Cuatro días pasaron sin ninguna señal de Peter, aunque todas las noches soñaba con él en el bosque. Soñaba con su rostro hundido en la corteza nudosa de los árboles, con el cuerpo colgado entre enredos de plantas trepadoras. Soñé con un roble joven que se abría paso desde su esternón, el tronco era su corazón; las raíces, sus arterias y venas. En el sueño, me arrodillaba a su lado y tomaba su mano temblorosa, y era el contacto de mi mano lo que liberaba al árbol y hacía que creciera como una torre, como una erupción, mucho más allá de donde alcanzaban a ver mis ojos. Me despertaba y me convencía de que un sueño recurrente no significaba que fuera realidad. Sin embargo, no podía desprenderme de la sensación de que una semilla había aflorado dentro de mí desde que había entrado en ese extraño bosque de sombras, de que sus árboles ahora se enredaban en mi mente, convirtiéndose en una obsesión. No podía apartar la sensación de que mi padre estaba en peligro y de que de alguna manera yo era la causa.
Por las mañanas, a pesar de la niebla o del frío, Matthew salía a correr antes de que saliera el sol por completo. Con una taza de té en la mano, lo observaba por la ventana, llevaba el cabello agarrado con una banda para el sudor; se inclinaba para alcanzarse las pantorrillas sobre la baranda. Después se iba por el camino principal, gruñendo y resoplando, y regresaba una hora después, sudoroso y sonrojado.
—¿A dónde vas? —le pregunté.
—A ningún lugar en particular.
—¿Entonces por qué te molestas en ir?
—Me aclara las ideas.
Hice a un lado mis propias ideas y no lo presioné con más preguntas. La actividad, para mí, tenía que ser un esfuerzo que buscara algún efecto. Participaba en experimentos para que pudieran pagarle a Peter después de que publicara sus estudios. Leía libros para poder tener cierta comprensión del mundo que había más allá de la puerta, para que, luego de volverlos a poner todos en un estante, pudiera observar con orgullo el imperio que había conquistado. Incluso los mitos que me complacía escuchar tenían un propósito práctico, pues me enseñaban cómo comportarme y al mismo tiempo me mostraban una historia sórdida que me ayudaba a consolarme ante la relativa estabilidad de mi presente. Todavía no comprendía que alguien tuviera un ritual por el ritual en sí mismo, como una manera de crear significado.
Mientras Matthew estaba fuera, registraba nuestros libreros, hojeaba entre cuentos de hadas e historias de nuestro pueblo, ninguno de los cuales me aclaró el propósito de las espirales y del mapa. Esperaba encontrar algún registro de los Blakely, la familia de mi madre, cuyos nombres había escrito Peter junto al mío. Él siempre se había mostrado renuente a hablar de ellos, afirmaba que no tenía información y que ahora que mi madre no estaba, no había manera de responder mis preguntas. Hacía mucho que sospechaba que era una evasiva y ahora tenía la certeza de que había estado escondiéndome su conocimiento sobre mi herencia.
Desde la biblioteca podía observar el regreso de Matthew. Cada vez apreciaba más su presencia en Urizon. Era útil en la casa: podía encender el fuego con rapidez, era bueno con Marlowe, era excepcionalmente ordenado. Como mi primer contemporáneo, lo encontraba infinitamente interesante de observar. Tenía el hábito de jalarse el pelo mientras pensaba, de masticar el lápiz mientras estudiaba, de arrugar sus ojos cuando reía, lo cual hacía fácilmente y a menudo. Matthew era mejor en la cocina que yo y por las tardes me sentaba en la mesa de la cocina mientras él preparaba la cena con lo que nos quedaba en la despensa.
—¿Cómo sabes hacer todo eso? —Hacía un gesto a la olla grande que burbujeaba sobre la estufa.
—¿Qué? ¿Hacer pasta? —Matthew sonreía—. Las instrucciones vienen en la caja.
