aquella hora nadie vagabundeaba. Soltó la cortina.

No había nada fuera de lugar en la habitación.

Molly se revolvió y dijo algo sobre fideos, y de nuevo volvió a respirar pesadamente.

Lexi volvió al recibidor para buscar a Gina. Las dos mujeres se conocían desde que tenían dieciséis años, así que cuando Gina necesitó un lugar donde quedarse y Lexi alguien que cuidara de Molly, llegaron a un acuerdo: Lexi la dejaba vivir en la segunda habitación sin pagar alquiler a cambio de hacerle de canguro a Molly por la noche. Gina llevaba seis años en su tardía licenciatura y calculaba que podría graduarse en el Instituto Bíblico de Riverbend el próximo otoño si se mantenía concentrada. La decisión de sus padres de dejar de pagarle su modo de vida le ofreció un considerable incentivo.

La lámpara del escritorio en la habitación de Gina dibujaba una franja amarilla bajo la puerta. Lexi llamó con los nudillos suavemente. Cuando su amiga no contestó, Lexi tuvo cuidado en abrir la puerta de forma inadvertida.

Gina estaba inclinada sobre su portátil, en el escritorio, desplomada hacia delante en una de las sillas de la mesa de la cocina. Su frente reposaba sobre el touchpad, y su cabello amarillo paja le cubría los hombros. El resplandor del monitor volvía azul su sudadera blanca.

—¿Gina?

Sus manos, que parecían haberse resbalado del teclado a mitad de escribir algo, descansaban sobre el dorso de sus muñecas contra el filo de su escritorio a ambos lados de su torcida cabeza. Sus dedos relajados, vueltos hacia arriba, alojaban pelotas invisibles.

El corazón de Lexi interfirió con su ser lógico, rechazando examinar aquella escena racionalmente.

—Gina...

No quería hacerlo, pero Lexi extendió el brazo para apartar el cabello del rostro de Gina.

—Gina, ¿estás bien?

Lexi rozó el hombro de su amiga con una mano temblorosa.

Ambas gritaron a la vez. Gina saltó de la silla, estrellándola hacia atrás contra su cama mientras se ponía en pie precipitadamente para escapar de Lexi. La silla rebotó en el colchón y regresó a ella, atrapando su pie descalzo en el aire y haciéndola tropezar. Sus ojos, abiertos de par en par, registraron su estado de shock mientras sacudía los brazos, enganchando la lámpara del escritorio con los dedos. La lámpara se tambaleó.

Lexi trató de alcanzarla y falló. Buscó a tientas la lámpara, la encontró. Los dedos de Gina, enredados en el cable, casi lo arrancaron, pero Lexi lo sujetó. La sombra inclinada proyectó sombras angulares alrededor de la habitación. Gina se golpeó la cabeza con las puertas plegables del armario, sacudiéndolas con fuerza, y aterrizó pesadamente sobre su coxis.

—¡Uf!

Lexi contuvo la respiración. Gina estalló en una risa tonta.

A Lexi se le escapó todo su miedo con una risa explosiva.

—Maldita seas, Lexi. ¡Casi me da un ataque al corazón!

—¡Shhh! Vamos a despertar a Molly.

—Esa niña podría dormir durante la Segunda Venida.

Lexi puso la lámpara sobre el escritorio de Gina y se inclinó para ayudarla a levantarse, poniendo todo su peso para aguantarla. Gina era unos buenos quince centímetros más alta que ella, y la mitad del doble de ancha.

Su corazón, también, era el doble de cariñoso y el triple de generoso, creía Lexi.

En los ojos de su compañera de piso había lágrimas de tanto reírse, y el surco rojo del touchpad del ordenador le cruzaba la frente.

—Tienes que conseguir clases más interesantes —dijo Lexi.

—¡Ay!, Lexi, son las tres de la mañana. Nada es tan interesante. —Se secó los ojos e intentó sofocar otro ataque de risa. Su esfuerzo sonó como un estornudo—. Si vuelves a hacer eso alguna vez te juro que me mudo.

—No puedes permitirte mudarte.

—Lo que no podré permitirme es la terapia que necesitaré si me quedo.

Lexi se dejó caer sobre la cama deshecha.

—Lo siento mucho.

—Me recuperaré.

Gina echó mano de su silla, que seguía en pie, y Lexi se dio cuenta de lo agradecida que estaba de que Gina estuviera allí, con Molly. De que las dos estuvieran bien.

—¿Cómo se ha portado Molly esta noche?

—Como un ángel, como siempre. Ha cocinado unos espaguetis para la cena.

—Los espaguetis le salen muy bien. ¿Han sobrado unos cuantos?

—Claro. Dijo que tú los querrías para el desayuno.

