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Me incubaron en el cuerpo de mi madre; lo inusual era que mi madre estaba muerta. Crecí en una oscuridad que no era el envoltorio anhelante de los órganos que me rodeaban, en un calor que no era el calor de la sangre que hacía latir su corazón. La vida de mi madre estalló como una fruta en su fecundidad y fue solo después, una vez que su cuerpo se hubiera podrido, vaciado y quedado quieto, que nací yo.

Me había mantenido en secreto, así que ya pueden suponer la reacción de mi padre cuando el doctor se le acercó para discutir la viabilidad del feto.

—¿El feto? —Puedo imaginarme a Peter en ese momento, con el rostro demacrado e inexpresivo por la conmoción y la pena, los calcetines ligeramente flojos y disparejos bajo las piernas del pantalón. El súbito colapso de mi madre lo había sacado de la manera más abrupta de su existencia idílica y consentida, y pasarían años antes de que pudiera concebir ese hecho en toda su magnitud—. Debe ser… Me temo que no…

—Parece muy extraño discutirlo siquiera, tomando en cuenta lo reciente del embarazo de su esposa; pero en este caso, las circunstancias parecen ser… milagrosas.

—Milagrosas —me dijeron que repitió Peter, tambaleándose ligeramente en la luz acaramelada de la sala de espera de Urgencias. Lo sostuvo una generosa mujer de cabello gris que había presenciado la escena y que se había levantado del duro asiento de su silla para ayudarlo a mantenerse en pie. Era la señora Blott. Treinta y dos horas después, su propio esposo, un tal Harold T. Blott, de sesenta y siete años, sería declarado muerto por un paro cardiaco. La señora Blott no lo sabía aún.

Le dio unas palmadas en la espalda a Peter:

—Ya, ya, querido, parece que sufrió una fuerte conmoción. —Lo acompañó a una silla vacía antes de voltear para hablar con el doctor—. Continúe, por favor.

El doctor se rascó la sien. Detrás de él, las puertas del hospital no paraban de abrirse y cerrarse cuando sus colegas iban apresuradamente de un paciente a otro. Peter podía escuchar los pitidos agudos de las máquinas médicas y percibía el olor del yodo.

—Sí —dijo el doctor—. Así es. Extraordinariamente, el feto parece no tener ningún daño hasta ahora, a pesar de que se detuvieron los signos vitales de su esposa. Con su aprobación, nos gustaría seguir monitoreando su crecimiento. Hay una pequeña posibilidad de que podamos proporcionarle los nutrientes adecuados y simular el papel de la madre hasta que el feto pueda vivir fuera del útero.

—Bueno —dijo la señora Blott mientras le apretaba el hombro a Peter—. Bueno, ¿no parece que el sol acaba de salir de entre las nubes?

Peter no sabía cómo ser el padre de una pequeña niña. Una vez que me liberaron del cadáver de su esposa, se presentó todos los días de los trece meses que pasé en el hospital, pero, cuando me sacaron de las incubadoras, me envolvieron y me pusieron en sus brazos para que me llevara a casa, se sintió perdido. Tuvimos la fortuna de tener a la señora Blott, que después de su primer encuentro con mi padre había tomado un interés particular en nuestra amarga situación, y que se presentaba a menudo para asegurarse de que mi padre, en primera instancia, y después los dos, tuviéramos alimento, estuviéramos limpios y descansáramos. Peter no era convencionalmente atractivo, pero había algo encantador en su cabello despeinado, en la forma como sus mejillas enrojecían cuando se emocionaba. Tenía una forma particular de parpadear con sus ojos almendrados y de acomodarse los lentes que inspiraba a las mujeres a su alrededor a compadecerse de él.

Nací prematuramente, a falta de un mejor término, de manera que, desde el principio y durante mis primeros meses de vida, tuve a mi alrededor una impenetrable burbuja médica. Las enfermeras usaban guantes todo el tiempo; incluso los pequeños besos que me había dado Peter habían sido a través de la capa del cristal de la primera incubadora y después por encima de las cobijas de patrones geométricos. Por el temor a que sus intervenciones pudieran poner en peligro mi incipiente sistema inmune, los médicos no corrían ningún riesgo con su milagro, no querían infectarme o exponerme a los gérmenes humanos. Por lo tanto, la fortuna y la ciencia conspiraron para ocultar mi verdadera desgracia hasta que estuve de vuelta en casa. Ocurrió hasta el momento en que la señora Blott me acostó bocarriba para mostrarle a Peter cómo cambiarme el pañal: la mujer desabrochó un lado y estaba por abrir el otro cuando sus dedos desnudos rozaron mi muslo. De repente se quedó paralizada y se tambaleó hacia un costado. Yo no dejé de balbucear y patalear.

