La señora Blott murió un domingo por la tarde. Yo tenía dieciséis. Ella tenía ochenta años de edad. Como nunca iba con nosotros los lunes (esos días eran de ella y solo de ella), no fue sino hasta el martes, aproximadamente a las diez de la mañana, cuando toqué la puerta de estudio de Peter. Él estaba sentado en su enorme escritorio de abeto, con la espalda encorvada hacia abajo en un ángulo incómodo, examinando cualquier cosa que tuviera enfrente con un aparato con una lupa amarrada sobre sus lentes, extendido de manera que las micas prácticamente tocaban el papel amarillento. Murmuraba para sí mismo algo sobre traducciones imprecisas y estudiantes tontos.
No me había escuchado. Me aclaré la garganta. Cuando alzó la vista, la lupa que le cubría los ojos dio un giro y se retrajo.
—Maisie —dijo Peter—. ¿Me trajiste el té?
Era obvio que yo no llevaba nada ni siquiera remotamente parecido a un té, así que ignoré su pregunta y avancé unos cuantos pasos en la habitación, observando pilas de libros y un plato triste y pegajoso con los restos de la cena de la noche anterior.
—La señora Blott todavía no llega —dije—. Ya pasaron tres horas de su horario usual. —Creo que parpadeó hacia donde yo estaba, pero era difícil verlo detrás de los lentes.
—Bueno, entonces, ¿podrías poner la tetera tú? —Peter ahogó un bostezo.
—Sí —respondí—. Yo la pongo. Pero el punto es que estoy preocupada por ella.
—Estoy seguro de que no hay razón para estar preocupados —dijo mi padre, que rara vez se preocupaba—, pero si te hace sentir mejor, puedes ir a buscarla. Después del té.
Peter me había extendido recientemente el privilegio de caminar a casa de la señora Blott, siempre y cuando me mantuviera en el camino principal, llamara de antemano para avisarle que iba en camino, evitara conversaciones si me encontraba con algún viajero, y llevara a Marlowe. Era una demostración de su fe en mí. Él y la señora Blott me habían llevado a paseos ocasionales a casa de ella o a casa de la madre Farrow; una vez incluso hicimos un día de campo junto al mar, pero solo hasta ahora podía salir yo sola.
Todavía no era una mujer en el sentido científico del término, pero varios meses antes este detalle había llamado la atención de Peter, sobre todo al darme cuenta de que mi propio progreso biológico estaba retrasado después de terminar un ensayo de anatomía maravillosamente árido. ¿Esto significaba que nunca iba a crecer, que estaba condenada a ser siempre la niña de mi padre? Molesto al principio, Peter había llevado mis cuestionamientos hacia una discusión más general sobre la adultez y juntos determinamos mis nuevos límites. Su truco fue una especie de prestidigitación de ilusionista: aflojó mi correa de manera que no notara el freno de caballo que tenía en la boca. Y funcionó; estaba eufórica. Olvidé el hinchamiento sutil de mis senos, dejé de buscar la sangre que marcaría mi crecimiento. Ignoré los sueños, los escasos pedazos que recordaba, en los que mi cuerpo se hacía líquido de deseo.
Le llevé su té a Peter y me puse un impermeable y botas, pues era un día lluvioso; caía una especie de baba persistente. Llamé a casa de la señora Blott y como no respondió, dejé un rápido mensaje: estaba preocupada. Iría pronto. Recorrí los veinte minutos de camino y, cuando llegué, toqué el timbre con los dedos tiesos y morados de frío. Sacudí gotas de agua de mis botas y de la capucha de mi chamarra. Después de un minuto, como la señora Blott seguía sin abrir, volví a tocar.
Para entonces, la molesta sensación de indigestión que tenía en el pecho se había ido a mi estómago. No era habitual que la señora Blott durmiera tan tarde por la mañana. No era común que se retrasara. Busqué la llave en mi bolsillo, una cosita de plata que la señora Blott le había dado a Peter hacía años en caso de una emergencia y que nunca habíamos tenido necesidad de usar. Se sentía extraño entrar yo sola. Me sentí mareada e intrusiva cuando giré la llave en la cerradura y la puerta se abrió hacia adelante con un agradable crujido.
