Caco, Simón y yo no tardamos mucho tiempo con nuestro padre porque a la Lucrecia no tardó en salirle lo malora e hizo lo que pudo para alejarnos. Por mejores intenciones que tuviera al principio, le ganaron los celos. No aguantó que allí anduviéramos nosotros, recordándole a mi padre sus amores pasados. Mis dos hermanos eran muy latosos y luego llegó el tercero y no había para dónde hacerse. Aunque al poco de haber llegado nos mudamos a una vivienda más amplia gracias al dinero que teníamos, igualmente estorbábamos. El dinero duró un tiempo, pero terminó por acabarse. Mi papá nos defendió lo que pudo, aunque las griterizas eran cada vez peores y no le quedó más que mandarnos a vivir con mis tíos, a otra ciudad; trabajaban de carpinteros y no pusieron inconveniente. No tenían hijos y siempre nos quisieron mucho. La verdad, yo me quedé con resentimiento, hubiera querido que nuestro padre luchara más por nosotros, aunque con el paso del tiempo el rencor ha ido menguando. Cuando él murió hace unos años, terminé de perdonarlo y, aunque no pude acompañarlo en sus últimos momentos, a veces voy a la iglesia donde dejamos sus cenizas. A saber dónde habrá ido a parar su espíritu.

Caco aprendió el oficio de carpintero y de eso ha trabajado, con sus altas y bajas. Tuvo dos hijos y le ha dado por tomar. Ya casi ni habla español, dice que para qué, si nunca va a regresar y aquí ya nadie le entiende. Tampoco le gusta que le diga Goyo, mucho menos Caco. Que le diga Gregory, dice que así suena más bonito. Pero yo ni caso que le hago. Duerme mal, y se ha vuelto agrio de carácter. Simón, se fue a vivir con una mujer. Trabaja en la carpintería con mi hermano y mis tíos, que ya están grandes, y es buen carpintero. Él no toma, porque es muy religioso y siempre quiso que Caco y yo nos convirtiéramos a sus creencias, pero con poca fortuna.

Desde que llegué a este país, los chapulines que llevo en los pies me hicieron brincar de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, hasta que decidí asentarme como ayudante en una pequeña biblioteca estatal mientras logré papeles y hacer estudios para maestra. A quien se deje, le cuento las historias que me habitan, sobre todo a esos niños que veo a diario y que vienen de mi tierra; a veces las escribo, dibujando las palabras sobre la hoja, como le gustaba decir a Mamá Lochi. Aunque aprendí el inglés, me repito esas frases que traigo bien adentro y que supe desde niña: me acuerdo de sus músicas, las anoto, las leo y releo para que así no les dé por querer abandonarme.

Hace apenas unas semanas, la comadre Tomasa, que ya cumplió noventa, pero está bien despierta todavía, me mandó el paquete con fotos y documentos que Caco y yo enterramos bajo el amate antes de irnos. Nos las mandó, con una carta de tres líneas escrita por uno de sus nietos, donde decía que nos extrañaba, que extrañaba a su comadre, aunque sabía que su ánima le andaba cerca. Que esperaba vernos pronto. Qué ilusión me hizo, pero creo que primero se brinca ella el tecorral que nosotros regresar a nuestra tierra. Las fotos que nos envió están percudidas, pero ni tanto. Con todo, se conservaron bien, pues nos esmeramos en envolverlas en plásticos para que la lluvia no se las acabara.

No sé qué sentí de ver a mi abuela en una imagen, pues la única foto que me había traído la perdí al cruzar la línea. Me le quedé viendo, con esas lágrimas que se me escurrían, que no tenían ni para cuándo acabar. Allí estaba ella: parada junto a la entrada de la casa, con su mandil de cuadros, sus dedos entrelazados sobre el abdomen, su morral de yute cruzado al cuerpo, su árbol de rayo brillándole sobre la piel del brazo, su trenza larga cayéndole sobre el hombro. Lo único que uno aprende con los años es que, a lo vivido, ni quién le niegue sus enredos, sus modos secretos e insobornables, sepa cómo se graba en la memoria sin que uno mismo lo advierta. Basta con que un pedazo de recuerdo brinque para que el resto salga a flote completito. Pero a veces, por más que le cavemos con pico y pala, nomás no se deja, no hay modo de que nos devuelva una cara, un gesto, un momento, una voz.

Cuando vi las fotos, caí en cuenta que de Mamá Lochi sólo recordaba el aroma de su piel y su voz, esa que recuperé a los días de allegarnos con mi padre después de haberla perdido por un tiempo allá en el desierto. Aunque siempre me venía sin rostro, ni mirada, mucho menos cuerpo. Y aunque desde entonces nunca dejó de hacerse escuchar, con esas sus maneras inesperadas pero certeras, con el tiempo, descubrí que especialmente se dejaba oír cuando más la necesitaba: en los momentos de dudas, de tristeza o desamparo. Durante años la tuve cerca, pero cuando la miré en la foto, sentí que el sonido de sus palabras se unía a ese cuerpo de la imagen; entonces comencé a escucharla, quedito, como si necesitara que yo las arrejuntara en mi cabeza para ya irse despidiendo. Hace unas noches la vi en sueños, bien muda que estaba mi abuela. Me decía adiós con ese gesto tan de ella, alzando la mano abierta, mientras las marcas que le surcaban el brazo centelleaban como si el rayo que le grabó la piel fuera un habitante vivo de su cuerpo y también se estuviera despidiendo.

A veces hasta creo que llevo rumbo y destino. A veces también me siento bien perdida, tanto o peor que cuando andaba norteada a mitad del desierto. Y me viene un sentimiento de que lo pasado ocurrió apenas, cuando en realidad ya van para veintitantos años que salí del pueblo. Y me pregunto cuándo dejan de pasar esas cosas que a uno lo marcaron como si un pedazo de tizón ardiente se hubiera hundido en la carne. Hasta parece que fue ayer el día en que mi padre me dio un beso de despedida y se fue andando por el sendero a media noche. O aquella tarde de aguacero, cuando Mamá Lochi me llevó al monte, hasta su cueva secreta donde nos resguardarnos de la lluvia. Escucho los goterones cayendo sobre la roca. Esa tarde en que empezó a contarme sus historias para hacerme cómplice y parte, para que me las llevara conmigo para siempre y llegaran hasta donde fueran a dar mis pasos. O aquella madrugada, cuando dejó de respirar, con su alma que ya andaba volando por su cerro, por entre las ramas de los ciruelos, de los amates, de su cielo.

A últimas fechas, por las noches, cuando me meto entre las sábanas y apago la luz, al cerrar los ojos e ir descendiendo por las barrancas del sueño, cuando cruzo la línea de ese otro mundo, todavía siento a mi abuela: me llega su olor a ocotillo, a tierra mojada de lluvia de verano, a leña, a flores del campo… y me digo que ella está cerca, no se ha ido, me sigue rondando. Entonces siento cómo me envuelve de pies a cabeza con su velo, suave y cálido, y entonces desaparecen los inciertos, y consigo dormir tranquila porque sé que, apenas amanezca, en una de esas hasta oigo su voz de regreso.