Peter, que era un alumno atento, parpadeó un momento mientras nos miraba a ambas antes de dar un paso al frente para atrapar a la mujer. Ignoró el desastre que yo estaba haciendo mientras me salía contoneándome del pañal sucio, volteó a la señora Blott hacia un costado, después hacia el otro, le pellizcó un brazo y le buscó el pulso. Como no reaccionó, dejó su cuerpo rígido sobre el cambiador. Una mosca pasó zumbando por encima de mí. Mi padre se puso de pie, la aplastó con las manos y la vio caer sobre mi cambiador. Enseguida, mi pie rozó el cuerpo del insecto y el zumbido recomenzó.

Mi cuarto de bebé estaba pintado de rosa pálido con florecitas en el borde del techo y ha de haber sido un lugar muy extraño para el primer encuentro de Peter con lo sobrenatural. Pero esto no lo perturbó. Acercó un oso de peluche color crema con un enorme moño rojo, que las enfermeras me habían dado de regalo de nacimiento, y lo rozó ligeramente contra la piel desnuda de mi estómago. No ocurrió nada. Tocó mi ajuar con la mano. Miró la mosca aplastada que daba vueltas por la habitación en busca de una ventana por la cual escapar. Yo aún no podía sonreír, pero Peter juró que, de haber sido posible, le habría sonreído luminosamente.

Peter se puso de pie justo detrás de la señora Blott, la tomó del brazo a la altura del codo y lo estiró hasta que los dedos me rozaron la pierna. De inmediato, la mujer tosió y dio un paso atrás, tan rápido que estuvo a punto de tropezarse con sus pantuflas color beige.

—Oh —dijo Peter.

—¿Qué pasa? —preguntó la señora Blott, que exhalaba aire de la otra vida de sus pulmones recientemente despiertos.

—Entonces, tenemos que tener cuidado de no tocarla, me parece.

Y así fue.

No obstante, maté a mi padre tres veces antes de cumplir ocho años y ocasioné la defunción de más de una docena de animales pequeños. Vivíamos en la vieja casa de campo de la familia de mi madre, lejos del más cercano vecino humano; sin embargo, el bosque que nos rodeaba estaba lleno de bestias salvajes. Por lo general, yo lograba esquivar a las más grandes —las ardillas, los conejos, los venados—, pero no conseguía evitar a las moscas, los mosquitos y los zancudos.

Ni siquiera las plantas podían resistírseme. Esto lo supe desde muy pequeña, cuando caminé descalza afuera de la casa y fui dejando una cola de cometa de pasto amarillento y quebradizo donde apenas unos momentos antes había habido un verde fresco. Peter, con sus modales encantadores y extraños, simplemente tomó mi mano regordeta con su mano enguantada y me acompañó de regreso para que volviera sobre mis pasos, observando cómo le devolvía el color al paisaje.

—Simplemente, aún no conocemos todos los efectos, ya lo has visto —decía con pena—. En un mundo ideal, Maisie, mi niña, te alentaría para que lo tocaras todo. Para que tocaras todo y a todos. La piel es un órgano maravilloso, realmente maravilloso. Pero, desafortunadamente, con tu condición, tengo que insistir en que te contengas. De tocar. Solo no sabemos lo suficiente, ya sabes.

Tengo que decir que Peter se esforzó mucho por saber más. Organizó que estudiara en casa desde que cumplí cinco años y me guio en mis propios estudios mientras continuaba con los suyos. Fui una lectora temprana y ávida. Aunque aprendí poco de interacción social, estudié filosofía, historia, poesía y ciencia; aprendí matemáticas y las fases de la luna. En especial, me encantaban la mitología y la literatura —las historias de aventuras, las pruebas del destino—. En la cocina, donde me sentaba a pasar una página tras otra, soñaba que algún día me embarcaría en mi propia aventura.