La casa estaba a oscuras. Era una cabaña, en realidad, dos niveles con cinco pequeñas habitaciones y piso disparejo. Había decorado cada habitación con tapices florales de tonos pastel, y cortinas y cojines de diferentes colores pálidos. Habían pasado dieciséis años desde la muerte de su esposo, pero la señora Blott no lo había reemplazado jamás y su único acompañante era un gato atigrado, café y anaranjado, de nombre Abingdon, que maulló cuando entré y dio un salto para saludarme. La entrada estaba oscura. Di un paso atrás.
—¿Hola? —murmuré. Abingdon le bufó a Marlowe, que había entrado por la cocina detrás de mí y había subido conmigo las escaleras hasta la puerta de la habitación de la señora Blott—. ¿Hola? —La puerta estaba entornada, así que la abrí de par en par.
Ahí estaba la señora Blott, despatarrada en su mecedora. La cara se le había hinchado y se había convertido en algo extraño y blando. Una cobija le cubría un costado del cuerpo y una de las piernas, pero se había resbalado y se alcanzaba a ver su camisón de franela y un tobillo pálido con un ramo de venas hinchadas que se extendía sobre la piel. Todavía tenía los ojos abiertos.
Mi primer instinto fue tocarla: solo la yema de un dedo, una caricia suave sobre la mejilla. Mi mano se adelantó hacia ella y la dejé suspendida sobre su rostro hasta que me sobresaltó el golpe de una rama contra la ventana de las escaleras y recobré el sentido. A Peter no le iba a gustar que la tocara; definitivamente, no sin su permiso. Ya le había desobedecido en el pasado, pero nunca de manera tan directa, nunca con un efecto tan inmediato. Dejé caer el brazo.
Abingdon volvió a maullar y salté para evitar que caminara por encima de mí. Me di cuenta de que sus trastes de comida y agua debían estar vacíos. Cerré la puerta de la señora Blott y bajé las escaleras para alimentarlo en la apagada luz de la mañana. Una vez que Abingdon masticaba con alegría, tomé el teléfono que estaba junto a la ventana y llamé a mi padre.
Peter no usaba teléfono celular, se había negado incluso a recargar el viejo modelo que le habían dado cuando yo era niña, lo cual significaba que tenía que levantarse del escritorio y caminar por el pasillo para contestar. No contestó sino hasta la tercera vez que marqué, entonces pareció confundido, como si no pudiera concebir por qué demonios alguien trataría de localizarlo a través de un artilugio tan ridículo.
—Soy yo —dije y, al parecer, sus nervios se tranquilizaron—. Creo que la señora Blott está muerta.
Parecería extraño, estoy segura, que a los dieciséis hablara de manera tan despreocupada. La señora Blott era lo más cercano que tenía a una madre; su pérdida traería repercusiones en mi vida que no podía prever. Sin embargo, había crecido con la muerte. Éramos compañeras de cama, amigas. Aunque aún no me había llamado a sus filas, estaba segura de que nos debíamos favores una a la otra.
Con toda seguridad, pensé, una vez que Peter llegara y me diera permiso reviviría a la señora Blott. Y me daría su permiso, en esa primera hora de conmoción y negación, no me imaginaba otra cosa. Las reglas de Peter me prohibían explícitamente que tocara una cosa muerta, no una persona muerta. No alguien con un nombre que conocíamos, con un propósito. Ya la había tocado antes, de bebé y a los siete años cuando me acerqué para agarrar un juguete y le toqué el tobillo. No me parecía que esta circunstancia particular fuera diferente, que mi vida fuera a cambiar de alguna manera, salvo por las emociones del día. A pesar de mi educación informal, había vivido en una burbuja experimental en la que la causa y el efecto eran completamente reversibles. La señora Blott siempre había estado ahí, así que sentía que siempre lo estaría.
