En las profundidades del bosque hay un claro con motas de sombra, un espacio tranquilo, tallado entre dos colinas tupidas de árboles. Una enramada espinosa une los puños de tierra y permite que penetre un solo rayo de luz polvorienta. Si se está en silencio, puede escucharse que el murmullo de la brisa acarrea el canto amortiguado de los pájaros. Los viejos robles proyectan sombras profundas y los alisos inclinan sus ramas hacia abajo.
En el centro del claro, una joven está acostada, desnuda pero sin frío, en un ataúd de madera tosca. Tiene ojos negros que parpadean; lleva una corona de huesos sobre el cabello brillante y los pequeños dedos cargados de anillos: una alianza de matrimonio, una esmeralda sin lustrar, un emblema familiar sucio. Un anillo de compromiso, grabado con las letras H y S. Un prendedor de hierro forjado. En la muñeca lleva un pedazo de alambre trenzado y en el pecho, un collar de plata marcado con una E.
No puede mover los brazos delgados, las piernas, no puede girar el cuello para ver a las mujeres que están reunidas a su alrededor, las mujeres que la adornaron con sus joyas. Las percibe a todas, pero a la única que puede ver es a Lucy, que se inclina sobre ella mientras le acaricia el pelo con las uñas filosas; sus labios azules forman un beso.
—No tengas miedo. —La arrulla Lucy.
Como si la muchacha de ojos negros pudiera conocer el miedo.