—Todo. Preparar las cosas, limpiar y planear. Todo lo que la señora Blott hacía para Peter y para mí. ¿Ella te enseñó?
—Bueno, cuando eres uno de siete hijos, te acostumbras a cuidar a los demás. —Buscó en la alacena un trapo para agarrar cosas calientes.
—¡Siete!
—Ya sé —respondió Matthew con una sonrisa—. Se lo digo a mi madre todo el tiempo.
—Siete hermanos y hermanas. —No podía imaginarme tener siquiera uno.
—Bueno, seis. Yo soy el número siete. O supongo que soy el número dos, está mi hermano mayor, yo, y después los otros. —Matthew quitó la olla de pasta de la estufa y el vapor le oscureció el rostro mientras la escurría.
—Te han de extrañar ahora que estás en la universidad.
Matthew se encogió de hombros.
—Quizá un poco.
Yo descubrí que lo extrañaba cuando se iba durante el día. Me decía a mí misma que no era a él precisamente, sino la compañía humana; una oreja además de la de Marlowe para discutir los acontecimientos del día y planear el mañana. Sin embargo, cada vez que escuchaba un sonido del patio delantero alzaba la mirada de mi investigación con la esperanza de que Matthew hubiera regresado. A menudo, el sonido era solo un carro que pasaba hacia el pueblo, aunque vi dos veces a un hombre en una motocicleta que se estacionó afuera de nuestra reja principal, observando Urizon. La primera vez que lo vi, lo ignoré; supuse que era alguien fascinado con la belleza de nuestra enorme casa, con su fachada. Cuando volvió a aparecer al día siguiente —esa vez apagó el motor y se bajó de la moto—, pensé que necesitaba ayuda. Marqué la página que estaba leyendo y salí de la biblioteca por la puerta lateral para ofrecerle cualquier asistencia que pudiera. Para cuando llegué al patio del frente, envuelta en una cobija delgada para protegerme de la brisa y con las pantuflas húmedas de rocío, el hombre se había ido. La única señal de que no me lo había imaginado era el ligero olor a gasolina que permanecía cerca de la entrada. Antes de la desaparición de Peter y mi viaje por el bosque, este extraño habría consumido mis pensamientos. Habría pasado horas diseccionando sus intenciones, imaginando que había venido a secuestrarme, o a rescatarme, a robarse los pocos tesoros de Urizon. Ahora que estaba embrollada en un verdadero misterio, apenas le había prestado atención y lo había descartado como a un turista curioso —no era poco común que algunos cuantos hicieran un viaje al año a nuestra propiedad, para pesar de Peter y emoción mía—, mientras concentraba mi atención en cuestiones más apremiantes.
¿Realmente se había ido mi padre a buscarme? De ser así, ¿creía que su mapa tenía alguna pista de vital importancia? Después de todo, se enfocaba en el bosque donde me había visto por última vez y había escrito mi nombre en la parte inferior. Sin embargo, entonces, ¿por qué no se lo había llevado con él? Además, en el fondo de mi mente había una pregunta molesta: ¿me había dejado aquí a propósito? Ahora que había muerto la señora Blott, ¿Peter sentía miedo de estar a solas conmigo, estaba cansado de cuidarme, listo para continuar la vida que había llevado antes de que yo naciera? Este último pensamiento me asaltaba de manera regular. Cada vez lo apartaba y trataba de convencerme de que era ridículo, aunque al mismo tiempo temía que fuera verdad.
El día de nuestra partida, Matthew se saltó el ejercicio matutino para presentar un examen; mientras recitaba absurdas combinaciones de letras y números, empacó sus hojas de estudio y se amarró las botas. Yo tenía que estar lista para cuando regresara, una instrucción que me había repetido la noche anterior y otra vez cuando salió por la puerta. No tenía de qué preocuparse, estaba ansiosa por empezar nuestra búsqueda. Cuando entró por la puerta para coches, algunas horas más tarde, salí rápidamente por la puerta trasera y trepé sobre sus libros de texto para hacerme espacio en el asiento del copiloto de su auto y para Marlowe en el asiento trasero, justo detrás de mí.