Colgué el teléfono y descubrí que Marlowe y Abingdon, el gato y el perro, estaban dándose vueltas uno al otro con cautela, midiéndose. Marlowe trataba de olisquear al pobre Abingdon, que no quería que se le acercara para nada y le pelaba los dientes y las garras. Los observé, entretenida, mientras esperaba que llegara Peter, que dijo que iría de inmediato. Yo sabía que, incluso si iba en el carro o en bicicleta, todavía tardaría cierto tiempo en componerse y lograr salir.
Dirigí la mirada al librero de la señora Blott. A los doce había descubierto que si ponía una pila de libros pesados sobre un reposapiés que había en la biblioteca de Urizon, podía ver los libros que Peter deliberadamente había acomodado fuera de mi alcance, una selección bastante cómica que incluía reciente literatura infantil e historias escolares que podrían haberme proporcionado demasiada información de una infancia más convencional. La mayoría eran libros para los que ya era demasiado grande cuando los encontré, pero solo podía bajarlos desde un buen ángulo y con un estirón, tras lo cual la naturaleza contrabandeada de su contenido me emocionaba más de lo que ese tipo de cuentos deberían. Algunos estaban marcados con iniciales y me imaginé que mi madre los había hojeado. Me la imaginé de niña, devorando esas historias, apartando sus favoritas con la esperanza de que algún día las compartiría con su hija. Hacía como si ella me las leyera en voz alta, pero nunca había escuchado su voz y no podía imaginar su tono. Algunas veces la escuchaba dulce y rítmica; otras, ronca y misteriosa. Estas lecturas se convirtieron en un recuerdo más de mi pérdida.
En mis visitas previas, no había inspeccionado la biblioteca de la señora Blott y, ahora que lo hacía, vi que tenía poco en común con la nuestra. Dejé a un lado a Marlowe y Abingdon para observarla: la mayor parte eran novelas con amantes que se miraban con lujuria sobre las portadas maltratadas, muchas de las cuales reconocía, pues las había sacado de la bolsa de la señora Blott para leer a la luz de una lámpara bajo mis cobijas; después las había devuelto con culpa, ávida por investigar la diferencia entre vizconde y duque, los detalles más finos de la circuncisión masculina. Entre estos títulos familiares, ahora me di cuenta de que en la repisa más baja había libros nuevos, las novelas estaban acomodadas en un segundo nivel para hacer lugar a manifiestos experimentales, libros de pruebas matemáticas, un tomo enorme titulado Principios de la genética. Las miré con curiosidad. Algo se avecinaba.
El ronroneo de Abingdon sonaba como el ruido de un motor; después caminó hacia la puerta de la cocina cuando una llave giró en la cerradura.
Yo sabía que Peter no tenía llave, pues nuestra copia estaba en el llavero que tenía en mi bolsillo. Me quedé paralizada con la mano izquierda extendida hacia Principios de la genética; escuché que la puerta crujía al abrirse y que alguien dejaba caer al suelo unas bolsas pesadas. Oí que alguien se aclaró la garganta.
—Eh, hola —dijo una voz.
Me di la vuelta. La voz le pertenecía a un joven, a un niño en realidad, apenas mayor o más alto que yo. Era una voz sorprendentemente profunda para su cuerpo. No encajaba con el cabello rizado y descuidado, con el abrigo que escurría sobre la alfombra, con toda seguridad, tampoco con la expresión de desconcierto que arrugaba el rostro rubicundo de cejas amarillas.
—Hola —respondí—. ¿Quién eres?
Resultó que era el sobrino nieto de la señora Blott.
—La señora Blott no tiene ningún sobrino nieto —le dije.
—Lamento informarte que sí y como prueba estoy yo aquí parado.
—Lamento informarte a ti que incluso aunque fueras quien afirmas ser, ya no lo tiene —dije—. La señora Blott está muerta.
Cuando escuchó lo que dije, la quijada del sobrino cayó hacia el piso de manera y pude echar un vistazo en el abismo de su boca húmeda y rosada. Su rostro se contrajo, primero se quedó flojo, después se arrugó y, finalmente, se mantuvo en una especie de gesto perplejo y concentrado. Le temblaba la barbilla. «¿Va a llorar?», me pregunté, «¿como resultado de lo que le he dicho?». Me arrepentí por haber elegido palabras tan duras y decidí que era mejor que lo compusiera.
