Emilia notó que, al abrazarlos, su padre no disimuló ni su alegría ni su pesadumbre. Al llegar a Colorado, por teléfono les dijo qué hacer y acordaron el encuentro en la esquina que él les indicó. Y los hermanos andaban con ese descosimiento, con esa rasgadura que les venía de dentro.
—Mírense, nomás. Ya mero ni los reconozco de tan percudidos —les dijo al verlos y volver a abrazarlos.
Vencida la duda, ellos también lo abrazaron: Emilia se pepenó a su cintura, se apretó contra su cuerpo y liberó sin pena los chillidos de su calandria:
—Ya párale. Pos quién los manda a andarse viniendo así nomás. En cuanto pudiera, yo iba a mandar traerlos.
Y ellos, callados, con ganas de decirle sus pensamientos.
No sea mentiroso, papá. Que ni se acordaba de nosotros. Pero ni una palabra les salió, no se fuera a encabritar.
Soplaba un viento fresco, y Emilia levantó la vista para mirar los árboles de hojas grandes que ya empezaban a caer por el inicio del otoño.
—Vénganse, pues. Tenemos que andar un poco todavía para llegar a la casa.
Aún traían encima los traqueteos del autobús donde se treparon. Antes de abordarlo, habían pasado a lavarse en el baño de la estación, cuando notaron las miradas de la gente y un hombre que hablaba español se les acercó:
—Lávense y acomódense sus trapos si no quieren que los agarre la migra.
En un baño, Gregorio aprovechó para tirar el arma en un basurero.
—Si la encuentran, ni van a saber de quién es.
El guatemalteco los orientó de cómo andar, qué hacer para llegar a Colorado. Ya en el autobús, iban alerta, nerviosos: qué tal si la migra, si la policía, si cualquiera los agarraba tan despapelados. Con suerte llegaron a su destino sin tanto estropicio.
Al ver a su padre, a Emilia le pareció que el cruce había sido una pesadilla.
Se echaron a andar pero, de pronto, Emilio Ventura se detuvo, al reparar en el chamaco que traían pegado.
—Y éste, qué —le echó un vistazo de pies a cabeza, con esas marcas en el rostro. Unas chanclas de plástico que le quedaban un poco grandes, y una sudadera que le llegaba debajo de la cintura.
—Pues viene con nosotros —se animó a decir Emilia—. No tiene a nadie.
—¿Cómo que no tiene a nadie? Eso no se puede. Todo mundo tiene a alguien.
Simón entrelazó las manos y levantó los codos, como si quisiera salir volando. A Goyo le dio quién sabe qué al ver cómo arrejuntaba los dedos del pie, todavía mugrosos, adentro de sus chanclas.
—De veras no tiene a nadie, dice que le mataron a su jefa. Y su papá, pues no sabe quién es. Y que no tiene familia de este lado.
Emilio Ventura depositó un par de ojos vidriosos y hoscos sobre el escuincle. Respiró hondo, como tomando fuerzas.
—Pues cómo creen que me lo voy a quedar. Si apenas podré darles de tragar a ustedes. Además, pues, ya tienen dos hermanos. Y viene el tercero. Y para amolarla, me quedé sin chamba, y no sé hasta cuándo —dijo con un hilo de pena bien mezclado con un enojo: el gesto con la cabeza delató cómo detrás de sus palabras algo en él estaba peleando —hay que regresarlo. Seguro habrá quién lo ande buscando.
—Cómo cree, jefe, ni hay dónde regresarlo —dijo Goyo—. De veras no hay nadie, no sea gacho. Andamos con él desde cuando. A nadie tiene, jefe. De veras.
Simón se pepenó con ganas al cuerpo de Emilia. Un puchero mal disimulado le rasgó el gesto. Emilia le pasó un brazo por sobre el hombro. Goyo se puso a su lado.
—Pues si él se va, yo también —Emilia no supo de dónde le salieron esas palabras.
—Nos vamos, pues —agregó Goyo.
—No digan pendejadas —se encrespó el padre y los contempló en silencio, quién sabe en qué estaría pensando—. Vamos pues, a ver cómo le hacemos.
