El día siguiente fue una gran decepción para mí, pues no pude acceder a la computadora de Peter, y también para Matthew, quien, poco curioso la noche anterior, ahora hacía un esfuerzo por concentrarse en la labor que tenía en mano. Parecía lleno de preguntas, pero a la mitad del camino se mordía los labios y se tragaba cada una de ellas, echándome miradas de reojo con el ceño fruncido en lugar de seguir la conversación.
—Cuando te enfermas… olvídalo. —Agachaba la cabeza y se concentraba en un gabinete de archivos.
—Si comes carne, ¿se…? —Se rascaba el cuello.
—¿Desde que naciste…? —Matthew se detenía, marcando el silencio abrupto con el chasquido de la tapa de una pluma.
—Solo pregúntame —dije.
—No, está bien. Voy a dejar de hacerlo. Perdón. —Se sonrojó y se ocupó de la computadora de Peter por un momento, antes de volver a alzar la cabeza—. Es solo que… he estado con bebés. No puedo imaginarme cómo pudiste ser niña y después ser criada con esta… condición. Ya no digamos cómo pudo haber llevado tu madre su embarazo a término.
—No lo hizo.
—¿No hizo qué?
—No llevó el embarazo a término. Murió. —Traté de eliminar cualquier inflexión en mi voz, pero sentí una ola de frustración hacia Matthew por haber sido el primero que me hiciera decir esas palabras en voz alta. Siempre había sabido que mi gestación había asesinado a mi madre, pero decirlo daba al hecho un peso nuevo y tangible.
Matthew parpadeó.
—Perdón —dijo—. Aún debe ser muy duro para ti.
Me encogí de hombros. Él me observó, esperando que dijera algo más. Como permanecía en silencio, se concentró en el escritorio de Peter, tratando de entrar en los archivos de mi padre.
—¿La contraseña podría ser una fecha de nacimiento? —preguntó, con el rostro iluminado por el brillo artificial del monitor. Permanecí en la puerta del estudio, con las manos metidas bajo las axilas, avergonzada y asustada. Cada falso inicio de Matthew me había hecho sentir más como un artefacto, sola en un museo olvidado, abandonada por mis cuidadores. Cada pregunta interrumpida dejaba en claro que no era como las otras muchachas que Matthew había conocido. Yo ya sabía que era diferente, pero su curiosidad, tanto interés, hacía que lo sintiera plenamente.
Mi padre raras veces había cumplido sus amenazas, pero yo siempre había vivido con temor a sus castigos. ¿Quién me diría, sin la señora Blott ni Peter, cuándo cepillarme el cabello, cuándo bañarme, cómo comportarme alrededor de los otros? ¿Quién me consolaría cuando me despertara de las pesadillas con las sábanas sudadas? ¿Quién ahuyentaría al ruidoso señor Pepper, quién traería nuestra correspondencia del pueblo, quién encendería el fuego en la biblioteca por las tardes, quién me preguntaría sobre mis lecturas, quién me diría que no jugara con Marlowe en el vestíbulo? Igualmente importante, ¿quién se aseguraría de que Peter hubiera cenado lo suficiente, quién le recordaría que se bañara, quién le pediría que se apartara por un momento de sus libros? ¿Quién lo haría reír cuando estuviera enojado con un colega grosero o molesto porque no lo habían tomado en cuenta para un premio?
¿Quién más lo amaría? ¿Quién me amaría a mí?
Si mi mundo hubiera sido una pintura colgada en una pared, ahora el marco se habría caído y el lienzo colgaría enrollado hacia dentro, distorsionando la imagen que conocía.
—¿En qué año nació tu padre? —preguntó Matthew.