—Ya lo sabes.

Gina se sentó a horcajadas en la silla y descansó los codos en el respaldo.

—Está aprendiendo chistes de rubias.

Lexi negó con la cabeza, avergonzada.

—Hablaré con ella.

—¡Oh, bah! Se los estoy enseñando yo.

—¡Gina!

—Una rubia entra en una biblioteca y le dice al bibliotecario: «Quisiera tomar una hamburguesa con queso y patatas fritas y una cola light».

—¡Para! ¡Se supone que le estás haciendo de tutora para que aprenda a dividir!

—El bibliotecario dice: «Señora, no sé en qué está pensando. Esto es una biblioteca».

Lexi meneó la cabeza.

—La rubia está superavergonzada. Se deshace en disculpas, baja su voz a un susurro y dice: «Quisiera tomar una hamburguesa con queso y patatas fritas y una cola light».

Lexi soltó una risita.

—Estás corrompiendo a mi hija.

—Se estuvo tronchando de risa durante diez minutos. Te lo juro, puro humor infantil.

—Te pago demasiado.

—¡Y yo que iba a abordar el tema de un aumento de sueldo!

Lexi atrajo sus rodillas hacia su pecho y las envolvió con los brazos.

—¿Así que todo ha ido bien por aquí esta noche? ¿Nada raro?

—No más de lo normal.

Los ojos de Gina se desviaron por un instante. Si Lexi no la hubiese estado observando directamente, no se habría dado cuenta. Pero cuando los ojos de Gina se encontraron de nuevo con los suyos, Lexi se descubrió intentando recordar si apartar la mirada hacia la derecha o hacia la izquierda indicaba una mentira.

Tras una larga pausa Gina dijo:

—La gata de la señora Johnson se quedó atrapada en el balcón del 10 C.

—Julieta debe quedarse allí atrapada dos veces a la semana.

—Y lo seguirá haciendo hasta que un jardinero pode ese arce.

—El encargado no va a gastarse el dinero. Y menos por un gato.

—Por supuesto que no. Así que los chicos del 10 A presentaron una improvisada representación de la escena del balcón de Romeo y Julieta. Molly sugirió que nos llevásemos los espaguetis al patio trasero para mirar.

—Cena con espectáculo.

—Eso mismo.

—¿Funcionó? El romance con la gata, quiero decir.

—Yo no recuerdo que la Julieta original se lanzara del balcón, pero así es como la gata bajó.

—Me estás tomando el pelo.

Gina sonrió burlonamente.

—¿Sí? Mort escala por el árbol, confiesa su amor y toma a la dulce Julieta en sus brazos... y entonces el felino fatal le araña y se cae. No me entristecí al ver caer la gata.

—Estás perdidamente enamorada de esos chicos.

Gina arqueó las cejas.

—Sólo de Mort. Le dije a Molly que debería reservarse para Travis.

Lexi se desperezó y después se levantó.

—Tal vez no debería dejarlas solas a ustedes dos tan a menudo. No estoy segura de quién corrompe a quién.

—Para nada. Nos mantenemos la una a la otra en el buen camino.

Gina bostezó.

—¿Quieres un poco de té? —Lexi detuvo su mano sobre el pomo de la puerta.

—Paso.

—Gracias por todo lo que haces por Molly y por mí.

—Oh, cielos, no hay de qué. Es una joya. Y si no fuera por lo que no me pagas, tú misma serías de oro.

—¡Y sin embargo vives en un esplendor palaciego!

Gina se rió a carcajadas. Ella nunca se quejaba por el viejo apartamento, aunque Lexi lo odiaba. Lo odiaba lo suficiente por las tres y suponía que Gina lo sabía.

Lexi consideró contarle lo de la libertad condicional de Norman Von Ruden, lo de la peculiar visita de Ward y sus aún más espeluznantes exigencias. Gina se había mostrado compasiva con Lexi y con Molly cuando Grant cayó en su adicción a las drogas, pero no sabía nada sobre Norman aparte de lo que los periódicos habían publicado del asesinato. Lexi nunca le habló de él.

Gina se tendió en su cama, completamente vestida, y bostezó. El peso de la larga noche presionaba el cuerpo de Lexi. Se tomaría un té y reflexionaría sobre Norman Von Ruden en privado, y después iría a acurrucarse junto a Molly.

—Buenas noches —dijo.

—...noches.

