La oscuridad hacia la luz de la lógica

En el bosque, los años pasan como horas, las horas como siglos. Los cachorros de conejo que nacieron al comienzo de primaveras perdidas hace mucho tiempo mantienen las orejas suaves, los hocicos chatos. Los venados jóvenes se tambalean durante décadas sobre sus patas de palo, los erizos bebés que consiguieron formar sus primeros juegos de espinas, a pesar de todo su esfuerzo, no consiguen que les crezcan los siguientes. Sin embargo, la muchacha congelada envejece: sus senos maduran, el cabello oscuro se alarga, los pómulos se hacen más pronunciados.

«¿Qué es esta muchacha?», se preguntan todas las mujeres Blakely. ¿Es un demonio que aguarda su momento? ¿Alguna especie de salvadora? ¿La oscura hermana gemela de la muchacha de Urizon? ¿La encarnación de una de sus propias hijas no nacidas? La muchacha nació dentro del bosque, no llegó más tarde como el resto de ellas. No hay nada del mundo exterior en ella. Nada quebrado. Ninguna cicatriz en la carne.

Helen rinde homenaje a la criatura en el claro; observa que las extremidades de la muchacha se alargan, que el cabello empieza a rizarse, y recuerda su propia breve adolescencia. Helen no extraña nada de su vida mortal con excepción de la infancia, perdida mucho antes de que despertara en ese nuevo bosque. Incluso antes de la resurrección de la muchacha congelada, Helen se sentía atraída por su doble: esa muchacha envuelta en abrigos y capas de medias, encerrada en la antigua casa de Helen. La muchacha viva, siempre tan obediente, que siempre aprieta los cordones de sus guantes, que siempre ajusta el ala del sombrero. Hace mucho que Helen quiere correr hacia ella y sacudirla, pedirle que se quite la ropa, decirle que una vez que se convierta en mujer habrá perdido toda su libertad.

Cuando la muchacha se quitó los guantes por primera vez y convirtió las hojas verdes en despojos marchitos, cuando revivió pasto muerto con las palmas, Helen se había quedado mirándola de pie con las otras Blakely y la había observado con ojos celosos.

—Sí —murmuró, aunque era consciente de que la muchacha no escuchaba nada—. Disfruta el placer mientras puedas. —Helen sintió la necesidad de acercarse a ella, de tratar de dar unos pasos fuera del bosque; estuvo a punto de subir la cerca de madera para deslizarse en el patio. Sin embargo, mientras lo hacía, la detuvo un doloroso desgarramiento interior, como si hubiera intentado exceder los límites de su cuerpo y hubiera fracasado, como si se hubiera arrancado la piel. Los árboles crujieron su desaprobación. Como todas las cosas vivientes, los árboles sienten la necesidad de proteger a sus hijos; como todos los hijos, Helen siente la necesidad de extender sus propias ramas, de crecer.

—Escuché que hablaba con ese niño —anunció Emma, una vez que Helen volvió a sí misma— y ahora ya dejó de usar el sombrero. ¿Por qué lo usaba antes? No tiene nada feo que esconder.

Inmune a las preguntas de Emma, Helen no trata de responder. Familiarizada con los silencios de Helen, Emma no hace nada para obligarla a responder. Más bien, Emma voltea hacia Mary, que también mantiene vigilancia sobre la casa que alguna vez fue suya.

—¿Por qué se esconde ahí, toda cubierta, con la única compañía del perro? —preguntó Emma.

Mary se chupó los dientes y sonrió con ferocidad.

—Creen que es algo especial —dijo con un gesto de desaprobación—. Pero esa muchacha es como cualquier otra. Encerrada. Asustada. Es la que está en el valle la que nos va a salvar, cuando despierte. Es a la del claro a quien tienes que rendir tributo.

Mary observa a ambas muchachas, a la maldita y a su doble del claro del bosque, conforme se hacen más delgadas y largas. Mientras que la muchacha Cothay lanza pelotas para que la extraña criatura del bosque que ella llama perro corra detrás de ellas, la otra yace fría e inmóvil, pero respira. Cuando la muchacha Cothay juguetea en su caja de arena y deja orillas de pan para las ardillas, la otra descansa, el latido de su corazón es constante y lento. La muchacha que duerme está esperando su momento. Espera. Mary comprende la espera. Mary siempre se ha encontrado a sí misma en espera, tanto en su vida pasada como en el presente. La muchacha espera algo; pero Mary no puede saber qué es ese algo.

Los pómulos de la muchacha congelada se hacen más pronunciados, sus pezones crecen y se hinchan.

Lucy y Kathryn se paran una al lado de la otra, observándola.

—Esta muchacha es el punto más alto de la evolución —le dice Lucy a Kathryn.

—¿De qué? —Kathryn se ríe de la palabra poco familiar.

