En cuanto a la disposición de los cadáveres, conozco más sobre las prácticas antiguas que sobre las modernas. Recuerdo una fotografía de uno de los libros de Peter en la que se mostraba un montículo funerario, una pequeña colina como una montaña invadida por tumores sobre un valle, marcada con anillos de piedras verticales. Estos montículos eran hechos por el hombre, aunque no puedo imaginarme cómo podría un hombre moldear la tierra de esa manera. No puedo imaginarme cómo un rey, después de su muerte, podía pedirle a su corte que lo siguiera, que se metiera arrastrándose en su cueva, cerrara los ojos y respirara por última vez. Al hablarle de mi incredulidad a Peter, me explicó que mi preocupación provenía completamente de la cultura en la que me habían criado. Aun actualmente había sociedades, me dijo, donde una esposa podía terminar su vida al perder al esposo, amarrándose a sí misma a su pira funeraria y entregándose a las llamas.
—¿Pero no un esposo al perder a su esposa?
—Además —continuó mi padre ignorando la pregunta—, tu concepción de la vida es completamente occidental y completamente moderna. Hemos perdido esa sensación innata de servicio, ya no necesitamos ver a nuestros reyes como dioses. ¿Qué necesidad había en ese entonces de vivir sin tu creador, tu capitán, tu luz?
Los entierros en sí mismos eran un concepto difícil para mí, aunque suponía que la tierra oscura era preferible a ser alimento de las bestias salvajes; sabía que las personas enterradas en los cementerios esperaban la salvación, la revelación, palabras que significaran que sus vidas se convertirían en algo más. «¿Y si yo fuera la que tuviera que desenterrarlos», dije una vez riéndome, «para cumplir su deseo? ¿El muerto caminaría con sus huesos frágiles y sin carne por el pueblo? ¿Se arrodillarían a rezar sobre las rótulas encogidas?». Peter no se rio y me dijo que no menospreciara aquello en lo que los demás creían, lo que parecía contrario a las otras cosas que me había dicho. Solo podía suponer que estaba pensando en mi madre, en su propia tumba, en la vida que él había vivido tras su partida. Yo le había preguntado dónde estaba enterrada y si podíamos visitarla en su tumba. Su única respuesta fue negar con la cabeza y suspirar. Me pareció tan perdido, tan abatido, tan diferente al Peter que yo conocía, que no lo presioné más.
El cementerio de Coeurs Crossing era una colección revuelta de piedras, un revoltijo de estilos y colores apagados. Un ángel de mármol estaba de pie con los brazos extendidos de par en par, los ojos cerrados, las alas mohosas llenas de excremento de aves en la reja de la entrada. La colina de al lado había sido alguna vez un lugar sagrado, saboteado por invasores algunos siglos atrás. Entre las tumbas cuidadosamente ordenadas los robustos cimientos de una iglesia en ruinas surgían del pasto como dientes viejos y gastados. La única pared que quedaba en pie estaba cubierta de liquen, un recordatorio de que todo el lugar era un palimpsesto, muertos enterrados sobre otros muertos, el pasado nunca borrado.
Matthew exploró una pequeña capilla en el centro del cementerio mientras yo caminaba por las filas de tumbas en busca del patrón espiral, entrecerrando los ojos para leer los nombres de los muertos. Encontré la tumba de mi madre en un rincón del extremo, rodeado por sus familiares Blakely muertos (MARIAN JEAN, 1810-1852; JANE PATIENCE MULHOLLAN, 1690-1772; EMMA CORDELIA, 1812-1817). La última era solo una niña, y me imaginé sus deditos diminutos, su pequeño cráneo descomponiéndose bajo mis tenis. Bajo su nombre, grabado en la piedra, había una expresión cruda de las espirales triples de Peter: «Vida, muerte y resurrección. La interconexión de todo. Una madre y su hija».
Y entonces la vi, LAURA ANN, tallado con letras cursivas, una fractura delgada dividía la parte superior de su lápida. No había espiral para mi madre, ningún ángel, ninguna rosa. No había palabras de consuelo, escritas principalmente para los vivos, que pudieran servirle de guía de esta primera vida a la siguiente. Marlowe se acomodó a su lado en un ovillo peludo y me di cuenta de que su piel era exactamente del mismo tono que la tierra sobre la que estaba acostado.