Mientras estaba inmersa en mis estudios, Peter escribía cartas, diarios y libros sobre mi caso, ninguno de los cuales nos acercó a mi propio diagnóstico, aunque sí le confirieron cierto prestigio entre sus colegas. Consiguió la atención devota de quienes estaban hambrientos por creer: hombres y mujeres que se habían aburrido de la crítica de sus colegas y de la academia sin alma, que también estudiaban parapsicología, extraterrestres y dudosos fenómenos religiosos. Peter omitía mi nombre en sus investigaciones y se refería a mí únicamente como «la niña»; además, desvió nuestra correspondencia para que los curiosos no pudieran encontrarnos. Sin embargo, aunque yo tuviera un lugar tan prominente en la rama más grande de los estudios de Peter, tenía un papel particularmente pequeño en su dirección. No escuchaba mis sugerencias, abominación que yo tenía que apaciguar por mí misma. Publicaba su estudio de caso bajo el nombre de guerra de Juguetero, una referencia a un viejo cuento de hadas. Yo le pertenecía a mi padre. Éramos familia. Todo lo que era mío también era suyo.

—¿Estás lista para jugar? —me preguntaba Peter, y yo, que no conocía ningún otro tipo de juego, dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo e iba rápidamente al antiguo cuarto de niños que, desde que había dejado mi cuna, nos servía como laboratorio. Tenía que sentarme muy quieta y guardar silencio, mientras Peter tomaba notas de nuestras condiciones: la hora, el clima, cuánto había dormido y qué había comido ese día. Dibujaba en su cuaderno cualquier cosa que fuera a ser nuestro objeto de estudio de la mañana, algo en un estado límite entre la vida y la muerte, ni completamente vivo ni claramente muerto: una figura de madera tallada, un poco de algodón, un vaso de jugo.

—Muy bien —decía con una sonrisa, una vez que terminaba su boceto.

Yo le devolvía la sonrisa, complacida como se sentiría cualquier otro niño al recibir unos dulces o un regalo. Como estaba privada de cualquier tipo de afecto físico, las palabras significaban mucho para mí. Podía vivir de un «bien hecho» de mi padre durante semanas, extrayendo las partes grasas como un camello extrae comida de su joroba.

No quería quedarme quieta, ni que me estudiaran. Era una niñita reprimida y, en realidad, quería tocar todo lo que tuviera enfrente. Había momentos en que pensaba que la fuerza de la necesidad que había dentro de mí iba a estallar, en que mi pequeño cuerpo tembloroso iba a explotar a menos que cediera a la tentación. Sin embargo, me contenía. Sabía que las reglas de Peter me mantenían a salvo. Reconocía —por el pánico que Peter no podía ocultar cuando le preguntaba por mi historia, por la ausencia de mi madre desde mi nacimiento— que mis tendencias naturales eran peligrosas. Si cedía a mis necesidades y pasaba las manos desnudas sobre madera sin barnizar, si me escondía detrás de mi padre y hacía una máscara con los dedos para taparle los ojos, si me permitía hacerles un examen completo a los cálidos labios de mi pelvis (alguna vez, la señora Blott me había cachado en el intento y me había detenido), cualquier cantidad de cosas terribles podían ocurrir. Había alguna maldad en mi cuerpo que me había maldecido.

De manera que no confiaba en mis instintos; era más seguro acatar las órdenes de Peter. Pensaba que si me esforzaba mucho para hacer exactamente lo que me pedía que hiciera, mi padre perdonaría todos mis defectos. Me obligaba a mí misma a sentarme y a sonreír, y cada vez que sentía algún impulso lo doblaba en mi mente, como una hoja de papel que en un principio se pliega con facilidad y después requiere más fuerza conforme el deseo adquiere capas más gruesas y complejas.

Los experimentos eran metódicos, prácticos y se llevaban a cabo solo después de semanas de investigación teórica. Eran experimentos legítimos y científicos, me aseguraba Peter, aunque no era a mí a la que tenía que convencer: a pesar de sus mayores esfuerzos, mi padre jamás obtuvo el respeto de la comunidad científica instituida. Digamos que nuestro sujeto de estudio era un vaso de jugo. Mientras yo observaba, Peter partía una naranja, la exprimía en un vaso que había esterilizado con alcohol, una vez sacado de la cocina, y lo cubría rápidamente con una gasa o papel encerado para que el sujeto permaneciera puro. Posiblemente una gota de jugo se resbalaba por el hueco que había entre su pulgar y su dedo índice, e instintivamente él se llevaba la mano pegajosa a la lengua. Después me miraba con expresión perturbada, avergonzado de haber interferido en nuestros resultados.

