La señora Blott tenía otras tareas que atender —limpiar y cocinar, ayudar a Peter con su correspondencia— y por lo tanto no podíamos visitar a la madre Farrow tan a menudo como me habría gustado. Desde luego que yo tenía prohibido ir a verla a solas. Entre las visitas, me imaginaba a mí misma como parte de los cuentos que ella me contaba, me paraba con los ojos cerrados en el límite entre el bosque y nuestro jardín, y murmuraba un deseo para mi propio espíritu familiar: quería un amigo.
Este deseo se me concedió en la mañana de mi cumpleaños número ocho, cuando encontré a Marlowe en el bosque de atrás de Urizon. En ese entonces era un cachorro, un pequeñín precioso de pelo suave y negro, que encontré acurrucado bajo la rama caída de un árbol. Lo escuché antes de verlo siquiera: un quejido agudo tras el cual me agaché bajo el follaje en el límite de nuestro patio para poder encontrarlo, pero accidentalmente reviví un arbusto que habían masticado los conejos. Cuando finalmente pude verlo, suave y lánguido con los ojos todavía azules, con el pelo tan mullido que podía haber sido un corderito, no pude obligarme a dejarlo. Más bien, me acerqué más. Ya sabía lo que iba a ocurrir si lo cargaba. Ya había ocurrido con el terrier perdido del señor Abbott cuando se metió a nuestro patio: el pobrecito estúpido Scottie estaba aterrado, temblaba mientras pasaba intermitentemente de la vida a la muerte en mis brazos.
Tenía eso en mente cuando vi a Marlowe, pero cuando me acerqué, el cachorro se emocionó y sacudió la pequeña cola de cachorrito y no pude hacer nada para evitar el deseo que sentí de alcanzarlo. Me preparé a mí misma para lidiar con la culpa que sentiría después de tocarlo, ya fuera la vergüenza de que no pudiera proporcionarle la calidez que su pequeño cuerpo deseaba o el remordimiento por mi falta de contención. Era tan precioso, tan lindo, tan claramente necesitado de compañía que no pude resistirme a arrodillarme en el pasto y ofrecerle mi mano. Después de todo, acababa de cumplir ocho años.
—Hola, cachorrito lindo —dije, y Marlowe puso su nariz suave y húmeda justo sobre mi mano.
Me estremecí y aparté los dedos esperando que se quedara rígido después de tocarme, pero solo sacó la lengua rosada y me lamió los dedos. En ese punto, dejé escapar un aullido de alegría y lo abracé, saboreando la sensación del latido de su corazón y la respiración de su cuerpo cálido, y fui corriendo con él de regreso a la casa para mostrárselo a mi padre.
Recuerdo la primera vez que abracé a Marlowe como uno de los momentos más placenteros de mi joven vida. Todos los humanos deseamos el contacto, la sensación fundamental de la vida que inflama otro cuerpo. Para mí, el roce continuo con otro ser vivo fue como abrir una puerta que había estado cerrada durante mucho tiempo, como abrirla de una patada y dejar entrar la luz. Se sentía como el sol contra mi piel, pero mejor, más fuerte. Si mi creencia en las costumbres antiguas y las historias de la madre Farrow había quedado tan amortajada como sus piecitos en las pantuflas, descubrir a Marlowe me pareció una prueba de la existencia de sus pezuñas de caballo. La vida era más poderosa, más hermosa y más generosa de lo que jamás me habría imaginado. Podía sentir el latido del corazón de Marlowe, cómo se inflaba su pecho, el estremecimiento de placer cuando lo apretaba contra mi brazo. Entonces me di cuenta de que el mundo debía estar lleno de cosas que yo jamás concebiría a menos que me encontrara con ellas directamente.
Peter fue cauteloso, pero no pudo animarse a eliminar a mi nuevo compañero.
—Ten cuidado —dijo cuando le extendí al cachorro, que se había quedado dormido en mis brazos.
—¡No ha cambiado nada! No necesito tener cuidado. ¡No pasa nada cuando lo toco, absolutamente nada!
