Se hacen treinta minutos caminando de la casa de la señora Blott a Urizon, pero es solo la mitad de la distancia a través del bosque. Esa mañana ya había pensado en tomar el camino corto por el atajo y había decidido no tomarlo por practicidad: además de que Peter se habría quedado lívido, seguramente me habría perdido. Los árboles eran cosas engañosas y cambiantes.
Sin embargo, después de todo lo que había ocurrido ese día, ya no me importaba. Dejé atrás a la señora Blott, a Matthew y a mi padre, y caminé bosque adentro con Marlowe como guía. Él no mostraba ningún remordimiento mientras caminaba adelante con la feliz disposición usual, balanceando la cola en alto. Esquivó las ramas caídas y arremetió contra las esporas de los hongos, mientras arrastraba la tibia, manchando de lodo el tejido de la rodilla. A veces se encontraba con una roca testaruda o con una raíz difícil y tenía que volver atrás para empujar la pierna con el hocico o para jalarla con una de las patas delanteras para ayudarla a superar el obstáculo.
Yo lo seguía por detrás a una distancia segura, pues me asustaba ver el miembro. Trataba de disociar el objeto que tenía enfrente de la mujer que me había criado desde que era niña; intentaba apartar los pensamientos de su muerte de la misma manera en que almacenábamos latas de alimentos en el sótano o madera cortada en el cobertizo. Con cada paso, insistía en aplastar mi pena, mi furia. Pensaba en las emociones que se retorcían en las profundidades de mi cuerpo como un ser vivo enterrado a medias, un ser vivo que jadeaba para conseguir aire mientras le apretaba la garganta con el tacón de mi bota para hundirlo más profundamente.
La tibia cayó de golpe sobre una superficie de roca afilada y angulosa. Pensé que debería sangrar. ¿Por qué no sangraba? Después de regresar a Urizon, le preguntaría a la señora Blott sobre su experiencia previa con cadáveres, sobre su hipertensión, sobre la sangre de los cuerpos femeninos. Pero no podía preguntarle nada a la señora Blott. Me sentí mareada, estaba muy cansada.
¿Por qué no podía preguntárselo? Porque la señora Blott era vieja, porque ella misma estaba cansada. Oh, pero ¿por qué no me había llamado cuando sintió que se acercaba el fin, antes de sentarse en la mecedora, si estaba tan cansada, si lo sabía? ¿Qué era yo para ella si hubiera elegido utilizar mi único talento? ¿Estaba lista pa-ra deshacerse de mí? ¿Estaba tan asustada, tan enojada con la última porción de su vida que ella, como la madre Farrow, como mi propia madre antes que ella, había preferido «seguir adelante»? De repente me sentí enojada con ella. Esta vieja que había fingido que le importaba había contado en secreto los días hasta que una de las dos hubiera desaparecido. No me había contado sobre su sobrino, Matthew. Era lo más cercano que conocía a una madre y, sin embargo, parecía que ella no pensaba en mí como su familia de ninguna manera.
Al principio, llena de frustración, avancé con furia a través del bosque. Conforme la lluvia se fue haciendo más suave, también menguó mi resolución, y después de un tiempo de caminata me sentí lo suficientemente tranquila como para, al fin, observar mi entorno. Estaba en las profundidades del bosque; no podía ver la cabaña, Urizon o el camino. Aquí, las aves en su mayoría estaban en silencio, los animales se ocultaban de la intemperie. Mientras más tiempo y más distancia avanzábamos, los troncos de los árboles eran más altos y gruesos; el musgo de sus raíces, más voraz. Me vi a mí misma como algo muy pequeño en medio de esa vastedad.
Marlowe hizo una pausa para orinar y dejó la tibia a mis pies. Alcé la mirada para ver el cielo a través de las ramas entrelazadas y solo pude ver pequeños pedazos de nubes de tormenta grises. No podía decir qué hora era o cuánto tiempo llevábamos caminando, y mi estómago no dejaba de recordarme que necesitaba comer algo.
—Quiero ir a casa —le dije a Marlowe, que se había acercado a olisquear mi rodilla—. Estoy cansada. Llévame a casa. —Como respuesta, lamió la mano que le ofrecía con una lengua pastosa, recogió su nuevo juguete y continuó, haciendo una pausa para asegurarse de que seguía caminando detrás de él. Me limpié la mano en la falda.
