El anillo de bodas

Imogen, 1486

Miles e Imogen se casaron por amor, pues ninguna de las dos familias era lo suficientemente rica en propiedades o títulos para poner objeciones a la unión, y durante algunos meses tranquilos después de su boda, en la primavera del año 1484, los dos fueron felices. Miles tenía un trabajo constante cortando y entregando madera en el pueblo vecino y hablaba de tomar un aprendiz. Imogen se ocupaba de sus tareas como esposa, emocionada por la novedad de mantener su propia casa. Su madre le había enseñado a encontrar alegría en los patrones cotidianos de la vida, en trapear los suelos, limpiar las manchas de las camisas de Miles, batir la mantequilla. Se percibía a sí misma construyendo una vida a partir de esos patrones y se consolaba en el hecho de que por medio de ellos podía echar un vistazo a su futuro, justo como cualquier oráculo o vidente. Engendraría a los hijos de Miles, lavaría su ropa y cocinaría sus comidas, iría a la iglesia los días santos y los domingos. Conforme los niños crecieran, aprenderían a hacer lo mismo y, un día, Miles e Imogen tendrían nietos que consentir.

Como buena esposa, Imogen adoraba a su esposo en segundo lugar, solo después de su Dios. Atendía al ganado: sus dos cerdos gordos, la vaca huesuda que su padre le había dado como dote. Trataba de tener lista una cena adecuada para cuando Miles regresaba del bosque, y hacía de la nada comidas exquisitas cuando la carne era escasa. Iba a su cama con alegría, contenía la lengua cuando él estrujaba su cuerpo con demasiada brusquedad o cuando le raspaba la mejilla con la barba. Rezaba por él todos los días.

Miles regresaba a casa con su esposa, con flores silvestres en la mano, con cuentos de cachorros de lobo que había visto en las cañadas sombrías, con telas brillantes que había comprado en el pueblo. Su sonrisa se hacía más amplia cuando veía a Imogen en la puerta de su cabaña y juntos agradecían a Dios por otorgarles tanta felicidad.

Cuando Imogen le dijo a Miles que estaba embarazada, él trazó un camino de besos sobre su estómago y envolvió sus pechos con manos tiernas y callosas. Se maravilló por la elasticidad de la piel de su esposa, por la manera como su ombligo se botó hacia fuera. La quería más desde que ya no era simplemente ella misma, desde que él la había proclamado suya de manera tan completa. Para Miles, cuando hacían el amor, ella se convertía en una especie de continuación de sí mismo. Cuando se empujaba contra ella se imaginaba a él, y no a su esposa, como el recipiente, en una forma pequeña y pura, que la devoraba lentamente. No podía explicar el inicio repentino de un deseo tan solipsista, ni tampoco podía comprender el vacío que había dejado a su paso una vez que nació el bebé. Ya no se sentía satisfecho solo con Imogen, después de que la había conocido como otra encarnación de sí mismo.

El día del nacimiento de su hijo, Miles se paseó por entre los árboles de afuera de su cabaña. Su propia madre había muerto varias horas después de dar a luz a su hermano, e Imogen supuso que su ansiedad inicial provenía del miedo de una pérdida similar. Sin embargo, incluso después de que ella y el niño fueron declarados saludables, Miles permaneció ansioso. Imogen buscó señales de la enfermedad de sudor que había arrasado un pueblo cercano, pero a su aprehensión no le siguieron temblores o fiebre. ¿Le preocupaba que el niño no fuera suyo? No tenía razones para sospechar que le hubiera sido infiel: el niño tenía sus mismos ojos grises, el cabello castaño de su padre. Miles no cargaba a su bebé. No quería mirar a su esposa. Se acostumbró a frecuentar el extremo opuesto del pueblo, a regresar tarde con olor a cerveza y a los cuerpos de otras mujeres. Imogen rezaba por él, pero parecía que ningún santo la escuchaba.