Después de lamerse los dedos o toser (o cualquier otra acción que hubiera realizado ese día y que pudiera entorpecer nuestros resultados), mi padre se ponía muy serio y expiaba su falta de juicio, el desvío de su mente, siendo aún más exigente.

—Todavía no, todavía no —me advertía si me deslizaba al borde de mi silla de plástico—. Déjame poner el reloj y anotar con precisión la hora…

Con la tentación de la esencia aromática de la naranja, o la suavidad de la lana, mi pequeño cuerpo temblaba mientras me resistía a la urgencia de ceder a mis impulsos. Contenía la respiración y cerraba los ojos con fuerza.

—La paciencia y la templanza son las características más valiosas de una dama —decía Peter—. Y tú quieres ser una dama, Maisie, lo sé.

En eso tenía razón. Tenía muchos deseos de ser una dama. Imaginaba que ser una dama significaba recibir visitas, hacer viajes al pueblo cercano de Coeurs Crossing, quizá, incluso, que me cortejaran los caballeros.

—Ahora, Maisie, acércate —decía Peter por fin—. Sumerge la punta del meñique izquierdo… No, corazón, de tu otra izquierda, sobre la… superficie…, apenas la superficie, solo… no, no, un roce más ligero, apenas perceptible, y sácalo, sácalo rápido… ven y sécalo con esto… No, corazón, no en el papel, sino… así, la toalla. Sí. Bien.

Cerraba el resto de mi mano en un puño y extendía el dedo meñique, inhalando la esencia cítrica que no se había limpiado por completo. Sacaba la lengua, quizá me inclinaba hacia adelante, y Peter hacía el tipo de sonido de desaprobación que uno les hace a los niños pequeños, no una verdadera palabra sino una vocal cada vez más alta. Volvía a sentarme.

—¿El color de la muestra cambió, corazón?

La mayor parte de las veces, no.

—¿Tienes una ligera sensación en la punta del dedo?

Nunca.

—¿El resto de tu cuerpo se siente bien?

Muy bien, aunque una vez me dio hipo y Peter pasó mucho tiempo especulando la causa.

Los experimentos nunca eran ambiciosos. Podríamos haber intentado curar enfermedades, evitar la extinción de las especies, combatir la injusticia del mundo; en cambio, llevábamos a cabo comportamientos pequeños y controlados; pruebas cuyos resultados más desagradables tenían poco efecto en las partes involucradas. Ocasionalmente, veíamos algo inesperado: un pedazo de madera pulida se marchitaba o una semilla se sacudía tratando de formar una raíz. Peter lo observaba por un momento con los ojos abiertos de par en par y después me instruía:

—Ahora, sé una buena niña, Maisie. Corrígelo.

Yo quería ser una buena niña, así que lo corregía.

No había forma de corregir lo que le había hecho a mi madre. Peter lo aceptó de inmediato. Más allá del asunto del deterioro de su cuerpo, que habría impedido cualquier especie de resurrección práctica, su muerte se había hecho pública, había aparecido en los titulares de las noticias y había puesto en el mapa el nombre de nuestro pequeño condado. Después de mi nacimiento, los reporteros habían llegado en masa al hospital para acosar al médico que me había traído al mundo. Los fanáticos religiosos habían declarado un segundo advenimiento —no estaban seguros precisamente de qué, pero sabían que era divina—. Se hicieron guardias a la luz de las velas. Se propuso mi santidad. Mis admiradores escribían numerosas cartas, todas interceptadas por Peter. Conforme pasaron los años, mi historia había aparecido intermitentemente en público: alguna noticia sobre cómo le había ido a la bebé que había nacido de la muerte con varicela, cómo progresaban sus habilidades matemáticas, sobre si podía hablar diferentes lenguas. No sabían a dónde me había ido, pero la mayor parte respetaba la decisión de ocultarme. Nadie relacionó el extraño recuento del investigador, del seudónimo sobre la condición de la piel de su joven sujeto de estudio, con aquel dulce bebé envuelto en sábanas.

Afortunadamente, no supe nada de la conmoción que generó mi nacimiento. A pesar de las exigencias de los médicos y para ocultarme de los chismorreos, mi padre me llevó lejos lo más pronto posible a la casa familiar de mi madre, una enorme casa de campo llamada Urizon.