—Estás segura de que deberías estar tan cerca de… —Matthew hizo un gesto hacia su maleta de cuero y casi se dio la vuelta completa para moverla—. Ay, creo que los asientos también son de piel.
—No, solo son imitación —dije tajantemente—. Pero aunque lo fueran, no pasa nada.
Ya sabía que no tenía que ofenderme, que preguntaba para asegurarse por mi bienestar; además, solo el año pasado había descubierto que era seguro tocar la piel, siempre y cuando estuviera curtida. Bajo condiciones controladas, había tocado una cuerda de piel y como no había reaccionado, me había vuelto demasiado ambiciosa. Los Blakely habían reunido un gran número de taxidermias, así que sugerí que intentáramos después, sin darme cuenta de que algunos artesanos aficionados habían hecho un trabajo de mala calidad en la preservación de los animales, y aprendí rápidamente que las bestias huecas y llenas de químicos no estaban mejor domesticadas que sus hermanos llenos de órganos después de destrozar una reliquia familiar Blakely. «El acontecimiento rogaba por la pregunta», dijo Peter, «de qué conforma un alma». Ninguna parte de esta información parecía adecuada para compartirla con Matthew en ese momento.
Pasamos la salida que llevaba a la cabaña de la señora Blott, el búngalo del señor Abbott, la oficina de correos. Dimos vuelta en la curva que nos llevaría al pueblo.
Mientras registrábamos la oficina de Peter, yo me había encontrado una carta escrita por William Blakely, fundador de Urizon, para un noble que cortejaba a su hija, en la que le aseguraba que el pueblo de Coeurs Crossing no había sido prominente hasta que construyó Urizon. La afirmación de William estaba sujeta a debate, ya que nadie más llamaría prominente al pueblo y, de hecho, este había existido desde mucho antes, cuando las tierras eran hogar de granjeros y silvicultores, familias que podían rastrear sus raíces miles de años atrás. En la última mitad del último siglo, cuando Urizon perdió la gracia y la fama, al pueblo solo le había ido un poco mejor. Su población era apenas de unos pocos miles. Coeurs Crossing carecía del encanto de algunos pueblos pintorescos de tamaño similar y, por lo tanto, los ricos la habían desdeñado cuando elegían construir sus casas de campo, lo que nos dejaba fuera de los recursos municipales. El hospital más cercano estaba a una hora de distancia en coche. La universidad y el pueblo universitario absorbían a la mayor parte de los turistas potenciales. Antes de que se construyeran los caminos comerciales, las carreteras que llevarían latón, carbón y otros recursos del norte a las ciudades prominentes del sur, los habitantes de Coeurs Crossing se habían manifestado en contra de la tala de cierto bosquecillo, abogando por su importancia espiritual que era más importante que el dinero que se obtendría del transporte constante. Aunque el bosquecillo cercano a Coeurs Crossing se salvó, las carreteras se dirigieron hacia otros lugares y dejaron al pueblo en relativa oscuridad.
Este bosquecillo, una parte del mismo bosque que bordeaba mi casa, prestaba a la región un aura atemorizante que incluso en los días más soleados no podía superar del todo. Negarse a que lo retiraran había atado al pueblo al tipo de supersticiones que Peter estudiaba, había reforzado los rumores del poder del bosque, los cuentos de una maldición familiar Blakely. En mi mente, el Coeurs Crossing que se erguía después del bosque era oscuro y polvoriento, inquietante y vacío como los cuartos cerrados de Urizon, lleno de rostros adustos y aves de mal agüero que daban vueltas en el cielo bajo. Los pocos vistazos que había echado al pueblo durante mi infancia habían reforzado esta idea. Antes de mi nacimiento, los estudios de Peter habían sido sobre todo antropológicos; había sentido un vivo interés en el folklor, en las ceremonias que iniciaron como rituales sagrados mucho antes de los albores de lo que llamábamos civilización y habían continuado en formas abreviadas desde entonces. Cuando no estábamos haciendo experimentos, regresaba a estas ocupaciones anteriores. A veces, si me había portado bien, me dejaba acompañarlo.
