Por un tiempo, mi padre, mis libros y la señora Blott fueron mis únicos acompañantes. Supuse que existían otros niños en situaciones muy parecidas a la mía y supuse que a cierta edad, una vez que me hubieran hecho suficientes pruebas y se considerara que estaba lista, los conocería. Me imaginaba una especie de baile, con preadolescentes vestidos de tafetán y esmóquines miniatura que avanzaban en fila por el salón de baile de un castillo, ensayando incómodos pas de deux. Quizá hablaríamos del clima, de lo majestuosos y estúpidos que nos sentíamos en nuestros trajes, de lo emocionante que era tomar la mano de otro niño, de cómo los niños de los cuentos de hadas hacían todo con tanta facilidad. Sus manos, pensaba, se sentirían suaves como las sábanas de mi cama, las uñas serían frías y suaves como de metal. O quizá nos quemaríamos uno a otro con nuestros primeros contactos ardientes, antes de que nuestra piel se enfriara a una temperatura más adecuada. Quizá nos fusionaríamos momentáneamente, la carne se pegaría a la otra carne y nos separaríamos con las palmas rosas peladas. Después, cuando hubiéramos entrado lo suficiente al mundo táctil de los adultos, regresaríamos a nuestras casas, donde los niños crecerían para convertirse en Peters y las niñas, en señoras Blotts. Y así, para siempre, conforme nuevos niños florecieran con la primavera y conforme las viejas señoras Blotts y los Peters volvieran a la tierra con el otoño.
La lógica de tales rituales no me perturbaba. Me sentía ansiosa por crecer, demasiado joven para comprender gran parte del mundo; sin embargo, cuando cumplí seis años la fantasía se destrozó en pedazos. Me di cuenta de que no iba a usar un traje de gala; que no habría ningún baile.
Ocurrió de esta manera: estaba paseando por el patio delantero de Urizon, vestida con pantalones y mangas largas, con un viejo par de guantes de jardinería amarrados a mis muñecas con un lazo y un enorme sombrero atado a la barbilla. Habría sido todo un acontecimiento para alguien que no estuviera familiarizado con mi condición y sudaba terriblemente por el calor de mediados de mayo. El tratamiento de la señora Blott para mi enfermedad requería gran parte de lo que uno supondría que alguien con extrema sensibilidad al sol necesita: hacía que me untara cremas y que cubriera todas las partes de piel visibles. Peter se reía de mí cuando me veía vestida para salir al exterior, pero me importaba poco su opinión. Me gustaba estar afuera. Disfrutaba el paisaje vasto e inexplorado, la exuberancia de nuestros pastos y el a veces color azul del cielo. La caricia del sol era más cálida que las de mi padre, más directa. El viento era un acompañante más real que las niñas que conocía en libros, a quienes amaba con profundo cariño, pero que sabía que jamás me conocerían. Me sentía más grande afuera, donde mi vida parecía más ancha y más significativa, como si en cualquier minuto fueran a convocarme para cumplir con un gran destino, con tal de que fuera paciente y aprendiera a aguardar mi momento.
En ese día en particular, había decidido actuar contra una porción preocupante de hiedra que estaba asfixiando dos grandes robles frente a nuestra propiedad. No estaba segura de que una hiedra pudiera realmente matar unos robles por asfixia, pero me inquietaba ver que la planta devoraba los troncos. Sentía que no podía permanecer ociosa mientras los veía sufrir, así que intenté remover las enredaderas atacando cada raíz una por una, un trabajo frustrantemente lento. Una familia de ratas había construido su nido en la tierra y mientras me esforzaba por tirar la hiedra de una de las ramas del roble, podía escuchar su chillido.
—Cállense —murmuré.
Los guantes que llevaba eran voluminosos y no me permitían actuar con libertad. Deseaba quitármelos, pero la señora Blott me había dicho que no debía hacerlo.
Cuando hice una pausa para lamer una gota de sudor que me caía por el labio superior, el chillido de las ratas quedó amortiguado por otro tipo de sonido: voces agudas como la mía, que reían, cantaban y gritaban. Enderecé los hombros, me sacudí una rama de hiedra de encima y atravesé el patio para asomarme por entre las ramas de un seto que ocultaba el camino principal. No pasaban muchos viajeros por nuestra propiedad, solo carros que se dirigían rápidamente a la ciudad (a un día de distancia de la casa), a la universidad o al pueblo aledaño (aproximadamente a treinta minutos), o incluso algún ocasional turista atrevido que se sentía atraído por las fábulas locales.
Por esa razón, era poco usual que pasara frente a mí un grupo de niños (que después supe que eran los niños de escuela del pueblo), quince, conducidos por una maestra. A Peter no iba a gustarle. Estaba a punto de regresar a la casa para alertarlo, cuando me di cuenta de un pequeño detalle perturbador: aunque apenas eran más grandes que yo, los niños iban tomados de la mano.