Me encogí de hombros y me aparté a un rincón, donde toqué un librero con el borde de la oreja. La madera se estremeció y sentí náuseas. El problema con los libreros, con la madera empalmada en general, era el ensamblaje, si dos pedazos de árboles distintos se habían juntado post mortem, una vez revividos expresaban un inmenso disgusto. Una vez, Peter había descrito este trabajo artesanal como una nación poscolonial, en la que las fronteras se trazaban sin tomar en cuenta las reglas indígenas. En este librero en particular, la parte posterior de madera se separó e hizo que montones de libros y papeles cayeran al suelo. Volví a tocarlo y volteé para descubrir que Matthew paseaba la mirada de los archivos que habían quedado sobre la alfombra a la repisa inferior, luego a la superior, finalmente a la mano que había usado para corregir mi error. Parecía reflexivo.
—¿Me tienes miedo? —le pregunté.
Él sonrió y negó con la cabeza, apartándose del escritorio de Peter para arrodillarse a mi lado mientras recogía el desastre. Limpiar era una hazaña de ingeniería, había convertido mi falda en un guante, jalándola para acomodar los montones.
—¿Y ahora qué? —Fijé la mirada en un grupo de mapas, dibujados a escala, de una cárcel medieval, fingiendo interés por la caligrafía de Peter en la que expresaba lo poco probable de su tamaño.
—Ya sé que mis preguntas son lo último que necesitas ahora. Perdón por la intromisión. Es solo que, desde una perspectiva biológica, eres fenomenal —me dijo. Sentí que mi pecho se expandía, aunque no sabía si podía aceptar el halago o si lo dedicaba a una fuerza mayor y desconocida—. Me encantaría estudiarte. —Me miró con intensidad y después se sonrojó. El color le quedaba bien, hacía más cálidas las pocas pecas de sus mejillas—. Quiero decir, lo que puedes hacer —corrigió—. Desde una perspectiva científica, desde luego.
Ahora fue su turno de concentrarse en los papeles de Peter. Volteó un folleto con las esquinas dobladas, el horario de una conferencia académica, unas cuantas páginas que estaban fechadas como un diario, una receta escrita a mano. Me esforcé para darle sentido al dolor que sentía en el pecho.
—Espera —dijo Matthew—. ¿Qué es esto?
Se había encontrado un mapa, arrugado y grueso porque lo habían doblado incorrectamente, e hizo a un lado un fólder para extenderlo sobre la alfombra, donde descubrimos que era un dibujo en miniatura de nuestra región. La mancha de una taza había hecho una luna en cuarto creciente sobre una fila de cuadros que representaban Coeurs Crossing. Al oeste estaba marcada la universidad de Matthew y al sur, la ciudad, rodeada de suburbios, que se desvanecía en páramos y pequeñas granjas. Peter había dibujado una estrella para representar Urizon y a mano había escrito que la casa y el bosque que la rodeaba eran nuestro hogar.
La caligrafía de Peter estaba por todas partes, amontonada en las esquinas, cubriendo las marcas geográficas, arrastrándose sobre toda la rosa de los vientos. Era indescifrable en su mayor parte, pero pude distinguir algunas fórmulas matemáticas, uno o dos nombres propios. A su lado, había garabateado una selecta lista de nombres de mujeres Blakely con su fecha de nacimiento y muerte, y la había borrado y vuelto a escribir tan a menudo que el papel se había rasgado y estaba parchado por detrás con pedazos de papel y cinta adhesiva. No los reconocí todos, aunque Lucy, que nació en 1867, tenía que ser la tía tatarabuela cuyo retrato colgaba en nuestro pasillo; Helen, que nació en 1650, la pálida modelo de la pintura de al lado. El nombre y la fecha de nacimiento finales eran los míos. El último estaba escrito con la pluma azul que un colega le había regalado a Peter solo una semana antes y la caligrafía hacía que al mismo tiempo pareciera distante y cercano. Su difuminación me asustó.
Lo que más me sorprendió fueron las tres espirales que mi padre había dibujado sobre la longitud del mapa, todas conectadas por un solo trazo cuidadoso de la pluma. Tres caracoles que giraban. Seis serpientes, cada par entretejido, que convergían en el centro del bosque junto a Urizon. Observarlos me provocaba mareo, como cuando veía esos laberintos hipnóticos que se ocultaban en mis ojos si los observaba durante demasiado tiempo sin parpadear y después se imponían como fantasmas en el siguiente espacio liso que viera.