—El primer salvaje —me dijo Peter una vez mientras mordía con deleite un pastel de cereza—, creía en la magia comprensiva. Actuaba sobre imitaciones del objeto que quería afectar. Un muñeco, por ejemplo, o una fruta madura que representaba el sol. En este aspecto, sus rituales tenían los parámetros de las teorías científicas modernas de causa y efecto.
Estábamos sentados en la cima de Urthon Hill, el punto más alto de la propiedad Blakely, que se alzaba sobre el camino de tierra que iba al pueblo. La señora Blott nos había preparado un picnic y yo estaba sentada sobre una cobija arrugada mordisqueando una galleta y bebiendo limonada. Tenía diez años y no me sentí impresionada.
—Su modelo filosófico era bastante avanzado en comparación con las locuras religiosas que le siguieron —continuó Peter—. Para practicar nuestra religión occidental es necesario atribuir la causa de todo a la voluntad de algún poder mayor, una criatura voluble cuyo favor tenemos que cortejar. Bastante opuesto a la metodología científica. El salvaje nunca condescendía. Se veía a sí mismo como catalizador de la acción, responsable de la naturaleza, del verano, de las lluvias.
Abajo de donde estábamos nosotros, la gente del pueblo estaba reuniéndose con trajes de colores brillantes y máscaras, y daban vueltas de unos a otros como rocas movidas por el mar. Un hombre (el hombre salvaje), dijo Peter, estaba vestido todo de café, adornado con hojas y ramas de retoños blancos que lo hacían parecer alguien nacido del espino, tan grande como su extensión de ramas. Estaba sentado sobre un robusto caballo moteado y esperaba a que los otros se prepararan. Desde la altura no podíamos escuchar sus palabras, solo el ruido de voces, su gruñido juguetón, estallidos de risas alegres, el choque de los platillos como gritos de deleite de las muchachas. Si hubieran pensado en alzar la vista, habrían podido vernos: dos pequeñas figuras mirando hacia abajo desde nuestra torre alta, observando.
—El hombre salvaje va a cabalgar tres veces alrededor del centro del pueblo —dijo mi padre—, y cuando termine va a decapitar una rana. En el pasado, las personas pensaban que tenían impacto en las estaciones, que habían decidido cómo iba a ser la tarde y que a través del ritual pedían a sus dioses que la hicieran la más larga del año. Como si ellos fueran la verdadera causa de los equinoccios de verano y de invierno. Como si controlaran el paso del tiempo. Actualmente, hemos abandonado tal pretensión. Ahora simplemente repetimos lo que siempre hemos practicado, demasiado supersticiosos, demasiado tontos para cuestionar las cosas.
—¿Podemos reunirnos con ellos? —pregunté.
No podíamos.
—El laico siempre participa en el ritual de esta forma —dijo Peter a manera de explicación—, ciego a los verdaderos poderes.
—¿Podría ponerme una máscara y observar desde abajo?
No podía.
—Demasiado peligroso —recordaba que había dicho Peter, mientras garabateaba algo en su cuaderno—, demasiado salvaje.
Yo me había imaginado mi propio salvajismo transmutar gracias a estos rituales del pueblo, que era consecuencia del maltrato a un sapo o de un rezo que no se había atendido. Había supuesto que todos los habitantes del pueblo eran tan cautos como Tom Pepper, el abogado, que observaba cautelosamente nuestra sala con sus pequeños ojos dos veces antes de sentarse a tomar el té. ¿Quién sabía qué espíritus podían estar observando, qué impulso antiguo estaba a la espera? Ahora, en el carro de Matthew, mientras contaba los faroles y las señales de alto, me di cuenta de que el desenfreno que había atestiguado no era común; era como si estuviera restringido debajo de estas calles cuidadosamente pavimentadas como mis propios impulsos bajo las regulaciones de Peter.
