Me senté en la mesa de la cocina de la señora Blott, tamborileando con los dedos sobre un mantel de plástico que habían puesto para proteger a la madera de mí, mientras Matthew me explicaba los acontecimientos que habían ocurrido, según él, tres días antes.
Al principio, como predije, él y Peter se habían quedado desconcertados mientras me observaban seguir a Marlowe hacia la lluvia. Imaginé que Peter me observaba marcharme, que observaba la desaparición de mi impermeable verde y la capucha sobre mi cabeza. Me había sentido tan orgullosa de mi desafío. Había atravesado a grandes pasos el jardín de la señora Blott, entristecida porque no volvería a verlo florecer.
—Fue la última vez que vi a tu padre. Dijo que esperaba que te hubieras ido a casa —mencionó Matthew—, pero parecía bastante nervioso. Tenía en la boca una especie de… —Contrajo la boca en una perfecta imitación de la de Peter bajo presión, la quijada extendida de una manera extraña, de modo que al cerrar la boca todos los dientes parecían desalineados.
—No dejaba de decir que ibas a estar en Urizon —continuó Matthew—. Le dije que si no estabas ahí, me llamara para que supiera.
Peter volvió a asentir, se puso el abrigo y se fue con un aire de perplejidad poco común en él (o así lo describió Matthew. Yo le dije que Peter a menudo tenía esa apariencia cuando tenía un problema asfixiante, como si su mente estuviera a miles de kilómetros de distancia o sus pensamientos fueran nubes que se marchaban lentamente a la deriva).
Como se había quedado a solas para ocuparse del cuerpo de la señora Blott, Matthew había subido las escaleras para examinar la lesión post mortem. «La amputación», me dijo, «había sido desastrosa y las consecuencias, desagradables».
—Cuando llamé a la policía, fingí ignorancia. Dije que pensaba que había sido el ataque de un animal y que había encontrado la puerta principal abierta. Ellos llegaron… —dijo, y entonces, por fin, se le quebró la voz. Otra vez, se talló la ceja derecha—. El enterrador vino por su cuerpo poco después. La cremaron al día siguiente. Enterré a su gato en el patio.
—¿Y Peter? —pregunté.
—No supe de él. Supuse que los dos estaban a salvo en su casa.
—¿Y que no habíamos tratado de contactarte? Que simplemente habíamos dejado a la señora Blott a… —No estaba segura de cómo terminar.
Matthew se encogió de hombros, aunque sin mostrar desdeño.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó—. ¿Algo de comer?
Matthew ocultó cualquier inquietud que sintiera por mi situación actual, por la desaparición de mi padre, por la extrañeza del tiempo, bajo esa expresión de preocupación competente, como lo había hecho cuando se enfrentó por primera vez a mi poder. Llenó una tetera, intentó encender la estufa tres veces y abrió la despensa de su tía para descubrir una amplia colección de tesoros. No se dio cuenta hasta que había extendido cuatro tipos de galletas en un plato, en cuyo punto me sentí complacida al ver que sus ojos tranquilos revelaban una pizca de pánico.
—¿Puedes…? —tartamudeó—. Eh… todo eso… ¿ocurre cuando comes? ¿Cómo…?
Mi dieta era igual que la de cualquier otra persona, aunque usaba los molares traseros mucho más consistentemente que Peter o la señora Blott. Peter siempre había hecho hincapié en la necesidad de usar cubiertos, en la importancia de probar bocados pequeños de manera que pudiera evitar mis labios. Yo era adepta a introducir una variedad de alimentos por medio de popotes, abría la mandíbula para meterme hojas completas de col y, desde luego, encontraba excusas cuando la comida que me servían no me gustaba. La señora Blott siempre había cocinado. Teníamos más de estas mismas galletas en el congelador de Urizon. Cada mordida de sus productos horneados, lo sabía, me alejaría más de ella, como si una vez que me hubiera comido el resto de lo que había dejado, fuera a desaparecer por completo. Traté de no obsesionarme con la imagen de una despensa vacía que hacía eco de su cabaña vacía.
