Helen, 1666
Hija de un ingeniero adinerado, Helen fue parte de la primera generación de Blakelys que vivió en Urizon justo después de que se construyó la casa grande en la primavera de 1653. Su padre, William, había abandonado el pueblo de Coeurs Crossing de joven; salió a hacer fortuna defendiendo nuevos métodos de energía y desarrollo hidráulico. Helen tenía tres años cuando William regresó, exitoso, a demoler la vieja propiedad de la familia, borrando con ello cualquier signo de lo que alguna vez fueron los Blakely. La estructura de la pequeña casa en la que Helen nació había sido demolida con facilidad, pero cuando los trabajadores iban a tirar las losas del sótano, los atacó la superstición y aseguraron sentir extraños escalofríos cada vez que hincaban la pala. Abriéndose paso, encontraron un manuscrito cubierto de tierra enterrado bajo el suelo, acurrucado contra una extraña escultura de madera. El hombre que llevó ambos hallazgos al montón de leña se descubrió sollozando inexplicablemente cuando los dejó encima y su compañero sintió la misma melancolía hasta que los objetos fueron removidos y regresados al terreno de la casa.
No le pidieron su permiso al propietario. William Blakely no se enteró de la estatua hasta que estuvo incrustada en el barandal de madera de la escalera de los sirvientes, en cuyo punto había sido demasiado tarde para removerla. Nunca supo del manuscrito, el cual los hombres habían metido en un estante en la parte trasera de la biblioteca.
Aparte de estos pequeños remanentes del viejo mundo, William y su esposa hicieron de su hogar un modelo de la decencia de los nuevos ricos. Urizon fue decorado con lujo, con los adornos más finos de la época y, para ello, contrataron empleados impecables. A los niños se les proporcionó la mejor institutriz, clases de música, pintura y de etiqueta. William estaba decidido a superar sus raíces feudales, a establecer la importancia de la familia no solo en Coeurs Crossing, sino en todo el condado, el territorio autónomo, incluso en todos los límites inexplorados del mundo. Tal tarea le sería difícil, pero no del todo imposible. William pensaba que con dinero podría hacerlo. Con dinero y matrimonio, a lo cual se debe, quizá, que las acciones de Helen lo hayan golpeado tan fuerte.
La cocinera de los Blakely tenía un hijo joven llamado Simon, un niño de mejillas rosadas que se convirtió en un joven honesto. A los seis, había sido compañero de juegos de Helen. A los dieciséis, los dos estaban muy enamorados. Helen había escuchado a su padre quejarse de que el muchacho no tenía ambición, pues se sentía satisfecho con vivir una vida tranquila en el pueblo y había declinado la oferta de William de trabajar como cochero principal o mozo de cuadra. Sin embargo, a Helen su tranquilidad le parecía reconfortante y noble. Admiraba el amor que Simon sentía por la tierra y por la gente común. Admiraba su habilidad de ser feliz. Helen solo tenía vagos recuerdos de su primera infancia, de los tiempos anteriores a que su familia tuviera riquezas; no obstante, recordaba de ellos que su madre era más generosa y su propia vida, más libre. Con Simon, se sentía vista. Se sentía valorada por algo más que el dominio de sus modales. A cada oportunidad que encontraba se escabullía con él fuera de la propiedad, primero para explorar el bosque y el pueblo, y después para pasar horas hablando simplemente, hasta que las palabras se convirtieron en roces y los dos compartieron momentos robados en el bosque.