El sol se había extendido con toda su fuerza mientras Matthew pasaba por la primaria, la tienda de abarrotes, las rejas pintadas de blanco, los columpios de madera y los autos cuidadosamente estacionados. Coeurs Crossing era ordinario, cómodo y tranquilo, sin ninguna señal del salvajismo que Peter insistía que esperaba afuera de nuestra puerta. Estaba lleno de cercas de estacas pintadas, bares acogedores, señalamientos de calles bien etiquetados. Calles adoquinadas y escuelas, autos ordenadamente estacionados. Un niño iba en bicicleta. Un hombre en overol podaba un arbusto de flores afuera de una iglesia. Apoyé la frente contra la ventana del carro, impresionada por lo maravilloso del pueblo.
¿Cómo era que esto estaba aquí, tan cerca de Urizon? ¿Cómo era posible que no lo supiera? Cuando observé desde arriba de la colina, ¿qué es lo que había visto? Sentí una repentina puñalada de pérdida ante mi descubrimiento —la existencia tangible de una ciudad moderna que, para mí, había compartido el espacio con los planetas distantes, los castillos de hadas— la existencia de un pueblo con patios y botes azules de plástico para la basura reciclable, con carteles sobre gatos perdidos en los faroles, con banderas y tulipanes y una pelota de futbol perdida que rodaba colina abajo. Pasamos por la estación de bomberos, el sastre, una pequeña tienda llamada Holzmeier que afirmaba que vendía «recuerdos metafísicos», que Matthew y yo tratamos de adivinar.
—Vasos de cerveza. —Me reí, ebria de novedad.
—Dedos meñiques de brujas de la región.
—Leche materna bendita.
—Cobijas que hizo la abuela de alguien.
El rostro de la señora Blott atravesó mi mente como una ráfaga seguido por el de Peter. No era momento de risas, de satisfacción. No era tiempo de extender mis límites hacia afuera, de extender los bordes de mi propio ser lastimero.
—Creo que sería mejor que entráramos y lo descubriéramos por nosotros mismos —dije, habiendo perdido por completo el sentido del humor.
—¿Qué, en esa tienda? —Matthew negó con la cabeza mientras inhalaba con fuerza y frenaba para dejar pasar a un niño que perseguía una pelota en la calle. Se encogió de hombros y recobró la compostura—. Ya he entrado en esa tienda. Es muy pequeña, hay demasiadas cosas que podríamos tirar.
—¿Podríamos?
—Además, son solo baratijas comunes. Pilas de libros elegantes en el frente, reuniones de culto en la parte de atrás; tratan de beneficiarse de todo tipo de supersticiones.
—Suena útil. Es exactamente lo que necesitamos. —Aunque su fachada era modesta, del mismo ladrillo decolorado y yeso marrón de las tiendas que la rodeaban, sentí como si el hombre del costal me observara afilándose las garras, esta tienda podría ser su ubicación principal. Si había una oscuridad comparable a la mía que permaneciera en Coeurs Crossing, seguramente era ahí donde se escondía.
—¿Un loco que nos va a vender amuletos contra el mal de ojo y sangre de vaca? —Matthew frunció el ceño.
—Pilas de libros. Supersticiones. Expertos que podrían saber sobre el mapa y las espirales.
—No podría llamar a la gente que trabaja ahí experta en nada —dijo Matthew.
—Más expertos que nosotros.
—Maisie, te estoy diciendo, es inútil. Y está demasiado atiborrada para que husmees cómodamente y hagas preguntas. ¿Y si accidentalmente rozas un bastón o una rata vieja y seca?
—Yo creo que al tipo de gente supersticiosa le encantaría eso —respondí, pero Matthew hizo un gesto—. En serio, haces que suene aún más tentador. Es justo el tipo de lugar en el que Peter podría haber conocido gente, el tipo de gente que podría saber sobre su trabajo. ¿Y qué tal si yo te espero aquí y tú te llevas el mapa y les preguntas? Averigua lo que sepan. Preguntar no cuesta nada.