Cerró la puerta de Gina. La luz de la salita aún brillaba en el recibidor, cruzando una franja de la alfombra y rebotando en el linóleo barato de la oscura cocina. Lexi fue a apagarla y accidentalmente pisó el libro de texto de Gina, que había dejado en el suelo justo a medio camino entre la silla y la mesa de café. Lexi lo recogió y lo cerró, usando el marcador fluorescente como marca páginas. Exposición de los textos proféticos. También recogió el bloc de notas y llevó la carga a la cocina, que también servía como zona de comedor. Encendió la luz y lo depositó todo en la mesa al lado de la arrugada carta que Ward le había entregado hacía menos de una hora.

Sus ojos se fijaron en la bola de papel arrugado. Ella no había entrado la carta, ¿no?

Tal vez sí lo había hecho, preocupada como había estado.

Lexi la tomó y la lanzó al cubo de basura que había al final de la encimera. Sería imposible que olvidase la fecha, a una semana vista. No era necesario el recordatorio amenazador en tinta roja.

Se frotó los ojos y rodeó la mesa, agarró una vieja tetera de acero inoxidable del armario y después se giró sobre la planta de sus pies y la rellenó con agua del grifo. La cocina era tan pequeña que ella y Molly a menudo bromeaban con que podían sentarse a la mesa, cocinar, comer y lavar los platos sin tener que mover los pies.

El agua sonaba como un tambor mientras llenaba la tetera. Lexi se masajeó la parte posterior del cuello con su mano libre. Giró la cabeza hacia la izquierda, hacia la ventana que daba al camino delantero.

Vio pintura negra y oyó cómo la tetera caía en el fregadero. El agua siguió corriendo.

La pintura negra goteaba de una diana con tres círculos que había sido pintada en la ventana de la cocina. La ventana de la cocina ante la que había pasado de camino al apartamento diez minutos antes. No había pintura en la ventana entonces.

Un escalofrío involuntario sacudió el cuerpo de Lexi cuando se dio cuenta de que la pintura había salpicado sus cortinas a cuadros. Estaba en el interior del apartamento.

Gotitas negras moteaban la encimera y el suelo de la cocina, dejando un rastro de manchas interrumpido delante de la mesa. Debía de haberlo pisado cuando entró en la cocina. La huella de su propio zapato rodeaba la mesa e iba hacia el fregadero.

Si Ward la había seguido a casa y encontrado un modo de entrar...

Lexi agarró un cuchillo de su casi vacío bloque para cuchillos. Era corto y romo, pero era todo lo que tenía. Lo sostuvo frente ella y siguió el rastro de gotas negras deshaciendo el camino hacia el recibidor. Las alfombras habían mudado su tono canela original en un gris sucio, pero hasta donde podía ver, no había pintura en ellas.

A su izquierda, las habitaciones. Molly aún roncaba. A su derecha, la puerta principal. Cerrada. Tanto el pestillo como el cerrojo del pomo estaba en vertical, asegurados. Sin embargo, a la altura de los ojos, una hilera manchada con cuatro rayas negras, redondeadas en los bordes como si fueran dedos, emborronaban la jamba de la puerta.

El cuerpo entero de Lexi estaba temblando. Querido Dios, no dejes que Ward esté en la casa. Querido Dios, protégenos.

Caminó de puntillas por el recibidor hasta las habitaciones, encendiendo las luces. Molly estaba bien, totalmente a gusto bajo los rayos de la lámpara de lava. Gracias, Dios. Gina estaba de cara a la pared, respirando con regularidad. Gracias, Dios. Lexi revisó los armarios, el baño, la ducha. Abrió el armario de la ropa blanca. El estante inferior era uno de los escondites favoritos de Molly.

No se veía pintura negra.

Mejor aún, no había nadie empuñando una brocha.

Gracias, Dios.

No apagó las luces del baño ni del pasillo. Apretó el botón para encender la única otra lámpara de la salita e hincó el cuchillo a ambos lados de las cortinas que iban del techo al suelo y que permanecían abiertas todo el tiempo. Cautelosamente levantando una lama en el borde de las persianas de plástico, se asomó al complejo.

Su desvencijado Volvo estaba mitad en la gravilla, mitad en la calzada, en un ángulo fortuito. Las zonas de aparcamiento que envolvían el edificio frente al suyo estaban casi al completo. Su mente repasó el encuentro con Ward. ¿Había estado su coche en el aparcamiento? Ella no recordó ver ninguno. ¿Cuál era el que solía conducir?

Tampoco podía recordar aquello.

Ese Ward sabía cómo asustar a una chica.

Decidió no llamar al 911. ¿De qué informaría? El jaleo de la policía llegando podía llevar a preguntas que no estaba preparada para responder. Y no quería que Molly se preocupase.

Dejando las luces encendidas, Lexi sacó una silla de la cocina al recibidor, desde donde podía ver en todas direcciones, se dejó caer en el asiento con aquel cuchillo inservible y planeó quedarse despierta hasta el alba.