Parientes distantes con rostros adustos
A lo largo de cientos de años y cientos de Blakelys, existieron otras seis mujeres como Lucy, que necesitaron el amor limítrofe del bosque. Lucy mira a las otras, ese primer día. Las demás la miran, parpadeando. Los sonidos usuales del bosque (ululatos de búhos, ratones que se escabullen, el crujido de papel de las alas trémulas de los murciélagos jóvenes) fue usurpado por la canción de cuna de antiguos árboles sobrios, un silencio sensible, un murmullo profundo y sutil. La tarde gris ha desaparecido, reemplazada por la pálida luz del sol que baña en oro a cada una de las acompañantes de Lucy. Ella observa a estas mujeres, sospechosa, mientras presentan sus saludos.
Mary es la primera que da un paso al frente. (MARY ELIZABETH BLAKELY, 1670-1708; «Ahora descansa con el Señor», dijo su hermano, aunque no hay un cuerpo en su tumba). Mary llegó a ese bosque, no deseada, más de cien años antes de que Lucy naciera. Allí se calcificó su odio y ver a esta hermana nueva, más joven, le abre grietas a través de los huesos. Mary escupe su nombre al presentarse. El fruncimiento del labio superior de Lucy traiciona su disgusto.
Después, Helen hace una reverencia automática con el cabello dorado enmarañado, la cabeza inclinada a un costado, los ojos brillantes y saltones, como si incluso en el bosque tuviera que seguir utilizando el collar del verdugo. (HELEN MARIA, 1650-1666, inmortalizada en una pintura al óleo; un homenaje a la hija profanada). Lucy asiente con la cabeza, se imagina el retrato de un perfil particular que cuelga justo afuera del salón de baile de Urizon, la blancura sobrenatural de una clavícula en contraste con el marco oscuro de la madera. Si las sospechas de Lucy son correctas, si esta en verdad es la misma Helen, es más escurridiza en persona, sus pómulos son menos prominentes, su nariz muestra menos deliberación. Su cuello no es blanco, sino que más bien tiene grietas rosas y ondulaciones, y exhibe para siempre cicatrices frescas.
La pequeña Emma se acerca con pasos inseguros y el pulgar metido en la boca. (EMMA CORDELIA, 1812-1817, «Qué niña de aspecto tan extraño», «Qué niñita tan fea»). La gran marca de nacimiento que le mancha la mejilla izquierda tiene un brillo aún más rojo cuando se asusta. Abre de par en par sus ojos perpetuamente bizcos.
—Yo soy Emma Blakely —consigue decir a través de los deditos pegajosos—. Bienvenida a nuestro hogar. —Lucy se ríe, tanto por las extrañas pretensiones de Emma como por la confirmación de su propia premonición que se hace más fuerte: ella solo puede ser la hermana mayor de su padre, desfigurada y desaparecida de niña antes de que él naciera, preservada de alguna manera ahí en el bosque. El corazón de Lucy late con más fuerza por el placer, por la maravilla. ¿En qué encantamiento acaba de entrar?
La pelirroja Kathryn no puede dejar de reírse, una mezcla de nervios y emoción. (KATHRYN, 1206-1223, su único recuerdo: «¡Corre!»). Kathryn le sonríe a Lucy de manera conspiratoria, toma su mano y la aprieta.
—La más cálida bienvenida. —Jala el brazo de Lucy mientras habla y examina las mangas de encaje de su camisón con un hambre que no oculta en lo más mínimo.
Del otro lado del claro, Imogen las mira con gesto ceñudo y rostro solemne. (IMOGEN, 1468-1486, entró caminando al bosque y no volvieron a verla otra vez).
—No le hagas caso —dice Kathryn, tomando y balanceando la otra mano de Lucy—. Ella solo va a tratar de ponerte en nuestra contra; va a querer hacer que odies tu tiempo aquí. No hay prisa para eso.
Imogen no contradice a Kathryn. La única madre entre ellas, Imogen carga bajo sus faldas el peso de su segundo hijo, no nacido. Los ojos de Imogen se llenan de una lástima inesperada. «¿Por mí?», se pregunta Lucy, y por primera vez desde que encuentra a estas mujeres siente una ola de miedo.
El frío se hace más intenso cuando Alys sale de entre los árboles como de la nada. (No queda nadie que recuerde a ALYS, 1591-1605. Alys, la última de su especie). Los dientes de Alys están afilados como cuchillos. A la primera mirada, Lucy piensa que tiene trece años, quizá sea más joven, pero sus ojos traicionan su verdadera edad: redondos y plácidos, tan oscuros que casi no tienen pupilas. No dice nada, solo observa.