Debí haber leído esta última expresión en alguna parte, pues con toda seguridad mi padre o la señora Blott jamás la habían utilizado. De niña, todas mis aflicciones empezaban con preguntas: ¿Qué pasaría si tocara esto? ¿Cómo podría herirme? Mejor, me enseñaron a acorralar mi curiosidad con firmeza. Lo descubriría cuando fuera mayor, me decían, y debía limitarme al tipo de preguntas cuyas respuestas engendraban experimentos para el laboratorio de Peter.
Sin embargo, Peter estaba desaparecido. Hasta que volviera a casa, todos los experimentos tendría que realizarlos yo sola.
Matthew suspiró.
—Está bien —dijo—, si me prometes quedarte en el carro con el perro, voy a entrar a investigar sobre las espirales. Tú quédate el mapa aquí por si acaso.
Estacionó el auto a una distancia corta de la tienda, detrás de una camioneta grande sin placas, con la portezuela trasera abierta, en la que asomaban cajas de cartón, al parecer a medio descargar.
—Quédate aquí —me instruyó. No podía saber si esta instrucción estaba dirigida a mí o al perro. Fruncí el ceño. Mientras Matthew salía del carro, tres madres platicadoras pasaron por la banqueta y me hundí en mi asiento, apartándome de su chismorreo, como si con tan solo mirarme pudieran saber de mi maldición. Recordé el único viaje al océano que había hecho con Peter, el anonimato de las infinitas playas de rocas y las mareas. Mi padre nunca me había explicado su lógica, por qué se me permitía hacer un viaje (bajo estricta supervisión) a un lugar tan lejano de casa y aun así me prohibía visitar el pueblo. Lo había comprendido instintivamente: Coeurs Crossing estaba demasiado cerca, era demasiado incestuoso, demasiado pequeño. Habría sido difícil contener los chismes si el pueblo descubriera mis peligros.
Una vez que Matthew se fue puse los seguros de las puertas y después los volví a quitar rápidamente, avergonzada de mi ansiedad. Todavía agachada, oculta a medias por el tablero, miré directamente al frente y observé que dos hombres regresaban a la camioneta blanca que tenía enfrente. Llevaban chamarras de un uniforme con un bordado en el pecho; eran unas letras rojas que no pude leer porque estaban demasiado lejos, aunque podía notar que las cajas que estaban llevando a la tienda de recuerdos eran pesadas y requerían que ambos hombres tomaran cada una. Rocas sagradas, me imaginé, o estatuas.
Marlowe se apretó a mi lado y rozó la nariz contra la guantera. De repente me di cuenta de que esta podría ser mi única oportunidad para investigar el carro de Matthew sin que él estuviera, me enderecé y empujé a Marlowe para averiguar el contenido: un lápiz roto, el seguro del carro, una envoltura de chocolate, un solo guante rosa de niñita. ¿Por qué solo uno? ¿La niñita estaría en alguna parte esperando a su compañero? ¿Sería robado? ¿La generosidad exterior de Matthew escondía alguna depravación oscura, una ira que lo impulsaba a acercarse a una niña para arrancarle…?
Desde luego que no: el apellido Hareven estaba escrito junto a un número de teléfono con letras de molde en la etiqueta interior del guante. ¿Una hija? Era demasiado joven. Había mencionado hermanos menores. Entonces, una hermana. Era fácil imaginarse a Matthew tomando una mano diminuta con un guante. De repente se me ocurrió que Matthew tenía una vida entera antes de conocerme. Qué ingenua había sido al imaginarme como su única compañía simplemente porque él era la única mía. Había un torso oculto bajo su playera; en su cabeza, pensamientos completamente propios. Cuando salía a correr, cuando cerraba la puerta de la habitación violeta, no desaparecía en una especie de vacío, paleoceno y estancado, en espera de que mi conciencia lo invocara. Me estremecí y me estiré para alcanzar a Marlowe.