Tenía hambre cuando llegué, pero había perdido el apetito.
—Si Peter no está aquí —dije, ignorando la pregunta a medias de Matthew—, entonces ha de estar buscándome. A menos que ya haya regresado a casa. —Me puse de pie—. Ha de estar preocupado. Tengo que irme.
—¿Por qué no llamas a tu casa? —preguntó Matthew—. A ver si tu padre contesta.
Dejé que el teléfono sonara veinte veces. Habían desconectado nuestro aparato. Recordé el mensaje que le había dejado a la señora Blott, según yo, esa misma mañana para avisarle que iba para allá.
—Me tengo que ir —dije.
—Deja que te lleve en el coche. Solo dame cinco minutos para prepararme.
En Urizon, Matthew insistió en acompañarme adentro. Se había puesto una sudadera con la mascota de su universidad en la espalda, un oso, y yo iba siguiendo su extraña mueca por la casa en busca de Peter. Descubrí que me daba gusto que estuviera conmigo para abrir las puertas de madera, remover las sábanas para proteger las esculturas del polvo, hacer bromas poco graciosas frente a los retratos; me sorprendía la tranquilidad de Matthew con lo desconocido. Hasta mucho más tarde no comprendería el consuelo que me proporcionaba, el cuidado con el que examinaba cada elección posible antes de actuar, el tono de cada palabra antes de hablar.
Se daba cuenta de que tenía miedo, aunque yo hacía un gran esfuerzo por ocultarlo. Con la voz fuerte y el cabello rizado sobre el cuello, el Matthew que conocí esa noche era jovial, incluso gracioso, e hizo todo lo que pudo para abatir mis temores. Nuestra búsqueda de mi padre demostró ser más inútil con cada habitación vacía y la enormidad de mi aislamiento se hacía mayor conforme la casa a mi alrededor triplicaba su tamaño.
—¿Sabes? Una vez, de niño, visité el pueblo —dijo Matthew más o menos una hora después, alzando la tapa del teclado de un piano cubierto de polvo para tocar algunas notas desentonadas—. Mi tía me dijo que toda esta propiedad estaba vacía. Es extraño estar adentro después de imaginarme durante tantos años cómo sería.
Descubrimos el viejo cuarto de música: un chelo gordo e inútil, un arpa sin cuerdas, estantes llenos de partituras con marcas de lápiz. Yo me demoré en la puerta, observándolo tocar la melodía de una vieja canción infantil.
—¿No sabías que vivíamos aquí o que la señora Blott nos ayudaba con la casa?
Matthew negó con la cabeza.
—No cuando era más chico. Había rumores, desde luego, pero ella siempre los negó. Una vez, cuando pensé que había visto un niño aquí, dijo que me estaba imaginando cosas. En ese entonces decía que limpiaba casas en el pueblo.
—¿Y ahora?
—Cuando regresé hace unos meses, admitió que trabajaba para los Cothay. Describió a tu padre como… poco amistoso. Nunca te mencionó siquiera.
—Por mi maldición.
Matthew sostuvo tres acordes desentonados y después cerró la cubierta. Me miró a los ojos.
—Yo no creo en maldiciones.
Si había estado demasiado distraída por la desaparición de mi padre y el tiempo que había pasado en el bosque como para reflexionar en el hecho de que estaba a solas en mi casa con un muchacho, la franqueza de su comentario y lo directo de su mirada me hizo plenamente consciente de la situación. Me quemaba la parte superior de las orejas. No pude pensar una respuesta.