—Está arriba, si quieres verla.
Pensaba que guiaría al sobrino nieto de la señora Blott hasta su habitación. Una vez ahí, podía tocar casualmente una de sus manos para descubrir que, de hecho, después de todo no estaba muerta, sino solo durmiendo. Qué niñita tan estúpida y asustadiza había sido. Disculpe las molestias.
Pensé que era bastante lista.
—Yo te puedo llevar, si quieres —dije.
—Tú me puedes llevar —repitió el sobrino, todavía asombrado—. Tú puedes llevarme arriba. ¿Llamaste a la policía?
—Hablé con mi padre.
—¿Y entonces él les llamó?
—Pues, no sé.
Fue hacia el teléfono de la cocina; en el estado de perplejidad en el que se encontraba estuvo a punto de tropezarse con un tapete tejido a mano.
—¡Espera! —grité con más fuerza de lo que era mi intención. Desde arriba Marlowe me escuchó y bajó corriendo a reunirse con nosotros, gruñéndole al extraño. Estaba mordisqueando algo y me di cuenta de que olía mucho a animal húmedo. Hundí los dedos en su pelo—. Espera —dije otra vez, esta vez con un tono más contenido—. No necesitamos llamar a la policía. Mi padre está en camino.
—Tu padre está en camino —repitió el sobrino.
—No tienes que seguir imitándome —dije—. En realidad, preferiría que no lo hicieras.
—¿Lo preferirías? —Alzó las cejas—. ¿Y tú quién eres?
—¿Yo quién soy? —La pregunta me ofendía—. Yo soy… —Hice una pausa, consciente de repente de que no había una manera sencilla de explicar quién era yo o mi relación con la señora Blott, qué estaba haciendo en su cabaña, en la oscuridad de ese martes tan húmedo, y por qué era vital que no llamara a la policía. Me conformé con mi nombre—: Yo soy Maisie Cothay.
—Ah. —El sobrino asintió con la cabeza. Se quitó el abrigo y lo colgó en la silla de la cocina, acercándose hacia donde yo estaba parada. La conmoción inmediata de la muerte de su tía abuela había comenzado a disiparse, dejándolo todavía solemne, pero ahora competente.
—¿Me conoces?
—De la familia para la que trabaja. Te ha mencionado.
—Ella no trabaja para nosotros —respondí—. Y nunca te mencionó a ti.
Hablando con cautela, con palabras que al parecer se sabía de memoria, me dijo que su madre era la hija de la hermana distanciada de la señora Blott. La había visitado en Coeurs Crossing una vez cuando era niño y luego una vez más por un periodo más largo cuando era más grande. Después de haber decidido inscribirse en la universidad cercana, le había parecido prudente evitar el costo del alojamiento en el campus y mudarse con la señora Blott para el primer semestre. Ahora llevaba varios meses felices viviendo con ella y acababa de regresar de un viaje de un fin de semana a la ciudad.
—Matthew Hareven —dijo y me extendió la mano. Yo me aparté.
Su franqueza me hacía sentir incómoda. Era la primera persona cercana a mi edad que conocía y me parecía extraño que la señora Blott nunca hubiera hablado de él. Con toda seguridad, no habría sido difícil que lo mencionara en una conversación casual, que me hiciera saber que tenía un sobrino, que me contara que estaba ahí. ¿Y, de cualquier manera, por qué quería él quedarse con ella, tan lejos de sus compañeros de clases? Tenía mis sospechas. Busqué a Marlowe, pero descubrí que había vuelto a desaparecer escaleras arriba.
—Entonces —dijo Matthew—, Maisie Cothay. ¿Qué pretendes hacer después? —Me miraba con sequedad. Percibí que quizá estaba resentido conmigo, y se lo dije—. De ninguna manera —respondió Matthew, todavía sin color en el rostro, con una apariencia infinitamente más cansada que la que tenía en el primer momento que nos conocimos—. Si no vamos a llamar a la policía, simplemente tengo curiosidad de saber qué sugieres que hagamos después.