Imaginé que Peter debía estar preocupado. Seguramente le tomó un momento recuperarse después de que me fui, después de mi exabrupto y del extraño comportamiento de Marlowe, aunque tal vez cuando se dio cuenta de que realmente lo había hecho, de que en realidad me había marchado, debió de ponerse frenético. Peter le temía al bosque como nunca lo había visto temerle a nada más; pasó muchos años enseñándome a temerle también. Yo trataba de distraer el creciente pánico cuando me tropecé con algo que había en el suelo: la tibia.
Marlowe había soltado el miembro bajo el tronco de un viejo roble y cavaba con furia en el suelo junto a sus raíces. Era un árbol enorme; el tronco fácilmente tenía cincuenta veces la circunferencia de mi cuerpo, la corteza estaba marchita y tenía una textura llena de nudos. Las ramas se extendían sobre nosotros, se separaban tanto del tronco que, de no ser por las robustas uniones de las raíces, me habría preocupado que pudieran caerse y aplastarnos. Le silbé a Marlowe, lo que casi siempre habría sido suficiente para que dejara lo que estuviera haciendo y acatara mi llamado, pero no me prestó atención.
—Marlowe —dije, silbándole otra vez y después palmeándome las rodillas. Nada. Habría podido tratar de quitarle la pierna, pero justo cuando di un paso adelante, me di cuenta de que no tenía estómago para recogerla. Marlowe jadeaba mientras hacía su trabajo y, de repente, sentí que no podía dar un paso más, que difícilmente podía mantenerme en pie. Me acomodé la chamarra y me acosté junto al roble, tan cansada que estuve a punto de tocarlo.
Mientras Marlowe arrastraba la tibia al nuevo agujero, que sería su refugio, cerré los ojos y me dormí.
Me seguía gruñendo el estómago y, en una especie de neblina, me vi a mí misma rodeada por alimentos del bosque frente a una mesa gloriosa que había salido de la tierra completamente formada. En esa visión, me daba un festín con carne de venado a puñados, comiéndomela cruda entre montones de moras salvajes mientras me miraba un corzo joven. De la manera en que solo puede ocurrir en los sueños, estaba al mismo tiempo tanto dentro de mi cuerpo como más allá de él. Podía percibir el fuerte sabor de la carne y la acidez de las moras y, al mismo tiempo, me veía a mí misma desde lejos: los ojos cerrados en éxtasis, la mezcla de sangre y jugos de un rojo profundo que se enturbiaba sobre mi barbilla. Mi cabello era más oscuro de como lo conocía, suelto y ondulado, y llevaba sobre la cabeza una corona hecha de lo que parecía un hueso pulido. Los colores verdes, cafés y grises de la niebla del bosque, la crudeza del rojo sobre mi piel pálida, la sensación de que estaba en un frenesí salvaje hizo que me recorriera un escalofrío. El otro yo bajó las manos y volteó hacia mí. Tenía las palmas y el rostro sucios de sangre; sus ojos estaban cerrados, los párpados delgados y venosos, casi traslúcidos. Abrió los ojos de pestañas gruesas y oscuras, y en lugar de mis propios ojos verdes vi un negro profundo e infinito, nada de blanco, solo oscuridad.
Me desperté del sueño con repulsión y me encontré extendida bajo la raíz del árbol, con el cuello y el pecho empapados de sudor. Me limpié la tierra de los rabillos de los ojos y la saliva de las comisuras de los labios. Di la vuelta y encontré a Marlowe cubriendo su premio con tierra.
—¿Ya terminaste? —le pregunté mientras trataba de apartar la visión perturbadora—. Vamos de regreso. —Recordaba vagamente haber pasado por entre dos píceas largas y observé a mi alrededor para buscarlas.
Parpadeé. ¿Seguía soñando? No solo no pude ver las píceas, sino que claramente no estaba en el mismo bosque en el que me había quedado dormida. Los árboles que tenía justo enfrente parecían tener el doble de tamaño y de alguna manera se habían distribuido para abrir paso a un nuevo sendero. La luz había cambiado de gris a lavanda. Era muy desconcertante. Busqué a la muchacha de ojos negros que había visto en mi sueño, pensando que quizá después de todo fuera real, pero no estaba por ninguna parte.
Apreté las manos y busqué a Marlowe: conocía la actitud de mi perro cuando sentía miedo y me reconfortó darme cuenta de que su respiración estaba tranquila. De hecho, casi parecía emocionado. Alzaba la cola hacia arriba y la azotaba contra mi rodilla.