Matthew pasó un dedo por el círculo exterior, cuyo centro se curvaba en un pico hacia el sur y el oeste de Urizon y después giraba hacia afuera abarcando el terreno del señor Abbott, junto con el límite oeste del bosque. Me di cuenta de que había dos maneras de ver cada espiral, imposibles de capturar simultáneamente, salvo en el centro, donde si entornaba los ojos, las curvas parecían unas manitas agarradas. Otra ilusión óptica, el florero tosco que se escondía entre los amantes que obligaba la distinción entre la sombra y la luz. Un sendero hacia el centro, el dedo índice de Matthew dio vuelta, y el sendero opuesto hacia afuera.
—Dos maneras de moverse por tu muerte —murmuré para mí, citando a un poeta cuyo nombre, justo en ese momento, se me escapaba.
La segunda espiral se extendía sobre los páramos sin nombre al sur y al este de Urizon; Peter había escrito unas coordenadas con pluma roja sobre una mancha de lápiz emborronado. La tercera espiral estaba dibujada directamente al sur, sobre la ciudad.
Las espirales se parecían mucho al sendero que yo había caminado en el bosque extraño, Peter debía haber sabido que me estaba esperando. Probablemente pensara que yo seguía deambulando por el bosque. Desde luego que habría ido a buscarme.
—Es esto —anuncié cada vez más emocionada—. ¡Ya lo encontramos! Solo hay que seguir todas estas líneas y ahí va a estar.
Matthew abrió la boca como para decir algo, pero antes de que escapara cualquier sonido, frunció el ceño y se jaló el cabello.
—¿Qué? —dije—. ¿Qué ibas a decir?
Esperó, como debatiendo consigo mismo, y finalmente respondió:
—No te ofendas, pero es ridículo… No eres la niña espía de una novela. No estamos en la búsqueda de un tesoro. Y si tu padre dejó el mapa, eso significa que no lo llevó consigo, así que no puede estar siguiéndolo.
—Es nuestra mejor y única pista —dije.
—Exactamente.
Pensé que el hecho de que les diera ese giro a mis palabras era un truco sucio.
—E incluso si realmente fuera un mapa del lugar a donde fue —continuó Matthew—, lo único que tenemos es que está en los alrededores, algunas paradas que quizá planea hacer. Dime, ¿cuál es el destino? No es que puedas salir y encontrarlo. —Mi protesta inminente debió ser obvia porque antes de que pudiera responder, Matthew cambió su táctica—. Está bien —dijo, tragándose su condescendencia con un esfuerzo que podría haber funcionado si hubiera tenido diez años y no fuera consciente del evidente esfuerzo que estaba haciendo—. Digamos que tienes razón, que es un mapa del viaje de tu padre a… algún lugar. Ninguno de estos lugares está lo suficientemente lejos como para permanecer afuera demasiado tiempo. Incluso, tu casa está en la ruta. La mejor apuesta que puedes hacer es esperar. —Hizo una pausa—. Mi semestre termina esta semana, pero si quieres, puedo esperar contigo.
—No.
—Solo quiero decir —continuó Matthew, quien se puso colorado— que comprendo si no quieres estar sola en la casa. Después de la muerte de mi tía Abby, tu… experiencia reciente. Pero si crees que estás lo suficientemente bien como para encargarte de las cosas, obviamente…
—No quise decir que tú no debas quedarte —dije abiertamente—. Solo que yo no me voy a quedar. Lo que significa que me voy a ir.
—¿A dónde te vas a ir?
—A encontrar a mi padre. Mi nombre está en la lista. Todas las espirales se conectan con el bosque donde me vio por última vez. Ha de estar buscándome.
Matthew se apretó los nudillos contra la nariz.