Como la más joven de las hijas Blakely, Helen fue la última a la que se dio dote, pero finalmente había llegado el día en que un hombre con recursos y títulos requirió una esposa, por lo que se la pidió a su padre y le fue prometida. La transacción se le presentó a Helen como algo por lo que tenía que estar alegre, su madre reía y la besaba, su padre sonreía con orgullo. Helen, que hasta ese momento había vivido en feliz negación de su papel como peón de William, que había visto las instrucciones de su madre y de su institutriz como el enemigo, a su padre como aliado, que era consciente de la ambición de William, pero que siempre había creído que su amor por ella eclipsaría cualquier amor por la fortuna y los títulos, sintió que el corazón se le estremecía de pánico. William siempre había alabado los bordados de su hija, su poesía, la hermosa figuraba que mostraba al usar su vestido favorito. Se había reído de las preocupaciones de la madre de Helen porque ella pasara demasiado tiempo al aire libre, pero afirmaba que siempre y cuando su complexión no sufriera perjuicios, no veía ningún daño en que una niña disfrutara de los jardines, del cielo. «Con toda seguridad», pensaba Helen, «su amor significaba que sus necesidades serían tomadas en cuenta, que su intranquilidad sobre el acuerdo sería tomado en cuenta». Sin embargo, conforme continuaron los preparativos para la boda, Helen descubrió que nadie se percataba de sus preocupaciones.
—Es demasiado viejo —dijo Helen sobre su indeseable amante—, tiene más de cincuenta.
—Tonterías —contestó su padre—. Puede manejar perfectamente a una jovencita saludable.
—Ni siquiera me lo han presentado —murmuró Helen—. No lo conozco.
—Estuvo aquí en la casa hace varios meses; asistió a la celebración de cumpleaños de tu madre. El caballero de rojo. Lo recuerdas.
—No —dijo Helen, a punto de llorar—. No lo recuerdo. No puedo casarme con él. Además, no lo amo.
—El amor no tiene nada que ver con el matrimonio —rio su padre mientras doblaba la carta que había estado escribiendo y la cera caliente chorreaba como densa sangre color púrpura. Mientras estampaba el sello de los Blakely, habló con más firmeza que antes, sellando el destino de su hija—: Y vas a hacer lo que yo diga.
—No —respondió Helen. Se quedó quieta, sintiendo miedo de su propia arrogancia. William se levantó lentamente con el rostro de piedra, amenazante, conforme se separaba del escritorio. Se quedó quieto un momento enfrente de su hija y después la abofeteó.
Helen caminó hacia atrás, se llevó la mano vacía a la mejilla, que nunca había sentido la ira de su padre. William tomó su otra muñeca y se la torció.
—Vas a hacer lo que yo diga —dijo con frialdad antes de abandonar a Helen en su estudio—. Tu nuevo esposo estará aquí mañana.
A Helen le ardía la mejilla del golpe y tenía la muñeca adolorida. Estaba demasiado sorprendida para llorar y sintió en cambio una inexpresividad absoluta. Esta no podía ser su vida. No lo iba a tolerar. Helen se imaginó el vacío que sentiría cuando subiera al carruaje de ese hombre mayor, cuando mirara hacia atrás por última vez la puerta, que se alejaba cada vez más. Se imaginó el sufrimiento que sentiría en la cenas y en los bailes, las manos de él, manchadas por la edad, sobre su cuerpo joven, la asfixia que experimentaría al sentir sobre su cuerpo el pecho sudoroso e hirsuto del hombre. Helen se estremeció. «Si tan solo pudiera seguir siendo una niña», pensó. «Si tan solo fuéramos más sencillos, si no hubiéramos amasado tanto dinero».
Lo que tenía que hacer, desde luego, era escaparse con Simon: correr de inmediato a su casa en el pueblo, a pesar de la distancia y de las rocas que le desgarrarían las pantuflas, a pesar del calor de mediados de verano, y caer entre sus brazos gruesos y trabajadores. Golpeó su puerta con los puños, y cuando abrió la puerta inhaló el olor consolador y acre de su cuerpo.
—¿Qué sucede? —preguntó Simon, pero Helen no podía responder en medio de la repentina ola de lágrimas. Él la llevó dentro de la casa mientras le acariciaba la espalda y le apartaba el cabello de los ojos con caricias más tiernas por la novedad de que estas ocurrieran a la luz de las velas de su hogar y no entre las sombras del bosque. Cuando Helen se recuperó, apretó la mano de Simon con tanta fuerza que pensó que le iba a sacar sangre.
—Tenemos que irnos. —La voz de Helen estaba ronca por el llanto—. Tenemos que irnos ahora.
—Tranquila —dijo Simon contra su frente—. Estás a salvo aquí conmigo. Podemos tomar decisiones en la mañana.
