La esmeralda manchada

Lucy, 1888

A los veintiuno, Lucy Blakely salió por la ventana de su habitación, se deslizó por el costado de esa casa sofocante, Urizon, y corrió descalza sobre el pasto húmedo hacia el bosque.

Había sido una niña enfermiza. Cuando nació, a finales de un invierno de fuertes nevadas, en el año de 1867, llena de venas azules que eran visibles a través de su piel pálida y delgada, un primo le murmuró algo a su padre sobre la mala fortuna de haber engendrado primero a un verdadero demonio y después a un fantasma. Thomas Blakely se rio y vio a través de la ventana congelada de la biblioteca cómo la institutriz trataba de evitar que su pequeño hijo John, el demonio del que hablaban, le aventara duras bolas de hielo al jardinero.

—Ella va a ser saludable, mi viejo amigo, espera y lo verás —dijo Thomas.

—Ella va a tener que serlo —murmuró el primo.

Cuando una semana después llamaron al doctor para que examinara a la recién nacida, que a pesar de su apetito feroz no subía de peso, el médico notó que su piel sabía a sal y que sus intestinos se movían de manera extraña. Les dijo a los Blakely que tendrían suerte de ver viva a Lucy durante los siguientes seis meses; tras lo cual la madre de Lucy, que había perdido cuatro hijos anteriormente, se colapsó en el diván chapado en oro. Su esposo le dio un masaje en la espalda temblorosa, murmuró una o dos palabras de vago consuelo y después fue a hablar en privado con el doctor. Los sirvientes trataron de consolar a la apenada madre con pasteles y crema dulce, mientras que la joven Lucy, ajena a la declaración de sus deficiencias, balbuceaba desde la cuna.

En el umbral, John Blakely vio que su hermana cerraba los pequeños dedos, que flexionaba los diminutos pies. John era siete años mayor que Lucy y ya pellizcaba a las sirvientas y destrozaba antigüedades invaluables. Observó que los especialistas se reunían alrededor de su hermana y escuchó los lamentos de su madre por otro niño perdido, las afirmaciones sin fundamento de su padre de que esta vez sería diferente. Con los ojos entrecerrados de envidia, John arrastró su caballo mecedora al cuarto donde dormía la recién nacida y montó con fuerza al animal de juguete contra las tablas del piso. Más tarde, hundía el atizador en el fuego de la sala hasta que tomaba un brillo anaranjado de calor y se emocionaba por el brillo que proyectaba sobre Lucy, contemplando su poder. Esperaba la muerte de su hermana, el duelo necesario, la atención que después volvería a dirigirse a todos sus caprichos, pues él, como primogénito, sentía que se lo merecía. Sin embargo, los años se extendieron y la pequeña niña creció, cada resuello y tos era una llamada a la acción, cada estremecimiento era seguido por una ventana que se azotaba al cerrarse, nuevas cobijas, cada respiración desafiaba las expectativas de los médicos y necesitaba cuidados.

Una reina entre sus muñecas de porcelana y sus almohadas, la pequeña Lucy se acostaba bajo un grueso toldo de cobijas en su enorme cama de plumas, el fuego de su habitación nunca cumplía del todo la amenaza de sobrepasar el límite del fogón suspendido. Su postración semipermanente le permitía una vista de los extensos prados, de los adornados jardines, de su hermano y sus compañeros de juegos que corrían libres durante las vacaciones de la escuela.

Cuando el clima era agradable, y su respiración estable, se le permitía abandonar su habitación, socializar en el salón de baile, o en la sala con la familia y los invitados, o tomar el sol en la terraza. Sin embargo, si una tormenta oscurecía el cielo, si el sol brillaba con demasiada fuerza, si Lucy estornudaba, tosía o se rascaba, la regresaban a su habitación y la instruían a que se quedara muy quieta y en silencio.

Su madre acataba las primeras advertencias de los doctores como una religión: Lucy no debía fatigarse, no debía sentarse demasiado cerca de las ventanas, no debía llamar con demasiada fuerza a los sirvientes, no debía interactuar con niños de su edad.