—Madre —murmuré, probando la palabra, agachándome para tocar el granito duro.
«¿Qué necesidad había de vivir sin tu creador?».
A los diez años, me había escabullido de la casa como unas cuatro horas después de mi hora de dormir, en mi pijama de princesa y con un viejo par de botas de lluvia, y había usado mi tacto para abrir el cerrojo de la puerta del cobertizo de madera del jardín. Peter me encontró buscando entre las macetas rotas y las mangueras enrolladas.
—¿Qué pasa, Maisie? Es más de medianoche.
Estaba buscando una pala.
—¿Y para qué necesitas una pala?
—Necesito exhumar una tumba.
Peter, en bata de baño y pantuflas, se sentó a mi lado en el suelo del cobertizo. Suspiró y se acomodó los lentes.
—Necesitas exhumar una tumba —repitió.
Claro que no exhumé ninguna tumba, ni esa noche ni ninguna otra. Peter me explicó pacientemente que exhumar el ataúd de mi madre y sacarlo de la tierra requeriría más que una niña con una pala. Incluso con el equipo correcto, cuando lo abriera, no vería a mi madre, solo un montón de huesos secos.
—¿Entonces cómo la vamos a encontrar? —le pregunté.
Peter se tocó la sien con un dedo.
—En nuestros recuerdos —me dijo. Se tocó el lado izquierdo del pecho—. Y en nuestro corazón.
A lo largo de los años siguientes traté de no pensar mucho en mi madre. Se debió en parte a que me parecía que ella no pensaba en mí; ni ahora que estaba enterrada bajo capas de tierra en la parcela de los Blakely, ni tampoco años atrás cuando me concibió. ¿Me habría sentido dentro de ella? Durante esas primeras semanas de vida, mientras se cuajaba mi creación, ¿me habría percibido como un pequeño retoño amamantándose? «Un secreto», me llamaba Peter, «una gran sorpresa que ella había esperado revelar». Pero él no podía saberlo. No podíamos saber si había sido consciente de mi existencia en absoluto.
«Tu madre te espera». Desde la primera vez que había escuchado el cuento de la madre Farrow sobre la madre cuyo amor rescató a su hija, había soñado con nuestra unión. Me había imaginado, a pesar de mí misma, que un día me despertaría y encontraría a mi madre inclinada sobre mí, acariciándome la frente, murmurando que me perdonaba, asegurando que me quería. Esta fantasía requería una especie de equilibrio mental, un delirio al otro lado de la escala de lo práctico. Tenía que apartar la lógica hasta para sostener la posibilidad; sin embargo, me descubría preguntándome conscientemente: ¿el murmullo de los árboles junto a Urizon era una prueba de la historia de la madre Farrow o solamente el silbido del viento que trataba de darse a conocer? En la luz indiferente del día, sabía que mi madre no estaba esperándome, observándome. Nunca, ni una vez, había venido a ofrecerme rescate de la prisión de mi cuerpo o del confinamiento asfixiante de la casa. Esperar su llegada era tonto; solo podía conducirme a la desilusión. Y, sin embargo, tarde por las noches, me despertaba en la oscuridad de mi habitación y deseaba, a pesar de mí misma, que las paredes pudieran ser su útero.
Desde que entramos al cementerio, Peter y yo habíamos estado a solas, pero ahora veía que teníamos compañía. Varios metros a mi izquierda, Matthew estaba conversando con una mujer robusta que llevaba una elaborada corona de flores con un listón. A mi derecha, una figura se agachó al lado de una tumba, incómodamente cerca, después de deslizarse a mi lado y al de Marlowe sin llamar mi atención. Cuando se levantó, vi que era un hombre joven, alto y guapo, de cabello oscuro y barbilla fuerte y partida. Tenía labios delgados, nariz recta, cejas gruesas y con forma. Era el mismo hombre que había visto hablando con los cargadores de la camioneta, el que había entrado en la tienda de recuerdos después de Matthew. De cerca era innegablemente guapo y me recordaba a los personajes de las portadas de algunas de las novelas de romances más tórridos de la señora Blott.