A diferencia del suelo lodoso sobre el que anteriormente caminaba con esfuerzo, nuestro nuevo camino estaba cubierto de fresco pasto verde. Me agaché para examinarlo y alcancé a sentir el olor exuberante que relacionaba con el momento más álgido del verano, una vez que las plantas y los árboles están completamente crecidos, pero antes de que el sol les haga perder su color. Una hoja en particular era de un verde tan brillante, tan delicado y dulce que no pude evitar acercar la mano. Suspendí la mano para que flotara tan cerca que podía sentir el pulso de su vida, una vibración de canto veloz que erizaba el aire entre nosotras. Las palabras de mi padre de horas antes regresaron a mi mente: « No podemos permitirnos la soberbia de pensar que podemos manipular la naturaleza sin alguna consecuencia».
Pero ¿por qué la naturaleza debía manipularme constantemente a mí? Respiré entrecortadamente y, antes de que pudiera convencerme de lo contrario, me agaché para arrancar un puñado de pasto.
Siguió siendo verde.
Contuve la respiración, después fruncí el ceño con incredulidad y abrí el puño para dejar una sola hoja entre mis dedos. La mantuve tan cerca que podía sentir mi propia respiración cálida contra mi mano. El pasto se sentía flexible, joven, todavía no endurecido en las hojas parecidas al papel en que se convertirían. Sabía que si lo apretaba en mi palma rezumaría sus jugos verdes y se convertiría en una pulpa fragante y pastosa. Era más suave de lo que esperaba, tan suave como la piel inmaculada de entre mis senos y sentí la misma emoción de conexión que habría podido sentir si una mano se hubiera extendido para acariciarme. Mi respiración se hizo más suave y superficial, la parte inferior de mi pelvis baja se tensó. Me estremecí y me sentí abierta a experiencias que aún no había imaginado.
Enfrente de mí, Marlowe ladró para llamarme. Con el corazón henchido y temeroso, me levanté para ir detrás de él y deslicé la hoja de pasto en mi bolsillo.
El nuevo camino se extendía en una espiral semejante a un laberinto que parecía llevar más profundamente al corazón del bosque. En lugar de las ramas retorcidas, aquí los árboles tenían troncos suaves y majestuosos. Me acerqué para acariciar uno y sentí la satisfacción de descubrir que mi contacto no tenía ningún efecto.
Después de años de tropezarme sobre las cosas y cuidar con especial cuidado dónde caían mis pies, de años de cubiertas de plástico, barnices y ondas de vergüenza cada vez que observaba mi cuerpo, había llegado a un mundo que me daba la bienvenida. Aquí era fácil ir más allá de mis pensamientos sobre la señora Blott, su sobrino, mi frustrado padre y sus reglas. Toqué tantos troncos de árbol como pude, acaricié la corteza, los besé. Crecían tan altos que las hojas se extendían muy por encima de mi alcance, si no con toda seguridad también las habría tocado. En un momento, abrumada, me acosté bocabajo sobre el pasto; inhalé su suave aroma, me quité la chamarra y extendí los brazos para moverlos de arriba abajo a mis costados, como un niño que hace un ángel en la nieve. Las hojas me hicieron cosquillas en los brazos y el cuello desnudos. El mundo que había observado desde la ventana, separado de mí por un vidrio de protección, se había vuelto real en esos momentos; era la diferencia entre leer una historia y embarcarme en una aventura, entre soñar con un beso y recibir uno.
Finalmente, distraída por los quejidos de Marlowe, me levanté para seguirlo. Un suave canto de aves nos llegaba a través de las ramas. Distinguí una ardilla moteada que se escabullía por mi camino, una lombriz rosada que se escurría sobre mis zapatos. Piedras cubiertas de un musgo suave, helechos que crecían en un azulado patrón intrincado. A diferencia del bosque que había junto a Urizon, las hojas muertas no cubrían el suelo. El aire era claro, dulce y seco; el sol era tierno.
No más de veinte minutos después de que hubiéramos empezado a caminar por este sendero, Marlowe ladró con alegría y dio vuelta en una esquina, desapareciendo de mi vista. Me apresuré para reunirme con él y, para mi sorpresa, vi Urizon delante de nosotros, maravillosa contra el cielo de la tarde.