Durante la noche, cuando el niño lloraba e Imogen se levantaba de la cama que compartía con Miles para alimentarlo, a veces observaba que su marido la veía mientras amamantaba, iluminada por el fuego agonizante. El rostro de Miles estaba demacrado, viejo y lleno de celos. «¿Celos de qué?», se preguntaba Imogen. Si alguien tenía motivo para estar celosa, era Imogen misma, que criaba al hijo de Miles mientras él encontraba consuelo con otras mujeres. Pero ella no sentía celos, sino tristeza por la nueva aflicción de Miles y por su propia incapacidad para satisfacerlo. Sentía que no lo había intentado lo suficiente, que no tenía que culpar a Miles sino a ella misma por no conseguir excitarlo. Imogen no veía otra manera de reconciliar el comportamiento de su esposo con su júbilo previo, no podía comprender tal desdén de un hombre que pensaba que conocía, su sencillo leñador, quien la había seducido con sus dulces palabras y suaves sonrisas.

Conforme pasó el tiempo y Miles se volvió más distante, Imogen sintió que tenía que actuar. Intentó seducirlo, pero cuando hicieron el amor se sintieron rígidos, sin pasión. Ella sintió el sabor de otras mujeres en su aliento. Imogen sintió miedo de hablarle a Miles del segundo hijo y murmuró las noticias una noche muy tarde con la esperanza de que estuviera dormido. Miles no estaba dormido y para sorpresa de su esposa se quedó maravillado con el anuncio. Se levantó de un salto y la besó, esbozó la vieja sonrisa por primera vez en meses. Le juró serle fiel. Lloró en los brazos de Imogen y ella le prometió perdonarlo.

Su último invierno juntos fue duro, las primeras nevadas destruyeron las cosechas y bloquearon el paso del comercio. Había gran demanda de leña y Miles la entregaba, pero muchos de sus clientes usuales no podían pagarle. Su pequeña familia se mantenía caliente, pero hambre.

Imogen no escuchó más rumores sobre Miles. Se sentía satisfecha con la renovación de sus atenciones, hacia ella misma y hacia su hijo. Sin embargo, la estación oscura parecía infinita y Miles estaba afuera a menudo. En la casa, con un hijo que lloraba a sus pies y el otro que le succionaba la vida desde dentro, Imogen se sintió cada vez más inquieta. Se imaginaba a Miles besando el cuello de otra mujer, se lo imaginaba seco en el prostíbulo mientras que su propio techo tenía goteras.

Una noche, se hizo mucho más tarde; se volvió insoportable. «Sé paciente», se ordenó a sí misma. «Ten fe en él, ten fe en el Señor». Las horas pasaron y Miles no regresó. El goteo de nieve derretida que caía a través de la grieta del techo se hizo aún más fuerte. Los quejidos de su hijo aumentaron. El niño dentro de su vientre se retorcía y contorsionaba. Imogen ya no podía ser paciente. Se cubrió a sí misma y a su hijo con su ropa más caliente y salió a buscar a Miles.

Solo requirió un momento: los pies de Imogen fríos en la nieve, su hijo jalándole la falda, su esposo por ahí con otra prostituta del pueblo. Tenían hambre, pronto tendrían otra boca que alimentar. El niño la jalaba y su esposo no estaba. «¿Quién se cree que es ahora, saciándose con esa mujer?». La despensa de la casa, vacía. Ráfagas de viento; hielo en los huesos de Imogen. Su hijo lloriqueando. «Si tan solo…».

Imogen cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo por hacer desaparecer sus pensamientos pecaminosos. Volteó hacia atrás para buscar a su hijo, a quien acababa de empujar de entre sus faldas con una impaciencia poco característica. No había nadie detrás de ella. El viento había amainado; la nieve había desaparecido.

—No lo decía en serio —dijo Imogen en voz alta, cayendo de rodillas—. No decía nada en serio.

Pero la única respuesta fue el débil susurro de los árboles.