—Es por tu salud —le advertía su madre. Lucy sonreía y asentía: «Desde luego que sí, madre». Aun así, se preguntaba en privado qué virtud era la salud, la extensión de la vida, si estaba encerrada en un cuerpo que la traicionaba. Su madre creía que la biblioteca era demasiado polvorienta para sus pulmones llenos de flemas, que las manos de los sirvientes eran demasiado sucias, que incluso los ramos de flores eran demasiado pesados para que los sostuvieran las débiles extremidades de Lucy. Cuando cumplió los once años, Lucy sentía que llevaba setenta años confinada a su habitación, incapaz de influir siquiera en la cantidad de limón que se exprimía en su té o en el cierre de las lujosas cortinas de brocado.

Cuando sus dos padres murieron de forma inesperada en un accidente de carruaje, la niña cumplió doce y John, quien acababa de cumplir veinte, fue designado como el guardián de Lucy. Explícitamente le prohibió a Lucy que saliera de Urizon, una restricción que ella esperaba fuera eliminada al faltar su madre, quien por lo menos había tenido buenas intenciones en su exigencia de confinamiento. El decreto de John no tenía buenas intenciones. Lucy había tenido una fiebre terrible la última vez que se había aventurado al jardín de Urizon y John citó eso como justificación para mantenerla adentro, pero el gesto de su boca le decía otra cosa. John le enseñó a Lucy a ser rencorosa.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó Lucy a su hermano, y como respuesta le dieron libros sobre la administración de la casa y las reglas de entretenimiento, pobres sustitutos de la poesía, crueles en sugerir que la Lucy preadolescente, y no la capaz y anciana ama de llaves, llenaría el papel de la madre. A Lucy nunca le habían enseñado el comportamiento usual de las damas jóvenes; su madre decía que tales actividades eran demasiado agobiantes. Y algo que nunca se había dicho pero que siempre se había supuesto: era probable que Lucy nunca alcanzara la edad para la que tal tipo de educación sería útil.

¿Cuántos años esperaba John ser el guardián de su hermana? ¿Cuánto tiempo pensaba que le quedaba de vida a Lucy? Ella misma no estaba segura, pero hizo su mayor esfuerzo por complacerlo como había tratado de complacer a sus padres, a los médicos, a todos los que visitaban la casa. John no quedó impresionado con su maestría en la colocación de la mesa o con su investigación de los títulos de nobleza. Lucy pasaba cada vez más tiempo en la biblioteca de Urizon, buscando el conocimiento que pudiera justificar su existencia a medias, tratando de demostrarle su valor a su hermano.

Buscó en la colección privada de su padre, un conjunto variado y conveniente para el diletantismo de toda su vida, los entretenimientos de un hombre que nunca había necesitado trabajar. Además del cráneo de un roedor, Lucy descubrió la obra de un tal Charles Darwin, un manuscrito titulado La conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Sacó el texto a la sala principal, donde John la reprendió por leerlo.

—Ese libro no es para mujeres —dijo, riendo—. Es difícil decir para quién es, en realidad. Definitivamente, no es para quienes asisten a la iglesia; definitivamente, no es para alguien que crea en la teología natural. Además, no vas a entender ni una palabra.

Lucy tomó la burla de su hermano como un desafío. Leyó todo el texto de principio a fin. De los largos tratados sacó dos conclusiones en claro. La primera: que ella misma era una anomalía; si cada generación de vida era de alguna manera mejor que aquella de la que había provenido, su cuerpo debía tener una clave oculta. No era patética en la forma de mantener a raya la enfermedad, sino más bien el comienzo de una raza nueva y mejor. Una raza favorecida de mujeres.