Avanzaban en una línea, con el cuerpo ligeramente girado para un lado porque sus brazos se extendían hacia adelante y hacia atrás, como elefantes que se agarraran por la cola y la trompa. Pequeñas manos pecosas tocaban manos pálidas, manos sucias tocaban manos limpias. Me sacudí el sombrero para poder ver mejor y mi frente tocó el arbusto podado, con lo que maté un montón de hojas.
Los niños estaban pasando tan cerca que si hubiera extendido un brazo habría podido tocarlos. Vi zapatos robustos de piel reemplazados por sandalias, un vestido amarillo que se convirtió en una falda de tafetán, el lóbulo liso de una oreja seguido por otro perforado. Observé que el dueño del último lóbulo, el último niño de la caravana, se soltó de la mano de su compañera de clase. Se dio la vuelta y me miró directamente; sus ojos grises se encontraron con los míos a través de las ramas del arbusto. Parpadeó. Era más alto que yo y rubio, el cabello le caía en rizos sobre las orejas.
—Hola —dijo con solemnidad.
Una voz de niña gritó: «¡Mattie!». Alguien estaba buscando al niñito. Hizo un gesto con la cabeza hacia mí y corrió para reunirse con el resto de su clase. Lo observé hasta que desapareció en el camino. Me desamarré los lazos de los guantes de jardinería y dejé que se me cayeran de las manos. Regresé hasta la hiedra con la que había tenido tantos problemas y la toqué con un dedo para ver cómo la muerte gris trazaba su camino sobre el verde.
Esa fue la última vez que usé los guantes de jardinería. Les dije a la señora Blott y a Peter que me lastimaban, que hacían que me diera comezón en los dedos y me hacían sentir rara. No estaba segura de cómo me sentía y era incapaz de predecir sus reacciones, así que no les dije nada de los niños que había visto en el camino. Peter anotaba cada cambio en mi condición como un dato más y, como por lo general no me quejaba, él y la señora Blott me permitieron dejar de usar los guantes y el sombrero, a veces incluso los pantalones cuando prefería usar mallas y tenía cuidado. Todavía tenía prohibido jugar con la vida de las plantas, pero Peter convirtió un pedazo de jardín a un lado de la casa en una sencilla caja de arena en la que me podía sentar, con las manos desnudas o descalza, y jugar sin ningún efecto obvio.
Este regalo fue de poco consuelo. Haber echado un vistazo a una forma de infancia que no era como la mía me había desanclado; en mi mundo anteriormente liso se había abierto una grieta. Me volví malhumorada, picoteaba la comida, me negaba a sonreír. Cuando pensaba que era una niña entre muchas, temporalmente sola, mi cuerpo me emocionaba. Que mi padre se sintiera impresionado por mí, lo suficiente como para iniciar un estudio intenso y longitudinal que apuntaba mi relación con todo, desde juguetes de madera hasta moras azules, que incluso otras personas estuvieran impresionadas con leer sus hallazgos, siempre había sido un motivo de orgullo. Había pensado que eso significaba que yo era especial, mejor, de alguna manera, que los otros niños, quienes quizá solo eran capaces de atenuar el color de una flor o impedir la decadencia de la rama muerta de un árbol. Ahora veía que no me estudiaba por sobresalir entre la mediocre multitud común, sino por estar magníficamente por debajo de ella. Mis guardianes no me escondían porque fuera muy inteligente sino porque estaba contaminada, mi existencia era inherentemente inapropiada.
Desempacar la lógica que había conformado mi mundo me tomó semanas, pero, una vez que desmantelé las viejas ideas y las reformé, me quedé con una verdad terrible: no todos los niños poseían mis poderes; por lo tanto, no todos los niños habían drenado las vidas de sus madres cuando estaban en sus vientres. El contacto infantil no era una cosa tonta de cuento de hadas. Yo estaba sola en mis deformidades; era una asesina, un monstruo.
Peter, complacido consigo mismo por haber hecho la caja de arena, no se enteró de mi cambio de actitud; sin embargo, la señora Blott sí.
—Maisie —dijo con brusquedad—, deja de estar tan desanimada. Tienes un techo sobre la cabeza y comida en el plato. En el mundo hay personas que tienen problemas mucho peores que el tuyo.
Yo asentía, con rostro serio, pero no hacía ningún esfuerzo por moverme de mi lugar en la mesa de la cocina, donde llevaba horas sentada mirando por la ventana nuestra entrada vacía y silenciosa. Miré mis manos abajo (la tierra bajo mis uñas, mis cutículas mordidas, rosas y palpitantes) y deseé estar fuera de ellas. Por milésima vez en esa semana cerré los ojos y ansié que al abrirlos estuviera dentro de otro cuerpo: uno más bonito, más limpio, mejor.