Mi vergüenza aumentó cuando Matthew abrió la puerta de mi habitación y entró rápidamente delante de mí antes de que pudiera informarle que no íbamos a encontrar nada de valor en mi cama deshecha o en la ropa tirada sobre la alfombra. Se dio cuenta de inmediato de que la habitación era mía y dio un paso atrás con timidez; golpeó con la espalda el marco de las reglas de Peter y lo tiró sobre el tocador.
—Perdón. —Se estremeció Matthew. Me encogí de hombros y traté de apartarlo de ahí, pero él alzó el marco por el borde y lo volteó para averiguar el daño.
—No tienes que —empecé, pero después me detuve cuando me di cuenta de que había leído el texto de inmediato y había fruncido los labios reflexivamente—. Solo son lineamientos —murmuré.
—Entonces no tienes permitido tocar nada.
—Es de cuando era niña.
—Has vivido toda tu vida sin tomar a alguien de la mano o recibir un abrazo. Sin cortar flores u hojas de los árboles. Sin acariciar a un perro o…
—Tengo un perro —lo interrumpí—. Tengo a Marlowe. Lo puedo acariciar a él.
—De cualquier manera —continuó Matthew—. No puedo imaginar siquiera cómo ha de ser que nunca te hayan abrazado. Tener que estar siempre atenta. Tienes una capacidad de contención maravillosa. Un control espectacular. Es de verdad impresionante. —Me miró, pero, aunque sus palabras expresaban admiración, sus ojos mostraban lástima.
—¿Podemos dejar de hablar de eso? Necesitamos concentrarnos en Peter. —Sabía que estaba siendo grosera, pero no estaba segura de cómo corregirlo. Tragué saliva—. Hay que regresar al estudio. A lo mejor ahí hay algo más. Probablemente no haya dejado una nota, pero podríamos encontrar alguna pista de su paradero. —Suspiré—. O simplemente podría aparecer en la mañana. No es del tipo de gente que piensa en… los detalles. O en cuán preocupada podría estar, aunque no lo esté. —Había dicho lo último con tanta furia que la fuerza de mis dientes había hecho sangrar mi labio y sentí el sabor rojo que ahora me coloreaba las encías.
—Ah —dijo Matthew. Bostezó. Era muy tarde y me acordé de que lo había despertado. Sabía que tenía que decirle que se marchara y agradecerle su ayuda, sugerir que era mejor que regresara a la cabaña, pero no podía convencerme de hacerlo. Evité su mirada, me mordisqueé una uña y sentí la queratina que chocaba contra mis dientes inferiores.
—Podría quedarme aquí a pasar la noche —dijo Matthew cautelosamente, no del todo capaz de enmascarar la siguiente mentira blanca—; sería más fácil que manejar de regreso. Es muy tarde. Y podemos buscar mejor en la oficina de tu padre por la mañana, cuando estemos frescos. Puedo dormir en la habitación morada de arriba.
—Es violeta —lo corregí automáticamente y después cerré los ojos y asentí, con miedo a expresar la profundidad de mi gratitud.
—En la habitación violeta, entonces. —Matthew avanzó hacia la puerta—. Tú también trata de dormir. En la mañana vamos a encontrar la manera de localizar a tu padre.
El estómago se me fue a los pies mientras lo observaba marcharse, la manera como arrastraba los pies, el mechón de cabello rubio detrás de su cabeza. No pensé en mostrarle el baño, en buscarle toallas limpias, en realizar cualquiera de las tareas que sabía por los libros de etiqueta que debía hacer una buena anfitriona. Me sentía satisfecha de que Matthew se quedara conmigo, pero insegura en cuanto a lo que habría hecho sin su generosidad. De cualquier manera, me sentía ansiosa. Sus preguntas eran razonables, difícilmente irrespetuosas y, sin embargo, había algo en ellas que me desconcertaba. Con todo lo que había ocurrido durante los últimos días, con toda la extrañeza que había encontrado desde la muerte de la señora Blott, Matthew era claramente el menor de mis problemas. Pero a mi cuerpo le parecía lo más desconcertante.