Me pregunté si esta era la manera como todos los jóvenes lidiaban con la muerte. Mi instinto me decía que no, que él era diferente, o que quizá estaba preparado. Parecía estar al borde de las lágrimas o la risa. La palidez de su rostro, que supuse que era pena, muy bien podía ser malicia. ¿Cómo reaccionaría al descubrir que después de todo la señora Blott no estaba muerta?
—Vamos arriba a verla —dije, con mi plan de resurrección intacto—, pero primero quítate los zapatos húmedos. No queremos dejar huellas de lodo en su casa.
Matthew se quitó las lodosas botas cafés y me siguió escaleras arriba; los escalones crujieron bajo su peso.
Cuando llegamos, la puerta de la señora Blott estaba abierta de par en par. Marlowe estaba sentado a sus pies, cubierto a medias por la cobija. Estaba haciendo un ruido con la boca, un sonido húmedo de succión.
—¡Marlowe! —dije, y el perro alzó la cabeza.
Matthew y yo lo observamos durante lo que nos pareció mucho tiempo. Por fin, Matthew respiró de una forma lenta e inestable, y habló:
—Tu perro está masticando a mi tía.
Y así era. Su frágil tobillo de venas azules descansaba dentro de la quijada de Marlowe. Él había estado succionando, mordisqueando, royendo persistentemente de la manera como estaba acostumbrado a hacerlo con un hueso. Había dejado marcas de dientes en su piel delgada y vieja, y unas manchitas como moretones rojos. Su pantorrilla se había vuelto de color púrpura como la sangre coagulada en la carne cruda.
—¡Chico malo! ¡Sal de aquí en este instante! —Aparté a Marlowe de la mecedora y le ordené que saliera de la habitación. Obedeció de inmediato, quejándose apenas mientras abandonaba lo que para él había sido un festín espectacular.
Ahora estaba claro que no podría atribuir la falta de respuesta de la señora Blott a un sueño inusualmente pesado. La gente no dormía a pierna suelta mientras unos caninos le mordisqueaban los tobillos. Los tobillos no caían en esos ángulos cuando salían de las fauces de un perro. Ni los cuerpos vivos olían tan… agrios.
Sentí mareo y tuve que agarrarme del poste de la cama para mantener el equilibrio.
Matthew se acercó para consolarme y estuvo a punto de poner una mano sobre mi hombro. Me aparté rápidamente.
—¡No!
Entornó los ojos.
—Perdón —dije antes de que él pudiera hablar—. No quería sobresaltarte. Es solo que… solo prefiero que no me toquen.
—Está bien —dijo Matthew, frotándose los ojos como si acabara de despertar.
En ese momento, sonó ruidosamente el timbre de la puerta, nuestro salvador. Era Peter. Pude verlo por la ventana, parado afuera de la puerta de la cocina, para nada vestido para el clima: llevaba los zapatos negros buenos y un par de pantalones caquis; se aferraba al paraguas, que el viento, cada vez más fuerte, balanceaba sobre su cabeza.
Saqué una toalla de un clóset y bajé a abrirle. El gato Abingdon se había escondido en un rincón y como no vi a Marlowe supuse que había hecho lo mismo.
—Y así debe ser —dije en voz alta—. Tienes que sentirte avergonzado.
Cuando abrí la puerta de la cocina, Peter frunció el ceño y tomó la toalla que le ofrecí para limpiarse los lentes, y alzó la cabeza hacia el techo, donde las tablas del suelo se quejaron anunciando que Matthew se dirigía a las escaleras.
—Entonces, la volviste a despertar, ¿verdad? —dijo Peter. No estaba enojado conmigo, solo decepcionado. Me miró como si hubiera hecho algo inevitable: que la levantara, que no obedeciera sus instrucciones explícitas, lo que en realidad habría hecho de no haber sido por el perro. Por lo general, todavía obedecía a mi padre y anhelaba el crédito que tan frustrante obediencia se merecía.