Los cargadores que estaban enfrente de mí regresaron de su segundo viaje y azotaron las puertas de la camioneta. Antes de que pudieran subir al asiento del conductor, los detuvo otro hombre, mucho más joven, de cabello oscuro y alto con una bufanda de rayas y mandíbula angulosa. Los tres hombres hablaron por un momento, el más grande de los cargadores hacía movimientos elocuentes con las manos, movía los hombros amplios como si estuviera riendo o llorando. Al final, los dos trabajadores se subieron a la camioneta y se fueron, dejando atrás al hombre más joven. Había algo familiar en él, aunque no pude identificar qué era. Se acomodó la bufanda, miró directamente hacia el carro sin verme, al parecer, y volvió a entrar a la tienda.
La calle estaba en silencio. Estrujé el guante rosa mientras miraba fijamente el número de teléfono como si pudiera echar un vistazo a la otra vida de Matthew. No tuve ninguna visión, aunque la caligrafía pronto se quedó grabada en mi mente. Lo devolví a la guantera. El reloj digital del carro se había apagado junto con el motor así que no tenía modo de saber cuánto tiempo llevaba esperando. Sentí que había pasado demasiado tiempo; quizá algo había salido mal. Justo cuando estaba preparándome para abrir la puerta del carro y bajarme, lista para culpar a Marlowe si me cuestionaba, Matthew salió de la tienda con un montón de panfletos y alguna especie de colgante encantado. Quité enseguida la mano de la manija de la puerta y traté de parecer inocente.
—¿Entonces? —le pregunté mientras se ponía el cinturón—. ¿Tenían algún buen consejo? ¿Qué descubriste? Vamos, cuéntame paso a paso. ¿Qué ocurrió?
Matthew volteó hacia mí.
—Entré, me preguntaron en qué podían ayudarme…
—¿Quiénes?
—Una pareja de viejos. Una mujer y un hombre.
—¿Eran las únicas personas ahí?
—Ellos dos y un cliente. Y alguien en la parte de atrás que estaba descargando cajas.
—¿Y qué te dijeron exactamente los dos viejos?
—Cálmate, te vas a decepcionar, no es tan emocionante. Conocen a tu padre, aunque no muy bien. Vino hace años antes de que tu madre muriera pero apenas se le ha visto en el pueblo desde entonces. Me sugirieron que hablara con mi tía… —Se mordió un labio—. No sabían que… para ser un lugar tan pequeño es sorprendente lo lento que se esparcen las noticias.
—¿Y los mapas?
—No pregunté por los mapas. Solo por las espirales que, según me dijeron, significan o la santa trinidad o las fases de la luna. O el movimiento de las estrellas. O la vida, la muerte y la resurrección. O una diosa triple. O la interconexión de todo. O la mente, el cuerpo y el espíritu. O una madre y su hijo. O una gran cantidad de otras opciones, que se explican en estos folletos que creo que imprimieron de una página de internet que habríamos podido encontrar nosotros.
—¡Tenemos tanto trabajo que hacer!
—No —dijo Matthew mientras encendía el motor—, no tenemos nada que hacer. No tenemos nada. Si las espirales significan cualquier cosa, básicamente no significan nada. Sería mejor que las olvidáramos y nos apegáramos a lo que sabemos. Haríamos mejor, de hecho, si regresáramos a tu casa y esperáramos a Peter.
—Solo porque algo puede interpretarse de diferentes maneras no significa que sea inútil —dije—. Has de haber visto algo de valor en entrar en la tienda.
—Sí —respondió Matthew—. La única cosa útil que mencionaron fue el cementerio, justo a las afueras de Coeurs Crossing. Al parecer algunas de las tumbas tienen grabado tu símbolo de espirales. Si sigues insistiendo en pasar la tarde investigando, parece un buen lugar para empezar.