Ha pasado tanto tiempo. Ha pasado tanto, tanto tiempo. Alys puede detenerse, inmóvil y en silencio, durante años, a observar el balanceo de los árboles con la brisa. Puede practicar los movimientos —el movimiento de una muñeca, un glifo dibujado en la tierra— que la acercan más a los hombres de su clan. Les pide a los robles que se detengan y la escuchen, llama a los álamos de sus claros, murmura viejas palabras que cuentan historias incluso más antiguas. El movimiento de un dedo hace que una enredadera que ha atrapado a un ratoncito cambie de dirección. Un murmullo hace que se acerque una rama que sostiene un nido de búhos: sus bocas se abren de par en par, esperando para siempre el regreso de su madre. Alys se esfuerza por recordar una vida antes de este bosque, pero no puede recordar por qué conjuró esta eternidad. Está lista para la vida que hay después de esta.
La muchacha de la enramada, la muchacha de los labios rojos, la piel cremosa, los rizos suaves y negros; la muchacha que no se estremece en su desnudez, sino que la lleva con calma y orgullo. Si Alys se inclina muy cerca de ella, puede observar el estremecimiento del latido de su corazón bajo el pecho flexible, el pezón rosa oscuro, la fila de costillas que van de su cintura a su esternón. Si Alys se inclina muy de cerca, puede escuchar el ronroneo de la respiración de la muchacha, adentro y afuera, afuera y adentro. Si sostiene la mano sobre los labios, puede sentir los estallidos de la respiración, vitales y cálidos.
La respiración se detiene. La muchacha tose.
Alys da un paso atrás. Algo se acerca.
Las otras mujeres Blakely perciben el cambio, las redes de raíces y hongos que mantienen a los árboles en comunión envían mensajeros: ramas delgadas que les jalan las mangas, senderos que cambian de dirección a sus pies. «Vengan de inmediato», dice el bosque, «algo es distinto». Ansiosas, las Blakely llegan.
De cerca (¿podría venir desde dentro?), perciben un movimiento distante, inconsistente, destacado por la respiración trabajosa y ocasionales gruñidos de canino, sonidos que llegan de debajo de la tarima de la muchacha. Frente a las mujeres, la tierra gira sin estímulo alguno y se derrumba sobre sí misma como una casa con cimientos podridos. La niña Emma resopla. Imogen la toma de la mano.
«Es un socavón», piensa Imogen, «una corriente subterránea de oscuridad que finalmente ha venido a devorarnos». Les da a los dedos regordetes de Emma un golpe instintivo.
—¿A dónde va todo? —pregunta Kathryn sobre las ramas, las plantas desancladas, los bichos escurridizos que se esfuerzan por escapar del agujero que se hace cada vez más profundo. Mary patea el tobillo de Kathryn con el tacón de su bota.
—¡Auch!
—Cállate.
Un objeto está apareciendo, una forma que se crea en la oscuridad, lleno de tierra. En un principio, Imogen piensa que es una pata de cordero, un pedazo podrido de la comida a medio devorar de alguien. Sin embargo, cuando esa extraña flor surge de la tierra, Imogen ve que es la rodilla de un ser humano: una pantorrilla arrugada, un tobillo hinchado, cinco dedos gordos. Imogen se estremece. Sus ojos se pasean por el círculo para considerar las reacciones de sus compañeras. Aunque han pasado siglos juntas, hace mucho que se comportan como osos, criaturas solitarias que se contentan con deambular por terrenos separados. Imogen no conoce sus historias, aunque supone que todas han conocido alguna especie de oscuridad. ¿Quiénes vinieron de una masacre? Kathryn no, pues esconde los ojos bajo sus manos. Tampoco Mary, que traga saliva con pesar, ni Lucy, cuyo pálido rostro se tiñe de verde. Tampoco Emma, quien vuelve a gritar, pero esta vez no encuentra consuelo. Quizá Helen, que permanece sin parpadear. O Alys, que observa la tibia mientras su serenidad eterna permanece imperturbable.
Así como apareció, la tibia vuelve a desaparecer, enterrada bajo la tierra que se suspende fina como arena frente a sus ojos.
—Miren —dice Emma, que da un paso adelante. Avanza para romper el círculo, pero Lucy la aparta y se adelanta, se detiene sobre la muchacha de ojos negros, cuyos párpados, por primera vez, se estremecen ligeramente con voluntad propia.
Los ojos de la muchacha se abren. Son un agujero negro, una oscuridad infinita.
Inclinándose sobre la muchacha de ojos negros, Lucy le habla:
—No tengas miedo.