—Pues, de hecho, es su sobrino —dije con furia.
Peter asintió.
—Ah, sí.
—¿O sea que te lo contó? ¿Quieres decir que ya sabías que estaba aquí?
—Desde luego. ¿Por qué crees que te dije que llamaras antes de venir?
Dejé escapar un resoplido. Me sentía desconcertada y poco segura de qué decir.
Después, dos cosas ocurrieron en rápida sucesión.
La primera fue que Abingdon, percibiendo mi molestia, se había acercado para consolarme. Sin que yo me diera cuenta, se había subido a la barra de la cocina, se había impulsado con las patas traseras para catapultarse sobre mí y las patas delanteras rozaron la porción de piel desnuda que sobresalía de mi cuello. Incluso mientras ocurría, me reprendí a mí misma por no haber sido más cuidadosa. El pelo de Abingdon se erizó como si lo hubieran electrificado. Se quedó rígido y cayó al suelo con un golpe sordo.
La segunda cosa vital fue que Matthew había bajado las escaleras a tiempo para observar toda la escena. Dirigió la mirada de Peter a mí, al gato ahora quieto, y después de vuelta a cada uno de nosotros. Las líneas de la frente se le arrugaron con el esfuerzo de la concentración.
Se volteó hacia mí.
—¿Acabas de matar a ese gato?
—Yo no fui —dije contrayendo la boca—. Simplemente, se cayó.
—Con toda seguridad, me pareció que… —Mientras Matthew hablaba me agaché junto a Abingdon, lo que ocasionó que Peter lo interrumpiera.
—Maisie, por favor, no toques a ese animal.
—¡No lo iba a tocar! —dije bruscamente, aunque no sabía si estaba diciendo la verdad. Lo único que sabía era que en el curso de unas pocas horas había perdido dos amigos, lo que reducía mi cuenta exactamente a la mitad.
—Sin embargo, se supone que los gatos siempre caen de pie —continuó Matthew, que estaba de pie en el escalón más bajo y hablaba hacia el techo—. Un mal salto no debería matar un gato.
—Dejemos al gato en paz por un momento —dijo Peter mientras se quitaba el abrigo y lo exprimía con las manos—. ¿Cómo está nuestra buena amiga, la señora Blott? —Estaba dejando un gran charco. Esperé que nadie se fuera a resbalar.
—Bueno —dije, resollando, todavía agachada junto a Abingdon—. Parece que la señora Blott está muerta.
—Sorprendente —dijo Peter—, porque parecía estar en perfecto estado de salud…
—Hay una razón por la que se dice que el gato tiene nueve vidas…
—… tan solo el viernes, cuando la vimos. Habría supuesto que tendría…
—Es el gato, no es así, del que se dice que tiene…
—… otros varios años, por lo menos.
A pesar del ruido, mi mente corría a toda velocidad. Me habían mentido —o, por lo menos, mantenido desinformada— sobre Matthew. Mi perro había desarrollado una debilidad por la muerte. La señora Blott y Abingdon habían atravesado el límite hacia un plano de existencia menos preferible, y sentía náuseas por todo lo anterior. Me acerqué a Abingdon y lo toqué deliberadamente con un dedo. Se estremeció y volvió a la vida, bostezando y estirándose.
—Listo —dije —, ahora ya nos ocupamos del gato.
La voz de Matthew se apagó. Se tambaleó un poco, pero se agarró al barandal de madera y fue deslizándose lentamente hasta una posición sentada sobre las escaleras. Me miraba fijamente.
—Maisie —dijo Peter —. Ya habíamos discutido esto.
—Lo siento, pero las cosas se estaban volviendo abrumadoras. Era necesario que alguien tomara el control. —Control no era una palabra que yo usara con Peter. Sentí que había sido peligroso y delicioso hacerlo en ese momento. Volteé hacia Matthew—. ¿No te parece?
Matthew parpadeó. Movió la boca sin emitir sonido. Seguía moviendo la cabeza como si su memoria fuera un pizarrón magnético que con una buena sacudida fuera a limpiarse. Se jaló un rizo de cabello.