Los ojos de Peter se llenaron de agua detrás de los lentes. Arrugó la nariz, que se le estremeció.
—Lo voy a dejar afuera —prometí, aunque nunca tuve la intención de hacerlo—. Voy a dejar que viva en la terraza trasera y yo lo voy a cuidar. Nunca vas a saber que está aquí. —Extendí el cachorro hacia Peter con la esperanza de que la dulzura del animal pudiera serme de más ayuda para convencerlo que mi propio rostro de emoción.
Peter suspiró, cerró los ojos, se frotó los lagrimales. Supe que había ganado. Conservaríamos al perro. Le pusimos Marlowe y él me acompañaba a todas partes.
Rápidamente, Marlowe se convirtió en mi confidente y amigo más querido. Dormía conmigo por las noches, se sentaba a mis pies mientras estudiaba. Corría por los oscuros pasillos de Urizon, perseguía a las ardillas o a los pájaros que veía por la ventana principal, y la señora Blott corría detrás de él, regañándolo porque metía lodo a la casa. Venía con nosotros a visitar a la madre Farrow y se sentaba a escuchar sus historias como si las comprendiera. Le gustaba cavar en mi jardín de arena, donde a veces enterraba una rama o una piedra.
A los once años, rascaba con los dedos en ese jardín cuando encontré algo suave, tierno, blando y con plumas. Quité la arena y encontré enterrado un gorrión gris que claramente se suponía que estaría muerto, pues le faltaba un pedazo considerable del pecho, desgarrado seguramente por los dientes de Marlowe. El pájaro estaba temblando y tenía convulsiones. Piaba con la fuerza suficiente como para que Marlowe lo escuchara a cincuenta metros de distancia, pero su pecho desgarrado no volvió a cerrarse. Me sentí conmocionada y no pensé en volver a tocarlo, más bien lo observé mientras brincaba por el patio buscando el equilibrio, reajustándose a la idea de sí mismo vivo.
Fuera de un gusano o una oruga seca, nunca había resucitado una criatura evidentemente muerta. Hojas sí, pero era diferente, más como una resucitación que una cirugía, se trataba solo de dar color a un paisaje que estaba tristemente desprovisto de él. Con toda seguridad nunca había regresado un cuerpo a la vida y había permitido que permaneciera en el mundo. Los cuerpos que no debían moverse —cuerpos disecados, cuerpos rotos— picaban mi curiosidad, pero me asustaban. Nunca habría revivido uno intencionalmente.
El gorrión brincó la barda de piedra del escalón más bajo del jardín y se dirigió a la línea de árboles. Pensé que lo mejor era que fuera detrás de él y lo trajera de vuelta. Sin embargo, a pesar de lo que me dictaba la razón, me quedé quieta en la caja de arena, escuchando su silbido estrangulado, observando el rastro de sangre que iba dejando detrás de sí. Sabía que estaba rompiendo la tercera regla de Peter —«Si llegaras a tocar una cosa viva o muerta, de inmediato la devolverás a su estado natural»—; sin embargo, no dije nada. «¿Cómo respiraba el gorrión, con el pecho abierto tan monstruosamente? ¿Podía comer? ¿Cuánto tiempo sobreviviría?», me pregunté.
—Pobrecito —le dije a Marlowe, que había ido a sentarse a mi lado, sin mostrar culpa aparente por haber orquestado un acontecimiento tan escabroso—. Quizá lo encuentre un zorro. O un lobo.
Al mismo tiempo maravillada y asqueada de mi propia fascinación, resolví no contarle a Peter lo que había ocurrido. Mis intenciones habían sido inocentes, lo único que había hecho era tomar un puñado de arena; sin embargo, había sido cómplice y mi responsabilidad aumentaba por la curiosidad que me impedía revertir el curso de mis actos. Le dije firmemente a Marlowe que no debía volver a hacerme eso jamás.