—Necesita compañía —le dijo la señora Blott a Peter esa tarde. Estaban en la biblioteca, a solas, pero habían dejado la puerta abierta. Si me paraba en un punto particular de las escaleras principales, podía oír todo lo que decían.
—Es demasiado peligroso —murmuró Peter —, la compañía no sabría qué hacer con ella. Ni ella con la compañía, me parece.
—Comprendo tus preocupaciones, estoy de acuerdo, pero no puedes criar a una niña en aislamiento. Conforme crezca…
La voz de la señora Blott se hizo más baja y me apreté contra el muro para tratar de escuchar el resto de sus palabras. Escuché el chillido de una duela. Cerraron la puerta de la biblioteca.
Como resultado de esta conversación, se decidió que podía acompañar a la señora Blott a visitar a la vieja madre Farrow, una señora inválida que vivía junto al río. Como la vieja mujer no tenía familia que la cuidara, la señora Blott le llevaba comida y le hacía compañía siempre que le era posible. Se me permitiría acompañarla en sus visitas siempre y cuando siguiera las instrucciones de Peter. Si alguna vez lo desobedecía, perdería de inmediato ese privilegio sin ninguna oportunidad de libertad condicional.
Las instrucciones eran estas, escritas, impresas y colgadas en un marco en mi habitación:
1. Bajo ninguna circunstancia tocarás deliberadamente una cosa viva.
2. Bajo ninguna circunstancia tocarás deliberadamente una cosa muerta.
3. Si llegaras a tocar una cosa viva o muerta, de inmediato la regresarás a su estado natural.
—Pero la número tres es una contingencia, lo que significa que tendría que romper la regla número….
—Maisie —dijo Peter—, aprecio tu lógica. Alguna vez tendrás una buena carrera en la corte; sin embargo, por ahora, seamos simples. ¿Comprendes y estás de acuerdo con estas condiciones?
Comprendía.
Así que a los siete años conocí a la madre Farrow, quien llegaría a vivir hasta los cien años, pero entonces tenía apenas noventa y seis y estaba casi ciega. Siempre estaba sentada en su cama, reclinada sobre unas almohadas, tan demacrada que ya parecía un esqueleto y el cabello que le quedaba era tan escaso como el de un niño. Tenía siete dientes reales y sentía orgullo de mostrármelos y se negaba al ofrecimiento de la señora Blott de llamar a un dentista que le hiciera un juego nuevo y falso. En lugar de pies reales bajo la cobija de la cama, la madre Farrow me dijo que se rumoraba que tenía cascos de caballo. La señora Blott negó ese chisme, pero una vez la espié, mientras ella atendía el jardín y la madre Farrow dormitaba; alcé las pesadas cobijas a los pies de la cama de la madre Farrow para revelar un par de pantuflas amarillas tejidas. Parecían tener la forma usual, pero ¿quién podía decir lo que se escondía debajo? Regresé con cuidado la cobija a su lugar, satisfecha de permitir que el misterio sobreviviera.
Los muy viejos son como los muy enfermos o los muy extraños, en la manera como se mueven por el mundo, en la forma como el mundo los trata. Percibía en la madre Farrow la misma sensación de desconexión que reconocía en mí misma, un anhelo similar de formar parte de un mundo que no tenía lugar para mí y que se negaba a cambiar de ritmo para adaptarse a mis necesidades particulares. Ella había tenido una vida larga y parecía que en esos años finales no le temía a la muerte en sí misma, sino a la pérdida de las décadas de conocimiento acumulado, el cual, si no lo transmitía, se marchitaría sobre la maleza. Mientras la señora Blott preparaba sopa o estofado, barría la cocina o cambiaba las sábanas, yo me sentaba al lado de la madre Farrow y la escuchaba hablar.
Me contó maravillosas historias de princesas, brujas y monstruos del bosque. Coeurs Crossing, el pueblo cercano a Urizon, era el refugio de esas historias y en su infancia, antes de las emociones del entretenimiento moderno, había tan poco que hacer para la madre Farrow, luego de terminar sus tareas, además de escuchar y contar. Todos los cuentos ocurrían en las colinas que nos rodeaban: una joven mujer vivía en nuestro pueblo, una niñita vivía en mi casa. Eran la antítesis de las tareas más prácticas de Peter: la oscuridad a la luz de su lógica, las reminiscencias, me dijo él, de un mundo menos civilizado. La gente contaba historias, decía él, para explicar fenómenos naturales, las fases de la luna, una cosecha poco usual, los extraños comportamientos psicológicos que exhibía algún vecino. Estos cuentos, decía él, eran de un periodo en que la gente no comprendía que la naturaleza actuaba de acuerdo con las leyes de la física. Eran bonitas explicaciones que ya se habían desaprobado. Ya no eran vitales.