—Si me lo preguntas —dijo por fin, lentamente—, no sé si yo… Me pregunto… ¿Podrías mostrármelo otra vez?
Había algo nuevo, una especie de reverencia en su voz, y eso me gustó. Con la punta de un dedo toqué la cola de Abingdon. El gato se quedó inmóvil y se desplomó.
—¡Maravilloso! —dijo Matthew.
—¡Maisie! —dijo Peter, parándose entre el gato atigrado, ahora inerte, y yo—. Sabes comportarte mejor. Ya basta.
—Pero ahora tienes que dejar que lo regrese —dije—. Por última vez.
—No estoy obligado a ello. Yo pienso que el animal ya ha pasado suficiente. —Peter acomodó su cuerpo para apartar al gato de mi vista. Se arrodilló y puso una mano firme pero gentil sobre mi blusa—. Ya sé que es difícil, corazón. Pero tenemos que dejar que las cosas permanezcan como la naturaleza lo quiere. No somos seres supremos. No podemos permitirnos la soberbia de pensar que podemos manipular la naturaleza sin alguna consecuencia. Vamos a enterrar al gato junto con la señora Blott.
Arriba, Marlowe se quejaba. Sentí que yo, que lloraba en raras ocasiones, podría hacer lo mismo.
—No puedes enterrarlos a ambos —lloriqueé—. La naturaleza no tiene la intención de que estemos completamente solos. —Vi que Peter alzaba un pulgar como para mitigar mi llanto, pero después se alejó cuidadosamente. Buscó un pañuelo en su bolsillo.
—Corazón —dijo, dándomelo.
Me mordí un labio, tomé el pañuelo y me limpié la nariz con fuerza. Me sentí avergonzada por haber hecho tal espectáculo enfrente de Matthew. Pensé que me vería como una niña. Sin embargo, cuando volteé hacia él encontré que sus ojos brillaban.
—¿Saben? Ella tiene razón —dijo Matthew, dirigiéndose sobre todo a Peter, que se había enderezado—. Este truco suyo… si es algo que ella puede hacer, no puede ser sobrenatural. Necesariamente tiene que ser… una intención de la naturaleza. Por lo menos en la medida en que la naturaleza tenga alguna intención.
Estaba agachada, mirando el suelo limpio de mosaico. Tanto Matthew como Peter estaban de pie, cada uno a un lado mío, cada uno como un coloso en su propia experiencia y pensamiento. Peter me miró con ternura; la mirada de Matthew era intensa.
Sentí que tenía dos opciones distintas. Podía inclinarme un poco más, dejar que mi peso cayera sobre mis tobillos, sentarme en el suelo recientemente trapeado de la señora Blott y dejar que Peter tratara de consolarme. O podía levantarme, empujarme con los metatarsos hasta enderezarme, poner una mano como una bendición sobre Abingdon, subir las escaleras y revivir a la señora Blott, ponerme después las botas y salir por la puerta. Respiré profunda y cautelosamente.
Mientras exhalaba, Marlowe entró dando saltos por la cocina con la tibia de la señora Blott en la boca. La mandíbula estaba cerrada alrededor del tobillo y el resto de la espinilla, hasta donde se unía para formar la rodilla, se arrastraba por el suelo; iba dejando un rastro baboso y rojo por el camino donde pasaban pedazos de lo que supuse debían ser sus tendones. Se acercó a la puerta de la cocina, que Peter había dejado abierta sin querer. Marlowe la empujó con la nariz y se abrió de par en par.
—¿Cómo demonios la desprendió del resto de su cuerpo? —dijo Peter.
Observé que mi perro desaparecía en la niebla moviendo la cola. El rastro que iba dejando se hizo más tenue por la lluvia, pero seguía siendo perceptible.
Me levanté, el cuerpo me ardía con decisión aterradora.
Tomé mi abrigo de donde estaba colgado y metí los pies en las botas. Miré a Peter, que me devolvió la mirada, ligeramente conmocionado, y a Matthew, que tenía una expresión inescrutable. Me abroché el impermeable y salí por la puerta.