La segunda certeza, una extensión natural de la primera: cualquier hija que Lucy diera a luz sería magnífica. Se imaginaba una niña pequeña con su propia resiliencia imposible, no atrapada en un cuerpo débil, sino respaldada por un cuerpo fuerte. Se imaginaba una niña pequeña que rechazara a John, quien no solo comprendería las complicaciones de la nueva ciencia, sino que propondría algo más ella misma. Una criatura milagrosa que preservaría el legado de Lucy mucho mejor que el anodino retrato que ahora colgaba afuera del salón de baile. Los doctores le habían dicho que esa hija era inconcebible y, sin embargo, también habían asegurado que ella jamás llegaría a la edad de diez años. Tras haber conquistado tan funesta imposibilidad, seguramente Lucy podría superar un desafío más. Tendría una hija, Lucy estaba segura. Pero ¿cómo iba a engendrarla sin esa primera marca de feminidad, sin la menstruación? ¿Cómo lo haría sin acceder al mundo exterior a Urizon?

A los dieciocho descubrió la respuesta en la biblioteca, oculta en un libro más antiguo que el resto. El texto estaba tan apretado contra la repisa que un pedazo de la portada se quedó pegado a la madera y se rasgó cuando Lucy lo jaló hacia afuera, dejando una cicatriz en el libro y en el librero. Al principio, comprendió poco de su contenido enigmático, una extraña serie de símbolos: un árbol dibujado con líneas, muy parecido al de Darwin, que parecía tener a un niño que salía del tronco, una extraña serie de flechas que se sobreponían; un escudo derretido; una cruz. Sin embargo, Lucy reconoció la imagen de la espiral —un laberinto a la muerte y de regreso— y un pequeño pájaro encrestado. Ambos estaban grabados toscamente en el barandal de una escalera en las profundidades de la casa. Símbolos que, según murmuraban las sirvientas, hablaban de viejos poderes y de resurrección. Las reminiscencias de la maldición de la familia Blakely.

A Lucy le parecía obvio el camino que llevaba a la muerte: se trataba de un viaje constante, aunque sinuoso, que ya había comenzado. Pero el camino de regreso… Para una joven enclaustrada que había vivido mucho más allá de la fecha predicha, «de regreso» era una balsa a la que podía aferrarse en un mar que amenazaba con ahogarla más cada día. Comprender el libro se convirtió en la obsesión de Lucy.

John observaba que su hermana estudiaba el manuscrito, que se concentraba en la lectura de mapas y runas, que murmuraba encantamientos. Lucy tenía un diván rojo en el que le gustaba acurrucarse acompañada por su sabueso favorito. La chimenea de la biblioteca proyectaba sombras intermitentes sobre su rostro; todo estaba en silencio salvo por la crepitación del fuego y el silbido trabajoso del pecho de la muchacha. John percibía que siempre había estado enojada, pero sus frustraciones habían hervido a fuego lento por debajo de la superficie y habían estado dirigidas a su débil cuerpo; solo alguna ocasional ráfaga de furia en sus ojos había sugerido que su descontento era contra él. Ahora parecía que Lucy había dejado de ocultarse, de obedecer. Más que cualquier paradigma científico, ese libro la había cambiado.

Imperiosa, Lucy le informó a John que ya no iba a reunirse con él en la cena. No iba a tocar el piano ni a ayudar a organizar los menús de la cocina, ni siquiera se iba a cambiar el delgado camisón para ponerse el atuendo adecuado con el que debía recibir a sus huéspedes. Tenía otros asuntos que atender, ejercicios más importantes que los arpegios, planes más inminentes que las comidas. En un principio, las negaciones escaparon de los labios de Lucy como eructos, se le abrieron los ojos de par en par por su propia desfachatez y se llevó la mano al rostro para taparse la boca. Su hermano se rio de ella, menospreciándola. Cuando su desdén no consiguió persuadirla, John la insultó con todo su poder, la amenazó con encerrarla en su habitación y negarle la cena. Sin embargo, ella continuó. No volvería a ser la niña que había sido. Conforme Lucy estudiaba el nuevo texto, se sentía cada vez más segura de su decisión, más en armonía con lo que quería, con lo que sabía. Había una promesa en las páginas de ese tomo antiguo; una promesa y un secreto.