La casa estaba muy apartada del camino principal, rodeada por una amplia extensión de pasto que terminaba en dos pilares de ladrillo rojo agrietado que flanqueaban una robusta reja de hierro, al lado de un jardín al que se subía por tres escalones. Unos setos altos crecían alrededor de la propiedad; posiblemente habían estado podados en algún punto, pero yo los conocí en estado salvaje, demasiado crecidos y espinosos, como una verdadera enramada de la bella durmiente. La hiedra se extendía sin restricciones sobre todas las cosas, desde la rígida fachada de la casa, hasta las chimeneas de ladrillo y la reja.

Para cuando mis padres se casaron, mi madre, Laura, era la última descendiente de los, alguna vez abundantes, Blakely, que habían construido su hogar en los límites del bosque. En mis tiempos, la casa, que alguna vez estuvo llena de sirvientes, invitados y parientes lejanos, solo nos albergaba a mi padre y a mí. Teníamos muy pocas visitas y me dijeron que había sido igual antes de que yo naciera.

La fachada de Urizon era severa —piedra tosca, torretas altas y delgadas, puertas pesadas y ventanas cerradas— y tenía una reputación de tragedia. La propiedad tenía más de trescientos años de antigüedad; la habían construido en el punto cumbre de la fortuna Blakely, en un intento por lanzar al clan al estrato más alto de la sociedad. A mediados del siglo XVII, alguna hazaña de ingeniería poco importante, demasiado aburrida para hablar de ella pero al parecer vital para la dirección del imperio, había dado al primero de una serie subsecuente de Williams Blakely una ganancia inesperada. Tenía algo que ver con molinos de agua que marcaron el comienzo de la industrialización, los albores de una nueva era. Confieso que nunca estudié sus aportaciones; para mí era mucho más interesante el drama doméstico: este William fundador no había conseguido consolidar una alianza importante con su hija y se decía que como resultado había condenado a la familia a siglos de mala fortuna y malevolencia.

Según la gente del pueblo, nuestra familia estaba maldita. Era mejor ser tremendamente pobre u horriblemente feo que ser un Blakely. Algunos afirmaban que la casa estaba llena de fantasmas y otros decían que estaba embrujada, de manera que se mantenían alejados para no atraer la mala suerte. Supuestamente, a lo largo de generaciones, los Blakely habían desaparecido, sufrido caídas desde enormes alturas o nacido con colas escamosas o dedos extra. Aunque nadie podía confirmar la veracidad de estos rumores, que habían asolado a los ocupantes anteriores de Urizon, su existencia nos era de gran utilidad a Peter y a mí, pues nos garantizaba la privacidad que Peter siempre había querido.

La casa principal era enorme, así que cerramos todos los espacios que no usábamos con regularidad, cubrimos los muebles con sábanas para protegerlos del polvo y sellamos algunas puertas. De las cincuenta habitaciones de Urizon, solo ocupábamos diez: dos habitaciones, la cocina, un estudio para Peter, la biblioteca, el cuarto de niños que habíamos convertido en laboratorio, dos baños completos y un medio. Era más fácil mantener una sola ala de la casa, tanto para la señora Blott, que se encargaba de ella, como para Peter, que la protegía de mí.

Yo necesitaba un entorno especial. Para evitar que la perturbara constantemente, toda la madera visible debía tener una gruesa capa de barniz, se había aplicado yeso, se habían puesto alfombras y colocado tapices. El proyecto de reacomodo y ocultamiento le había tomado meses a Peter, pero servía a su propósito. De niña era una pequeña amenaza para nuestro limitado espacio de mansión.

Por lo general, me mantenía dentro de mis límites. Cuando era una niña pequeña, pensaba que estas reglas no durarían demasiado tiempo; al principio pensaba que todos los niños eran como yo. Pensaba que todos juntos saldríamos eventualmente de la fase en la que el contacto físico era fatal y nos convertiríamos en los ejemplos de adultos que me rodeaban. Había visto que Peter saludaba de mano a nuestro abogado Tom Pepper; había visto que la señora Blott tocaba las mejillas enrojecidas de Peter para comprobar si tenía fiebre. Antes de la dura demostración que me enseñó que mi teoría era falsa, obedecía con la sensación de que mis restricciones eran comunes, una faceta de suspirar y sonreír hasta encontrar el camino hacia el contacto humano. Una vez que supe que no era así, que yo estaba sola en mi destrucción, mi obediencia surgió del miedo.