Marlowe siguió mi mirada y se levantó; desacomodó la tierra y catapultó dos patas lodosas sobre el pecho del hombre. Estuvo a punto de tirarlo.
—¡Marlowe! —dije—. ¡Perro malo! —En un lugar como ese, debía llevar al perro con correa; ahora culpaba en silencio a Matthew por no haberlo sugerido—. Perdón, por lo general es más tranquilo —le dije al joven desconocido—. Espero que no haya perturbado su… —¿Duelo era la palabra adecuada? El hombre tenía mucho más dominio de sí mismo que la mujer que lloriqueaba a moco tendido con Matthew, más tranquilo de lo que yo estaba frente a la tumba de mi madre, pero ¿por qué otra cosa había entrado a un cementerio si no para mostrar sus respetos a los muertos?
—Para nada —dijo el hombre, inclinándose para acariciar las orejas de Marlowe—. Eres un buen muchacho, ¿verdad? —Se enderezó y extendió la mano para saludarme—. Soy Rafe.
Su gesto me tomó por sorpresa y me incliné en una especie de reverencia con la que estuve a punto de tropezarme sobre una tumba casi oculta; alcancé a detenerme de una estatua: un pedazo de moho brilló. Di un paso hacia Rafe, tratando de ocultar la transformación.
—Los Blakely son una familia fascinante —dijo Rafe, haciendo un gesto hacia la piedra con la que me había tropezado—. Su historia es sórdida y trágica. Hay una mujer en el pueblo que mantiene su propiedad, aunque nunca he oído que alguien la visite. Hay algunos rumores maravillosos en torno a la familia, tan recientes como esa tumba de ahí, para Laura.
—¿Cuáles rumores? —La pregunta salió de mi boca con la mención del nombre de mi madre, pero Rafe solo me sonrió y no ofreció ninguna respuesta. Sacó un cuaderno del bolsillo de su chamarra y destapó una pluma. Esperé que no lo hubiera ofendido de alguna manera. Se me aceleró el pulso y todo mi cuerpo vibró de curiosidad. Sentí como si mi madre, hace mucho tiempo apresada, ahora gritara para que la liberaran. Me mordí un labio—. ¿Eres historiador?
—Podrían llamarme así. Soy estudiante de una historia tan interesante como esta. —Rafe sonrió otra vez, al parecer sin inmutarse por mi extrañeza. Limpió un poco de tierra de la tumba que tenía a su lado y garabateó algo en su cuaderno, después alzó la mirada hacia mí. Sus ojos eran muy azules, de un tono del que solo había leído en libros.
—Entonces, ¿estás aquí investigando? —dije con entusiasmo—. Estás aquí para saber más… ¿de la familia?
—Así es.
—¡Maisie! —gritó Matthew que acababa de escaparse de la mujer de luto y acababa de darse cuenta de mi nueva interacción—. ¿Estás lista para irnos? —Su tono casual casi ocultó la nota de urgencia.
—¡Un minuto! —respondí gritando.
—Maisie —dijo Rafe con una inclinación—. Un nombre encantador. Gusto en conocerte. ¿Quién es tu amigo?
—Matthew —dije mientras él se acercaba con el ceño fruncido jalándose un rizo del pelo—. Se llama Matthew. Es… su tía abuela era la señora Blott —dije, desesperada por oír algo más. Cuando Rafe me miró inquisitivamente, continué tontamente—. La señora Blott, la que cuida, cuidaba, la casa en Urizon.
—¡Ah! Bueno —dijo Rafe con esperanzado entusiasmo. Tamborileó con los dedos un patrón rápido contra el borde de una tumba y chasqueó los dientes dos veces. Matthew estaba a solo unas tumbas de distancia y abrió los ojos con un gesto exagerado que parecía un intento de advertencia—. Normalmente no haría esto, pero simplemente no lo puedo evitar. ¿Vendrían a tomar un café conmigo? Tengo un millón de preguntas sobre Urizon y parece que ustedes dos tienen información exclusiva. —Los dientes de Rafe eran muy blancos. Brillaban cuando sonreía—. A cambio, si están interesados en los Blakely, tengo varias historias jugosas que puedo compartirles.