Finalmente, Lucy abrió los ventanales que rodeaban el salón de baile, a pesar del rugido y la mordida del viento. Se arrodilló entre velas votivas encendidas, acomodadas en un triángulo. Murmuró y gimió. Se rasgó los brazos hasta que le sangraron. Lucy conservaba en una pequeña esfera de ámbar un diente que se le había caído de niña y sostuvo la esfera hacia la luz, mientras cantaba una melodía con la garganta.

Los sirvientes empezaron a murmurar sobre ella. El jefe de correos extendió las habladurías. Cuando John recibió a un grupo de cacería en la casa, los invitados se fijaron en Lucy, notaron sus aires de grandeza, sus rituales, sus exigencias. Fue humillante. Le pidieron a John que, por su buena conciencia, planeara qué hacer con su hermana. Le sugirieron una institución en la ciudad, dirigida por reverenciados hombres de ciencia, que era conocida por resolver ese tipo de casos de histeria.

En ese entonces, estaba de moda declarar histérica a una mujer y a John le gustó la idea de parecer moderno. Anunció su decisión una vez que su último invitado se marchó; le dijo a Lucy bruscamente, después de comer una salchicha fría y tomar un poco de té, que tenía una hora para preparar sus cosas y arreglar asuntos domésticos de menor importancia; luego, salió a fumar un puro en la terraza trasera.

Lucy escuchó que los doctores se aproximaban, oyó los relinchos de los caballos y el chasquido de las ruedas del carruaje en la entrada. Corrió arriba, a su habitación, cerró la puerta por dentro y salió al techo. Una vez ahí se encaramó sobre la cúpula y cruzó la torreta como una cuerda floja mientras las tejas le rasguñaban las palmas. Cuando brincó al suelo, aterrizó de manera tal que se lastimó el tobillo. Desde el pasto, Lucy pudo escuchar que los hombres gritaban y golpeaban la puerta, con órdenes iracundas de que dejara esta tontería y permitiera que los doctores y John entraran de inmediato.

Todo se quedó en silencio por un momento, antes de que se dieran cuenta de que ya no estaba ahí. Después, fue un caos. Enlistaron a los sirvientes para que se extendieran por el terreno en su búsqueda. Lucy recuerda la voz de John gritando, los doctores, engañosos, que la llamaban con tonos falsamente dulces. En ese momento se había sentido tan joven, erizada de miedo, esforzándose por mantener la respiración. Cojeó a través del bosque en busca del lugar adecuado para hacer una pausa y suplicar, rezar porque las viejas historias y sus propias interpretaciones de los símbolos del libro fueran verdaderas. Se sintió atemorizada por el chillido agudo de un búho. Estaba temblando.

El cielo otoñal se vació de su última luz.

«Ahora», rogó Lucy, «ahora. Ahora debe ocurrir».

Escuchó el pesado caminar de uno de los médicos de la ciudad que se movía con fastidio hacia ella, mientras se esforzaba por avanzar a través de un matorral. A cien pasos de distancia, después a cincuenta, a veinticinco. El tobillo le punzaba. No había nada más que hacer. «¡Ahora!», Lucy cerró los ojos con fuerza y se quedó inmóvil.

El doctor pasó a su lado.

Lucy pudo oler el whisky de su aliento, sentir la vibración de su cuerpo en el aire. Oír que su abrigo se arrastraba sobre la tierra. El hombre maldijo y se dio la vuelta en su propio eje. Mientras él regresaba en dirección a la casa, insultando por haber desperdiciado la tarde, Lucy abrió los ojos y se encontró con un bosque completamente diferente. Los árboles parecían más altos. La brisa que sentía era cálida. Incluso el canto de las aves había cambiado sus notas a un legato más agudo. Lucy abrió los brazos hacia el cielo, dejó escapar un aullido de alegría… y encontró a seis mujeres que la observaban.