—Ay, por favor. Eso no lo sabes. No sabes nada de su plan cuando salió. No tienes nada con qué seguir adelante. Además… —Se detuvo y pensó en cómo iba a expresar lo que pensaba—, tengo la impresión de que prefieres estar sola.
De inmediato, vi mi camino a la victoria. Sabía precisamente lo que Matthew quería decir y la delicadeza que le había tomado llegar ahí, pero parpadeé como una tonta y le pregunté:
—¿Por qué? —Como frunció el ceño, continué—, no sigo tu lógica. ¿No acabas de sugerir que podría necesitar compañía?
Esta era una estrategia que había utilizado a lo largo de mi infancia, sobre todo con la señora Blott cuando me asignaba una tarea que me parecía desagradable. Había aprendido el juego de Peter, que era experto en explotar falacias y cuyas explicaciones de tales falacias parecían mucho menos manipuladoras que las mías. Por lo regular trataba de ocultarme detrás de una máscara de ingenuidad para sugerir que no tenía ningún motivo oculto, sin embargo, incluso en mi momento más exitoso, nunca podía ocultar la alegría de haber puesto una trampa verbal y haber atrapado a mi oponente en una red que había construido él solo.
Matthew no mordió el anzuelo.
—¿Qué vas a hacer si vas tras de él? —me preguntó.
Pensé por un momento.
—Puedo aprender sobre lo que ha estado estudiando. Estos círculos y números. Cómo estoy involucrada y por qué escribió mi nombre. —Por muy exitoso que resultara mi plan improvisado, era secundario; cualquier cosa parecía una mejor alternativa que sentarme encerrada en Urizon y desdoblar mis incapacidades, asumir la pérdida de Peter y de la señora Blott. Sería mejor prepararme para un nuevo viaje que contemplar el significado del que ya había hecho, mejor analizar el misterio tangible del mapa que la extrañeza del tiempo que había pasado en el bosque y la atracción que ahora sentía por regresar.
—¿Cómo vas a llegar ahí? A donde quiera que «ahí» sea.
Entrecerré los ojos.
—Supongo que voy a caminar. O puedo ir en bicicleta. Ninguna opción me parece difícil.
—No puedes estar hablando en serio.
—Sí hablo en serio. —Para demostrarlo, alcancé el mapa y dejé que mis manos desnudas giraran el papel de manera que pareció que las espirales daban vueltas, que el bosque de sombras centellaba antes de que lo guardara. Estaba desafiando a Matthew, poniendo a prueba su generosidad, extendiendo el lazo que la muerte y el misterio había formado recientemente entre nosotros. «¿Realmente vas a permitir que haga sola este viaje?», le preguntaba en silencio. «¿Es verdad que estás fascinado con mi cuerpo? ¿Crees que estás siendo práctico o tienes miedo?».
Si Matthew no se hubiera prestado a mi desafío implícito, no podría decir que realmente me hubiera ido de Urizon. El trauma reciente me había hecho audaz pero mi valor era del tipo que se disipaba una vez que había pasado tiempo suficiente. Matthew tenía razón, había un esbozo de un viaje pero realmente no tenía sustancia, y no me habría tomado demasiado tiempo darme cuenta de los defectos de mi plan.
Sin embargo, por curiosidad, por compasión o quizá porque no tenía nada más importante que hacer, Matthew decidió que su papel en mi historia aún no había terminado. Su fascinación me intrigaba. Su insistencia anterior en que no creía en maldiciones hacía que me cuestionara mi propia concepción de mi cuerpo. ¿Era posible estar al mismo tiempo asustado y fascinado? Aunque entonces aún no lo sabía, mi vida y la de Matthew ya estaban entrelazadas por ambos lados, desde el momento en que inclinó la cabeza, me miró con el ceño fruncido y me dijo que en cuatro días, una vez que sus exámenes hubieran terminado, me ayudaría a explorar la espiral más cercana si mi padre aún no había regresado.