El sucio escudo de armas familiar

Mary, 1708

De joven, Mary Blakely era silenciosa. No era tímida de la manera atractiva de las remilgadas, esas mujeres cuya reticencia perciben los hombres y persiguen como un perro rastreando el miedo, sino más bien extraña en su indiferencia. Se mordía las uñas y mascullaba. Observaba con demasiada intensidad las partes que sus acompañantes habrían preferido que pasaran inadvertidas: el barro que le estaba saliendo a un rector o la nariz larga de un caballero. Los pretendientes que su padre le encontraba no se sentían tentados por la dote, ni siquiera cuando le aumentaba la mitad.

Mary despreciaba su propia rareza, lo puntiagudo de sus codos, el bulto de su panza. Vio a sus hermanas menores casarse e irse. También vio a su hermano pequeño, Frederick, casarse.

Era el año 1707. Jane Mulhollan, ahora Jane Blakely, llevaba seis meses en Urizon, pero aún no sabía cómo se movían los sonidos, cómo la curvatura de las escaleras permitía ciertos ecos, cómo los paneles huecos acunaban pequeños ruidos que transportaban las palabras de donde estaba sentada en la biblioteca con Frederick al lugar donde Mary escuchaba en la parte superior de las escaleras.

—Tienes que encontrar una forma —decía Jane, una criatura rosada de hoyuelos con un traje azul, ya segura de su papel como jefa del hogar. Era veinte años más joven que Mary y tenía la costumbre de soltar pequeños suspiros simpáticos cada vez que se sentaba en una silla o un diván—. No tenemos el dinero para mantenerla. Y es una tontería pensar que a su edad…

Un murmullo cuando su esposo, Frederick, habló en un tono más bajo. Después, la respuesta de ella:

—Has tenido años para buscarlo. Ella ha tenido años para prepararse. Todas las mujeres saben que va a llegar el momento en que tienen que… —Un golpe cuando se cerró la puerta de la biblioteca.

Esa noche, Mary se cepilló el cabello cien veces con el cepillo de plata que alguna vez había sido de su madre, pero que ahora le pertenecía a Jane. Los muebles ahora eran de Jane, la vajilla, la leña, las viejas reliquias Blakely. Las flores del jardín. La sirvienta. El cocinero.

Pronto, la casa misma pareció ser despojada de Mary para dársela a Jane. Todos los gruesos muros, sus firmes cimientos. El cuarto de niños donde había jugado con sus hermanas pequeñas. El huerto donde había sembrado semillas con tanto cuidado. La torreta donde se había sentado a observar el camino, soñando despierta con el príncipe que miraría más allá de su rostro amarillento y su cabello delgado, más allá de las arrugas que le rodeaban los pequeños ojos. Todo se lo habían dado a Jane.

Esa altiva muchacha de diecisiete años saludaba con la mano como una reina, como si fuera una dama de una casa mucho más fina. Mary deseaba que Jane tuviera un final doloroso, como ella misma había sufrido mientras observaba a Jane parada en la puerta de la iglesia, escuchando las campanas de boda, observando la mano de Frederick sobre el hombro de Jane, escuchando los gemidos que hacían de noche. Mary ya no podía respirar el aire que Jane le robaba a Urizon. Se sentaba todos los días con su bordado, esperando que el vestido de Jane se encogiera, que la piel de Jane se pusiera roja, el día en que Jane anunciara que esperaba al hijo de Frederick.

Jane había despedido al mayordomo que había estado con los Blakely desde antes del nacimiento de Mary.

—Es demasiado viejo —había dicho la muchacha chasqueando la lengua—. ¡Imagínatelo recibiendo a nuestros invitados! Seguramente los espantaría.

Jane había eliminado todas las velas de cebo del sótano.

—¡Ese olor! —se había burlado Jane, incapaz de pensar en un futuro en el que la familia pudiera necesitarlas para alumbrarse.

Jane había reacomodado la sala de visitas; quitó las cortinas de buen gusto que la madre de Mary había elegido e instaló reemplazos ordinarios. Había hecho leña del diván y había llevado un horrible nuevo mueble de madera pintado para que pareciera hecho de oro.

Mary observó cómo se llevaban a cabo estos cambios con los puños apretados, sintiendo las cicatrices que sus uñas dejaban en sus palmas, incapaz de evitarlas.

Sin un esposo, las opciones de Mary eran pocas. Podría ser la niñera de los hijos de su hermano, vivir en una habitación fría en la parte trasera de la casa, utilizar vestidos sencillos y esconderse de los invitados. Podría ir a la iglesia y pasarse los días en el claustro, rezándole a un Dios en el que no confiaba. Quizá una de sus hermanas podría llevarla con ella.

En el espejo, el rostro de Mary se veía demasiado blanco con el polvo como para parecer un fantasma. El negro con el que había tratado de pintarse las cejas, a la moda del momento, como lo hacía Jane, se había emborronado hacia el puente de su nariz afilada. Las arrugas se extendían por su frente, le partían las comisuras de la boca. «Solterona. Indeseable».

«Debería comerme el corazón del bebé cuando Jane dé a luz», pensaba Mary. «Buscar las aguas de la juventud y beber hasta llenarme. Hacer correr los años hacia atrás». Era injusto tener solo un intento en la madurez, unos pocos años de posibilidad antes de que la dulzura se convirtiera en podredumbre.

Frederick y Jane sí tuvieron una hija, una pequeña niña, dorada y rolliza. Mary la sostuvo en el bautismo y, aunque la hermana de Jane fue nombrada madrina, era Mary quien instintivamente sabía mecer a la bebé, murmurarle para que se durmiera, sostener su suave cráneo en el doblez del codo. Si se caía, ese pequeño cráneo se rompería y el cerebrito se derramaría en el suelo. Mary sentía tanto poder de pie sobre la cuna, con la madera decorada como un ataúd, la niña envuelta tan apretadamente que parecía embalsamada.

La madre y la hermana de Jane fueron a vivir a Urizon con el pretexto de que ella necesitaba ayuda con la maternidad, aunque todos los aspectos desagradables de su papel habían sido asumidos por una muchacha del pueblo poco después del nacimiento de la bebé. La familia Mulhollan llenó la propiedad de actividad y colmó a Jane de un gran sentido de su propia importancia.

Frederick compartía la falta de iniciativa de su hermana y por lo tanto había evitado por mucho tiempo la desagradable labor de deshacerse de Mary. Sin embargo, el momento estaba por llegar. Blandiendo como un arma su reciente maternidad, con el apoyo de sus parientes más cercanas, Jane presionó a Frederick para actuar.

De nuevo, Mary estaba de pie en la parte superior de las escaleras y escuchaba al grupo reunido en la biblioteca.

—… basta de esta tontería…

—… propiedad de pensar en…

—Debe ocurrir de inmediato, sin mayor demora.

Una voz aguda reemplazaba a otra, cada nuevo instrumento alzaba el tono para que su compañera pudiera descansar. Mary escuchó a Frederick ceder, los escuchó formular un plan.

Fue al bosque.

Desde que la familia de Jane llegó a Urizon, provocando muchas más molestias de las que tenían derecho dos mujeres de tamaño mediano, Mary se había acostumbrado a dar largas caminatas en el bosque. Esa tarde se mantuvo en el límite de los árboles, nerviosa de perderse en la oscuridad. Debatió entre sus opciones cada vez más escasas. No habló en voz alta, pero el bosque la escuchó.