—No hay tiempo. Tenemos que irnos ahora.
—Todo está bien —murmuró Simon—, estamos juntos. Es tarde. Trata de tranquilizarte. Trata de dormir.
Se quedó ahí esa noche, por primera vez, sobre el colchón de paja de Simon, trazó líneas con los dedos entre el vello rizado de sus brazos. Ella lo recibió dentro de sí, con una presión que al principio fue dolorosa pero después reconfortante, y que la hacía sentir completa.
Helen se sentía satisfecha de cortar todos los lazos que la unían con los Blakely, de quedarse para siempre envuelta en Simon, vivir del trabajo duro y honesto, y criar a sus hijos. Tras completar su renuncia, se quedó dormida contra el movimiento lento de su pecho.
Despertó algunas horas después al sonido de voces iracundas, al relincho pesado de caballos y los quejidos de la madre de Simon.
—Ya vienen —dijo Simon.
—¿Quiénes? —Helen tomó su mano y la apretó hasta dejarla blanca.
—Tu padre. Tu hermano. Los hombres de la casa.
Helen se vistió lo más rápidamente que pudo. Los hombres entraron dando un portazo cuando ella consiguió deslizar la última manga sobre su hombro, pero antes de que pudiera amarrar los intrincados lazos del corsé que solo había atado con la ayuda de sus sirvientas. Lo dejó caer en el suelo con estrépito; su camisón mostraba la plenitud impertinente de sus pechos.
Por instrucciones de William, arrastraron a Simon hasta un árbol en el límite del bosque. La madre de Helen hizo que su hija observara mientras ataban las muñecas de Simon a unas ramas bajas, le desgarraban la camisa por la espalda para exponer la carne y los músculos, fuertes y morenos. El hombre con títulos que había ganado la mano de Helen estaba sentado sobre su caballo a cierta distancia, observando, con una expresión aburrida en el rostro.
—No debes hacer ningún sonido —dijo la madre de Helen—. Actúa como si estuvieras satisfecha con su captura o como si estuvieras demasiado sorprendida para que te importara. —Pellizcó el brazo de Helen.
Helen sentía la garganta llena de lágrimas y el cuerpo inmóvil.
El sirviente de William azotó a Simon con un látigo de nueve lazos anudados. Al principio, Simon guardó silencio y se mordió los labios para esconder el dolor, pero conforme los azotes continuaron, no pudo evitar gritar.
Una vez que el verdugo redujo a Simon a una masa trémula de sangre y carne viva, cuando su espalda se convirtió en un tapete de marcas entretejidas de cinturón, el hombre del látigo se apartó y volteó hacia William.
—¿Ya es suficiente? —preguntó con voz ronca.
William se quedó en silencio e inmóvil. Observó durante un minuto infinito el cuerpo maltratado de Simon antes de preguntarle lo mismo al prometido de su hija.
—¿Es suficiente castigo? —La voz de William no mostraba ninguna emoción, no traicionó sus propios sentimientos sobre si se había hecho justicia.
Helen apretó la mano de su madre. El jinete, su prometido, lanzó una larga mirada hacia Simon. Después, sacó de su abrigo una pistola militar.
Le dieron a Helen un mes para que preparara su ajuar mientras su prometido esperaba en su propiedad, a seis días de viaje al sur de Urizon. No lloró. No rogó indulgencia ni perdón de parte sus padres. Se movía por la casa como si estuviera envuelta en una permanente neblina, inmersa en un espacio perdido entre el sueño y la vigilia. Echaba sal en su té, se ponía los zapatos al revés. Una mañana, sacó a uno de los perros de caza por el patio trasero y lo llevó con una correa bosque adentro. Trepó a un árbol y se preparó un dogal.
Al principio, cuando abrió los ojos, Helen pensó que estaba atrapada, detenida de alguna manera entre su vida y lo que había después, como un pedazo de pan atorado en una garganta.
—¿Simon? —murmuró.
Solo escuchó el crujido de los árboles que la rodeaban; los árboles se movieron para ocultar la casa grande de su mirada.