Cuando el clima era agradable, por lo general me sentía satisfecha de pasar las mañanas en la cocina o en la biblioteca, almorzar en la terraza, ocuparme del patio trasero. En los días malos, o en los enloquecedoramente calientes, me ponía inquieta. Entonces, me gustaba explorar. Tenía cuidado de cubrirme por completo y me aventuraba a las partes remotas de la casa, con mirada de antropóloga y el sombrero de historiadora amarrado con fuerza. Para mí, las habitaciones no intervenidas de Urizon eran un misterio, una amenaza, un naufragio silencioso conservado en las profundidades. Los cuadros antiguos exigían una interpretación sutil, los baúles cerrados con llave me rogaban que los abriera, los cajones atorados me pedían que los liberara.

El pasillo, que rodeaba nuestro salón de bailes cubierto de polvo, estaba flanqueado con retratos de los Blakely: parientes distantes de rostros muy adustos. Peter me había hablado de los que conocía: el fundador William, desde luego, más alto en pintura de lo que habría podido ser en vida. Su esposa, de rostro fruncido, mucho más pequeña. El retrato más cercano a la entrada era de la hermana de mi tatarabuelo, una muchacha bonita, aunque muy delgada, y tan pálida que me imaginé que era tuberculosa o que estaba afligida por alguna otra enfermedad. Su retrato estaba colgado junto al de su hermano, mi tatarabuelo, un hombre de nariz protuberante que parecía mucho más viejo que ella, aunque era probable que simplemente hubiera posado para su retrato varios años después. Ella se llamaba Lucy Blakely; él era John. Su línea familiar era la que se rastreaba más fácilmente hasta mí, sus retratos eran más recientes y debido a ello me parecían más reales. Percibía una mirada de anhelo en los ojos oscuros de Lucy y un toque demoniaco en la mirada de su hermano, que contrastaba con la rigidez de sus posturas.

Junto a sus cuadros estaban colgados los de Frederick Blakely, varias Marys, un hombre que solo tenía el nombre de General y que estaba sobre su caballo; Helen, de cabello dorado y mirada agachada hacia un único lirio blanco que llevaba en sus manos igualmente blancas; Marian, con el nombre de una mujer pero el rostro estricto de un hombre; una Katherine, una Alice y otros tres Williams, todos bastante aburridos; una niña pequeña llamada Emma, dibujada en silueta; un demacrado perro negro. En comparación con las obras de los maestros antiguos, cuyas vidas había leído en los viejos libros de arte de nuestra biblioteca y cuyas imágenes parecían a punto de saltar de la página y casi podía sentirse la textura de sus capas o la suavidad de sus abrigos de pieles, estos parientes pintados parecían vacíos. Había una mezquindad en ellos que me molestaba; no podía imaginarme que pensaran que valía la pena mantenerse de pie en esas posiciones durante horas con el fin de que se les conservara sobre una pared para siempre. Todos estos Blakely me parecían inescrutables, murmuraban sobre mí y juzgaban mi comportamiento como la última de su linaje.

Un murmullo más fuerte, aunque más difícil de comprender, era el del bosque vecino: una masa de álamos y coníferas negras; viejos y sabios sauces ingleses; tejos con troncos tan anchos como cinturas de gigantes; un revoltijo de raíces de árboles que se retorcía como venas. Árboles que, en comparación con los árboles jóvenes de las ciudades, eran como tigres junto a gatos domésticos; su estirpe era más vieja, más profunda, más bendita.

A Peter no le gustaba el bosque. Cuando era pequeña, él había construido una cerca de madera improvisada para dividir los árboles de nuestro patio trasero, temiendo que pudiera aventurarme entre la antigua vegetación y me perdiera. Esa cerca solamente se mantuvo con orgullo una temporada antes de que el clima le pasara factura, pero Peter nunca la quitó, sino que dejó que se astillara y que la madera podrida se desintegrara y volviera a la tierra en el límite de los árboles. En varios puntos, yo podía pasar a través o por encima de ella; y aunque a menudo me dijeron que no me saliera del patio, me sentía cada vez más inquieta. A veces podría haber jurado que los árboles me llamaban. De reojo, podía ver una madriguera que alguna vez había pertenecido a zorros, un árbol joven partido por un rayo en el centro, un álamo vencido por una colonia de nidos: un mundo entero que me rogaba que lo explorara. De no haber sido por las viejas historias de la gente del pueblo que se había perdido en el bosque, historias que magnificaban la oscuridad de sus profundidades —de no ser por mi propia oscuridad, que evitaba con tanto cuidado—, seguramente habría sucumbido más pronto.