El cuarto de la casa compartida con otras familias era oscuro: una sala decolorada, una gran televisión encendida, una mesa y sillas aquí y allá bien arrejuntadas. En un muro, una docena de fotos familiares. Emilia notó que no había una sola fotografía de ellos.
Lucrecia apenas movió la cabeza para recibirlos. Nomás se le iba en puro asomarse, cargando a un niño, desde el fondo de una minúscula cocina. Traía bien plantada su mueca, con la que parecía haber nacido.
Se acomodaron en unas sillas. Y se les fue un tanto en seguir discutiendo sobre el destino de Simón, que parecía pegado al cuerpo de Emilia, como si lo calara el frío.
—Déjalos, Emilio. Ya veremos cómo hacerle —y los cuatro voltearon a ver a Lucrecia.
El padre la contempló como diciendo: ahora tú qué dices… y luego miró a sus hijos y al chamaquito desconocido, hasta bajar la vista para observar sus propias manos entrelazadas sobre sus piernas.
La luz del día apenas iluminaba el interior de la habitación; Emilio Ventura encendió la luz eléctrica. Goyo colocó el bolso sobre la mesa. Luego miró a su hermana.
—Jefe, esto es para usted. Para que no se preocupe.
Y ahí mero, el muchacho entreabrió el cierre y dejó ver los billetes. El padre se asomó y la palidez de un difunto se le acomodó en la cara: más que dinero parecía estar viendo a un finado que le hablaba. Lucrecia y el chamaco que andaba por ahí se asomaron.
—De dónde sacaron esto, pues… ¿en qué andan? —susurró el padre, y levantó el rostro para encarar a sus hijos.
—Nos lo encontramos, papá.
—Yo también traigo… —dijo Simón, animado, sacándose el fajo de dólares que llevaba entre la ropa.
Goyo se sorprendió, ya ni se acordaba que se los había dado.
—Cómo crees que te lo encontraste. Dime la verdad. En qué andan ustedes.
—De veras. En nada, jefe. Ahorita le contamos. Pero traemos hambre. ¿No nos invita un taco?
Lo atravesó un mirar desconfiado.
—En qué andan, pues… de veras, ¿no andarán robando o con los narcos?
Emilia y su hermano volvieron a mirarse.
—Cómo cree, papá. A nosotros nos robaron —se adelantó Goyo.
Emilio Ventura agarró el dinero que le acercaba Simón, y calculó cuánto había por fajo y la cantidad de fajos que eran.
—Aquí ha de haber más de quince mil dólares. ¿De dónde sacaron tanto billete, pues?
—Es nuestro, papá, ya le dije. Nos lo encontramos donde no había nadie a quien preguntar. Ahorita le cuento.
Desde la calle sonó la sirena de una ambulancia.
—Está bueno —dijo al fin, cuando cesó el ruidero—, con esto podemos batallar un tiempo. Vamos a tener que conseguir más grande para que entremos todos… —reconoció Emilio Ventura, con una sonrisa de contento, que ya no pudo disimular. Lucrecia se había volcado sobre la bolsa, después de dejar a su niño sobre la cama. No paró de exclamar al sacar los fajos de billetes para mirarlos bien de cerca.
—¿Y sí son de a de veras?
—Sí, son de a de veras —le dijo Emilia, sintiendo esa punzada rencorosa removiéndole la tripa. Le venían a la memoria las palabras de su abuela sobre la Lucre, al decir que nadie más que ella era culpable de que su chaparro ni una llamadita le dedicara.
—Nos va a durar. Pero hay que darle buen uso, pa que rinda. Luego que ni qué, van a tener que ponerse a chambear —continuó el padre, y contempló a sus hijos como si los viera por primera vez.
—Han de traer hambre. Ándale, Lucre, ya deja ahí, invítanos un poco de ese guisado que quedó de ayer.
Se sentaron a la mesa a comer con hambre. A contar dónde anduvieron. A contar de cómo se había ido Mamá Lochi siempre extrañando a su chaparro. Afuera, el rumor de los carros, la plática de la gente por la calle al pasar, el piar de las aves arrejuntadas en la copa de algún árbol cercano les fue advirtiendo de la caída de la tarde: la primera del inicio de esa nueva vida, en ese nuevo mundo.