Lucy respira profundamente y hace desaparecer sus dudas. Piensa en el libro que escondió bajo las tablas del suelo antes de salir por la ventana, en el tiempo que ha pasado rezándole a dioses desconocidos, probando sus propias aseveraciones fantásticas, perfeccionando antiguos deseos.
Lucy les sonríe a estas mujeres reunidas, se endereza como una reina con la cabeza en lo alto. (LUCY MARGARET, 1867-1888, muy delgada y pálida). Deja que Kathryn y Emma le cuenten historias de los animales del bosque, amigos y hermanos que han recordado desde hace mucho tiempo, mientras que las otras caminan cerca, en silencio. Helen recoge violetas y trata de tejer una guirnalda; Mary observa las manos de Helen con un puchero. Alys se queda de pie, quieta, en el límite de los árboles, apenas parpadeando. Imogen se estruja las faldas.
Después de varias horas, Lucy detiene a Emma en medio de la descripción del mejor collar de su perro favorito. Le pregunta a Kathryn qué puede hacer después, dónde puede encontrar refugio. Cómo puede actuar ahora, canalizar fuerza de este nuevo bosque.
—No hay nada que hacer —le responde Kathryn con una risa amarga, acomodándose los rizos rojos detrás de un hombro—. No hay ningún lugar a donde ir. Nada que tomar de aquí.
—De vez en cuando, el bosque se abre a los viajeros —interrumpe Mary—. Tomarás de ellos lo suficiente cuando ocurra.
—Muy de vez en cuando —repite Kathryn suspirando—. Pero ocurre muy rápidamente y no todos los hombres que pasan están bien de la cabeza. Por eso estamos tan contentas de tenerte aquí. Por fin alguien nuevo. Ha pasado mucho tiempo.
No hay estaciones en este bosque de sombras, solo el vaivén de mediados de verano y un sol suave de atardecer. Los árboles elijen la caída de sus hojas, cambian según lo consideren adecuado. La luz se filtra a través de las enramadas, que crean motas sobre la maleza enredada; un riachuelo se escurre con delicadeza sobre las piedras. En comparación a donde han estado las mujeres, es el paraíso; sin embargo, extrañan el invierno. Recuerdan el calor seco de sus mejillas en el frío, la caída súbita de las gotas de lluvia, el fuerte aroma del otoño, de olorosa decadencia. Una vez dentro del bosque, estas mujeres no pueden salir de él. Una vez que les ofrece asilo, no pueden desertar. Sus años en el bosque se extienden hacia ambos extremos, como rollos que no dejan de desenredarse y que ocultan tanto el final como el principio. Varias semanas, piensan ellas, a veces, varias vidas.
¿Y qué hay que hacer ahí, sin feudos de hadas que las emocionen, sin reyes locos que paseen por el bosque, sin amantes ocultos? Las mujeres se sientan, tejen coronas de flores, sueñan y recuerdan. Toman como mascotas a las ardillas y los tejones inmortales que están preservados ahí a su lado, construyen fuertes de ramas caídas, observan las nubes que viajan por el cielo. Escuchan el mundo exterior, en espera de esas extrañas tardes cuando hombres de mentes pantanosas cruzan por ahí. Las mujeres duermen en cañadas y barrancas. Se sientan, sin ser vistas, y observan su único entretenimiento: la evolución de la casa grande, Urizon. Observan ir y venir a sus habitantes; se preguntan cómo sería morir.
Después del poder que ha descubierto, de la promesa de sus libros, Lucy no se siente satisfecha con sentarse ociosamente a esperar. Algo que ha empezado a cambiar dentro de ella en los últimos meses en la casa, ahora lleva a cabo la transmigración más permanente. Lucy no va a permanecer encerrada, no va a encorvarse a recoger flores, a perseguir animales. Lucy quiere mover montañas, crear ejércitos, amasar seguidores, ser adorada. Sobre todas las cosas, quiere una hija que continúe su singular evolución.
—Desear demasiado te va a dar problemas —dice Imogen con una mano sobre el vientre siempre hinchado.
Helen asiente, mientras se toca la cicatriz del cuello.
—Es mucho mejor no desear nada.
—Aquí vivimos ahora —dice Mary mientras mastica una rama de abedul, con los ojos entornados y recelosos—. Este es nuestro mundo.
Este es su mundo. Así lo creen, y así es, hasta el día que encuentran a la niña.