Pero yo sí conocía las historias; eran parte de mí, me atemorizaban. Esta era una de ellas:

Hacía muchos años un leñador vivía en Coeurs Crossing, el pueblo más cercano a Urizon, con su esposa, que estaba embarazada, y un hijo muy pequeño. Esta familia era muy feliz, o eso cuenta la historia; el leñador se despertaba temprano y se despedía de su esposa con un beso para adentrarse en el bosque con su hacha. Se esforzaba toda la mañana cortando madera, después regresaba a comer con su familia antes de ir a hacer sus entregas. La gente lo quería. A la familia le iba bien. Hasta que un día, después de haberse marchado al bosque a la hora usual, el leñador no regresó.

Su esposa estaba preocupada y cuando llegó la tarde y su marido aún no regresaba, se adentró en el bosque para buscarlo. Alguien de Coeurs Crossing reportó que había visto a la mujer tambaleándose sobre una ligera capa de nieve y que el pequeño niño caminaba con dificultad detrás de ella. Un granjero dijo que la llamó desde su granero, pues estaba cepillando a sus caballos, pero que seguramente no lo escuchó.

Nunca la volvieron a ver.

Su esposo, el leñador, salió del bosque antes del amanecer. El mismo granjero que había visto que la mujer se marchaba fue testigo del regreso del marido. El leñador tenía el rostro demacrado, toda la ropa hecha jirones y en los brazos cargaba a su pequeño hijo, cuyo rostro estaba reseco y azul por haber pasado la noche en el frío.

Al día siguiente, el leñador fue visto en el centro del pueblo, balbuceando algo sobre los árboles, jurando que el bosque no había dejado de cambiar de forma a su alrededor. Sin importar cuánto lo intentara, decía, no podía encontrar el camino de regreso a casa; la noche cayó y soplaron vientos helados, y sin embargo, la madera que había conocido tan bien solo unas horas antes, la madera alrededor de la cual había crecido y con la cual había hecho su trabajo durante años, había cambiado.

El leñador había luchado con valor y después, al fin, se había hundido en la desesperación. Había abandonado cualquier esperanza de escapar: se acostó en el piso frío del bosque, cerró los ojos y se puso a llorar. Cuando los abrió, dijo, un camino se había abierto frente a él de la nada. Lo siguió y el sendero lo llevó hasta su hijo, que estaba sentado temblando en la nieve, completamente solo.

Los habitantes del pueblo pensaron que estaba loco. Algunos dijeron que quizá la locura siempre había estado en él, que se había llevado a su esposa al bosque y ahí la había asesinado. Otros creían que la pena de la pérdida lo había vuelto loco, que la desaparición de su esposa, y con ella la de su hijo no nacido, simplemente había sido demasiado para él y que su mente se había quebrado bajo la presión. Nadie pudo explicar a dónde se había ido la mujer del leñador. Nunca volvieron a ver un rastro de ella y el leñador jamás se recuperó de este episodio. Pasó el resto de sus días en un trance incoherente y con ojos blanquecinos caminando por Coeurs Crossing, con la barba larga y los pies descalzos, advirtiendo a los otros residentes de los terrores del bosque.

Escuché esta historia muchas veces, narrada por la vieja madre Farrow, que vivía junto al río. También Tom Pepper, nuestro abogado, me contó una versión, e incluso una vez escuché un recuento muy breve de la señora Blott. Pensaba que era una historia maravillosa, misteriosa y oscura, un buen cuento para contar cuando uno se acurrucaba frente al fuego o cuando la nieve caía tarde por la noche. Me asustaba, aunque no estaba segura de que creyera en ella. La historia era demasiado vieja y estaba profundamente enraizada para requerir mi credulidad, existía fuera del reconocimiento, no necesitaba acreditación, no exigía la fe de nadie. Su prueba era la altura y la extensión del enorme bosque clandestino, que se extendía justo fuera de mi alcance.