Una bruja del bosque se había robado un bebé de su cuna y había dejado otro a cambio.
Una joven mujer se había escapado con magia de una prisión y había desaparecido.
Una niñita traviesa había lastimado a su madre y la habían desterrado al bosque; ahora su espíritu hacía travesuras tanto en el pueblo como en el bosque.
Una madre se había sacrificado por su hija.
—Tu madre te espera —me dijo una vez la madre Farrow.
La señora Blott se enderezó mientras sostenía una compresa sobre la frente de la vieja mujer. Me miró, yo estaba en un rincón sentada en una silla, con esa expresión suya que usaba a menudo cuando nos aventurábamos a cuidar a la madre Farrow. Una expresión que me decía con total claridad: «Cuidado con tus fantasías».
—Tu madre ha estado viendo cómo te conviertes en una niña tan bonita —dijo la madre Farrow. Extendió una mano hacia mí y me levanté, a punto de acercarme a ella, antes de que me detuviera una mirada de advertencia de la señora Blott—. Las madres siempre están observando.
Incluso a mis ocho años me preguntaba cómo era posible que la madre Farrow, que no había tenido hijos durante casi un siglo, pudiera ser experta en este tema. Sin embargo, desde que la conocí había sido una fuente de sabiduría, así que la escuché. «Una madre», dijo la madre Farrow, «por lo menos una madre de Coeurs Crossing, tiene maneras de observar a sus hijos». Todo porque una vez había habido una jovencita que había causado muchos problemas.
Esta muchacha particular era especialmente traviesa y al final la habían encarcelado por crímenes sobre los que, la señora Blott interrumpió con brusquedad, «No podían ahondar». Su pobre madre se sentó afuera de la celda subterránea, sin comida, sin bebida, durante días y días. Apoyaba la mano sobre la antigua pared de piedra y lloraba por su hija. Había tratado de escabullir notas para su hija bajo la vieja puerta labrada. La gente del pueblo había tratado de apartarla de ese lugar, pues su hija moriría pronto y ella no debía estar afuera cuando los guardias arrastraran a la muchacha a la pira. Sabiendo esto, la madre había permanecido vigilante.
Cuando los hombres que iban a quemar a la niña insensata llegaron a la celda de la prisión, vieron a la madre sentada afuera. Estaba mirando la pared detrás de la cual debía estar acostada su hija, con la frente apretada contra las piedras, como si rezara. Abrieron la pesada puerta.
La muchacha había desaparecido.
No había ningún signo de alteración, de ninguna manera habría podido forzar la puerta. La madre, por su parte, estaba demasiado débil para siquiera ponerse de pie y se consideró imposible que pudiera haberles robado la llave a los guardias. La única explicación, se dijo, era un tipo antiguo de magia, un tipo de magia que pasaba entre una madre y su hija. El deseo de la madre, su sacrificio, su amor, habían permitido que la muchacha escapara. «Desde ese día en adelante», dijo la madre Farrow, «las mujeres del pueblo, quienes simpatizaban, así como todas sus descendientes, poseían un poder especial sobre sus hijos. Podían observarlos a través de barreras tan robustas como la piedra o tan lejanas como la muerte, y podían protegerlos».
Lo que significaba, desde luego, que mi madre podía estar cuidándome.
—No creas ni una palabra de lo que te contó —me dijo la señora Blott cuando volvíamos a casa—. No dejes que te asuste o que influya en tus pensamientos. Estás haciendo un acto de generosidad con una mujer solitaria y yo sé que tienes la suficiente sensatez como para dejar que eso sea todo.
Sin embargo, las historias de la madre Farrow plantaron la semilla: una esperanza profunda. Quizá yo no fuera estrictamente una divergencia darwiniana; quizá yo también estaba bajo un hechizo. Quizá mi madre no estaba muerta, solo estaba esperando. Quizá un día vendría conmigo y me curaría. La posibilidad de la protección de mi madre extendió sus raíces en mi subconsciente, preparándose para el día en que fuera a estallar por encima de la tierra.
Dile a un niño que un cuento no es verdad, dale razones para creer.
«Ningún guapo príncipe te espera. Ningún hada madrina se esconde en el espino blanco. Esos ruidos que escuchas en el bosque son zorros y aves, nada más».
Dile que después de la muerte vienen el paraíso, los arpistas, bebés sin pantalones con brotes de alas. Muéstrale el lugar donde la tierra se tragó a su madre, donde yacen enterrados sus ancestros. Dile que las almas flotan a su alrededor, mientras observa que el rigor mortis que ella misma provocó cubre con su frío helado el cuerpo de alguien que ama.
Nada incita más el tema de la permanencia, del pecado, como el poder de matar y revivir.
Nada promete la resurrección como un cuento de hadas.