—Es una promesa cumplida, un hechizo de protección de siglos de edad. Leí sobre ella, de una hija, de una criatura dentro de un árbol. Espirales hacia la muerte y de vuelta otra vez. Ella es la clave.

Antes, cuando vivía en Urizon, los doctores vieron que a Lucy no le llegaba la menstruación y le dijeron que el sueño de que tuviera una hija propia era imposible, que su frágil condición jamás podría nutrir una vida. Ahora siente que el viejo libro ha respondido su necesidad. Que el bosque ha sido un suplente que absorbió sus deseos, que creó a partir de ellos y construyó ese regalo para ella. Lucy está segura de que la muchacha pronto va a despertar y va a ser manejable, una extensión de Lucy misma. Una hija: una forma de salir del bosque, una conexión con el futuro, una forma de volver al mundo.

—El bosque no te da lo que quieres —le advierte Kathryn, con el ceño fruncido, mientras se jala con la mano un rizo del cabello rojo y observa el pubis de la muchacha congelada, que se va oscureciendo—. No es un bosque que conceda deseos. De ser así, yo tendría tantos hombres jóvenes más… el rubio guapo que Helen adora, el esposo de Imogen, ese muchacho de ojos azules con cabello negro que hemos visto husmeando por la casa…

Kathryn suspira y se estremece dentro del camisón; se aprieta un pezón endurecido entre el índice y el pulgar. Kathryn nunca ha querido tener hijos. Desde que era joven, ella ha sabido pedirle a su compañero que se retire para mantener su cuerpo libre de semilla. Se ha reído mientras enjuaga el futuro impedido de los hombres de entre sus muslos y sus senos en el arroyo. Ella ve los fluidos de placer de los jóvenes como accesorios a su propio apetito inextinguible. Luego continúa:

—Al bosque no le importa lo que tú quieras. No sabe qué es ser humano. —Kathryn ha conocido durante años el mordisqueo constante de la libido, satisfecho solo cada dos años en las temporadas más altas cuando el bosque baja la guardia y aparta el velo para permitir que los extraños deambulen a través de él. La hermosa Kathryn de diecisiete años durante más de setecientos años. Kat-hryn se alimenta de esos visitantes poco cautelosos, los confunde, los toma y los deja vacíos para que regresen tambaleándose con sus madres y esposas—. El bosque tiene sus propios planes, sus propias ideas —agrega Kathryn—. Espero que la utilice como carnada para atraer un poco de emoción.

Lucy ignora la advertencia de Kathryn. Observa a la doble de la muchacha, la de Urizon, y menosprecia la lamentable paternidad de Peter Cothay al mismo tiempo que se halaga a sí misma por su maternidad: utiliza sus faldas para limpiar el ceño de su hija congelada, desenreda el cabello de la muchacha con los dedos, le canta canciones de cuna. Le pide una ofrenda a cada una de sus hermanas para adornar a la criatura con joyas laudatorias. Las otras se sienten ávidas por compartir los tesoros mundanos que les quedan, a pesar de que difieren en sus ideas sobre qué resultado tendrá ese tributo. Todas menos Imogen.

Imogen, la esposa del leñador, la del estómago todavía hinchado con el hijo que ha estado gestándose durante siglos. Imogen, quien no habla jamás de la pérdida que carga como un fardo, del estancamiento que lleva dentro de ella, el conflicto de estas siete mujeres hecho carne, un futuro sin ningún futuro en absoluto.

—¿Alguna vez sientes que patee? —pregunta Lucy.

Imogen no responde. Imogen, tan piadosa que sigue rezándole a Dios por el descanso que hace mucho que la abandonó. Lucy tiene que reunir todo su ingenio, toda su lambisconería y poder de convencimiento para que Imogen se separe del anillo de matrimonio con el que entró en el bosque.

—Si la muchacha es el nacimiento de nuestra salvadora, no querrás que se olvide de ti —argumenta Lucy—. No quieres ser la única que se quede aquí mientras el resto de nosotras ascendemos al paraíso. No vas a querer estar aquí sola, una vez que el resto de nosotras nos hayamos ido.

Lucy siente que su lógica es impecable y cuando Imogen cede se alaba a sí misma. Está demasiado concentrada en sus asuntos para darse cuenta de que Imogen solo cedió para que dejara de parlotear, para terminar una discusión que habría podido seguir durante años si no apaciguaba a Lucy.

El salvador de Imogen de ninguna manera necesitaría esplendorosos regalos materiales.

Imogen cree que la muchacha congelada es un espíritu oscuro, su captora. Las culpas de las mujeres están entrelazadas con el bosque, la culminación de su linaje maldito, un recuerdo de su culpa. Podría ser el pecado original encarnado: la primera probada al conocimiento prohibido, la desobediencia que expulsó a su especie del seno del edén. La muchacha podría ser el castigo final una vez que haya despertado. «Abandonaste tu propósito como esposa y como madre», se imagina Imogen que le dice, «con tu deseo, tú te hiciste esto a ti misma».