Cuando ya no podía escuchar al gorrión que había resucitado, me puse de pie y me arremangué para volver a entrar a la casa. A la señora Blott no le gustaba que dejara rastros de arena adentro, así que me senté en el borde de la terraza para sacudirme los pies antes de entrar. Fue ahí donde me encontró, sacudiendo la arena de mis zapatos.
La señora Blott llevaba un balde de agua y un palo con un trapo atado en la parte superior; supuse que tenía el plan de lavar las ventanas. Pero en lugar de comenzar el trabajo, fue a sentarse a mi lado.
—Maisie, nena, tenemos noticias —dijo la señora Blott. Tenía los ojos tan hinchados que parecían dos rendijas en su cara. De repente, sentí miedo.
—¿Qué? —pregunté, pensando en el pájaro. ¿Alguien lo había encontrado tan rápidamente en el bosque? ¿Sospechaban de mí? ¿Me iban a castigar?
—Como ya sabes, la madre Farrow ha estado enferma durante mucho tiempo. —Comenzó la señora Blott y yo fui soltando la respiración trabajosamente—. Ha vivido una buena y larga vida. Acabamos de recibir una llamada del pueblo en la que nos dijeron que nos dejó.
—¿Cómo que nos dejó? —pregunté, confundida.
—Pasó a mejor vida —respondió la señora Blott.
—¿Quieres decir que la madre Farrow está muerta? —pregunté lentamente.
La señora Blott asintió y suspiró. Si yo hubiera sido una niña diferente, probablemente habría tratado de tomar mi mano. En cambio, entrelazó sus propios dedos y me observó con una expresión de ternura.
—Lo siento mucho. —Fue lo único que pude contestar. El corazón me latía rápidamente, sentía las mejillas enrojecidas. Me mordí un labio, con la esperanza de que el dolor físico pudiera aliviar mi creciente perturbación emocional—. No fue mi intención lastimarla.
—No, nena, no la lastimaste. Estaba enferma y era muy vieja. Era su momento.
Pateé el balde de agua de la señora Blott y me salpiqué con una ola de agua jabonosa; después volví a sentarme y agarré uno de mis zapatos, lo golpeé con fuerza contra la terraza de piedra hasta que cayeron los últimos granos de arena. Aunque estaba vacío, volví a golpear el zapato una y otra y otra vez y después, en un ataque de frustración, lo arrojé al jardín.
—¡Maisie! —dijo la señora Blott, sorprendida—. Ya sabes que una dama no avienta zapatos. —Me regañaba con sus palabras, pero su tono de voz era suave. Se acercó más y puso cautelosamente una mano sobre la ropa de mi espalda.
Era mediodía y podía escuchar el zumbido de los insectos; vi que un abejorro gordo y peludo vagabundeaba sobre un lirio rojo de día. El sol estaba alto y brillante, pero me sentía helada.
—Al final, todos nos iremos —dijo la señora Blott—. Después de una vida larga y plena, todos queremos paz.
No me consolaron las palabras de la señora Blott. La muerte de la madre Farrow había sido un mal augurio, estaba segura. Cualquier fuerza que estuviera observándome estaba diciéndome: «Ten cuidado». Yo conocía mi culpa, la llevaba como mi piel. Durante semanas, no pude cerrar los ojos sin ver a ese gorrión, sus tripas protuberantes, sus plumas manchadas de sangre. Mientras esperaba el sueño, me acosaba la imagen de unas patas de caballo pegadas a un cuerpo de mujer, los pies repugnantes de la madre Farrow. No creía que hubiera reemplazado su vida con la del gorrión. Sabía que las reglas no eran tan simples, ni la lógica tan ordenada. Sin embargo, sabía que había interferido en algo. El inicio de la nueva vida del ave había coincidido exactamente con las noticias de la muerte de la madre Farrow, lo que no podía ser un accidente. No podía serlo. Estaba segura.
—Lo que tú haces —me había dicho Peter—, quien eres, va en contra de la naturaleza. Tienes que ser cuidadosa. Sé prudente y ten cuidado.
Tras este escarmiento, tuve cuidado durante cinco años seguidos.