El broche de hierro repujado

Alys, 605

Alys tenía nueve años cuando vio a los soldados por primera vez. Era el año 600 d. C. Había seguido a su primita Madenn al río, aparentemente en una carrera, pero dejando en realidad que la niña menor se adelantara. La primavera había reemplazado al invierno por completo, lo que significaba que el hielo que flotaba sobre el agua se había derretido por fin y las lluvias habían restaurado su lugar favorito para nadar, que estaría helado en la débil luz de la tarde, pero fluiría. El cabello rubio de Madenn volaba al viento detrás de ella, un rastro que guiaba a Alys por entre los árboles. De vez en cuando, Madenn volteaba y se reía, un sonido que menguaba y se apagaba cada vez que volteaba la cabeza.

Alys se quedó muy atrás, pero ya sabía lo que la esperaba: Madenn seguiría corriendo mientras desataba el cinturón y deslizaba el blusón; dejaría la ropa en el suelo y llegaría al agua, cantando, salpicando, lanzando chisguetes de agua entre los dientes. Tras la celebración, Madenn se acostaría de espaldas, con el cabello amarillo extendido como juncos marinos que bailan, mientras el resto de su cuerpo permanecería inmóvil y en espera de que Alys se acercara para espantarla. Igual que como había sido el año anterior, como sería el año posterior y como seguiría siendo hasta que llegara el momento de casarse.

Sin embargo, en lugar de encontrarla desnuda en el agua, Alys alcanzó a su prima vestida y apretada contra el ancho tronco de un roble. Madenn se llevó un dedo a la boca y movió la barbilla para señalarle a Alys lo que la había detenido.

Dos criaturas estaban arrodilladas frente al agua, armadas como langostas, protegidas con armaduras de metal que se fueron quitando lentamente del cuerpo; se oía el tintineo de las piezas de metal, además de sonidos que hacían las criaturas, y que Alys no entendió. Una vez desnudos, se revelaron como hombres de hombros anchos y robustos, con el cabello corto sobre la frente y orejas pronunciadas. Se metieron al arroyo, aullaron cuando los golpeó el frío y se sentaron para cubrirse por completo.

Dos escudos de metal del tamaño de Madenn estaban abandonados en la orilla rocosa a su lado, así como una espada larga, una daga gruesa y un arpón.

—Fuego —murmuró Madenn, viendo, como su propia madre podía ver, más allá del presente hacia un futuro que había cambiado en la breve medida de un momento, algo peligroso e inexplorado—. Muerte sangrienta. —Alys entrelazó los dedos con los de Madenn y apretó su mano. Las dos se escabulleron fuera de ahí en silencio, de regreso a su casa, para advertir a los otros.

Pasarían más de tres años antes de que esos soldados regresaran, tres años de que Madenn hiciera campaña para una reunión, murmurando advertencias, insistiendo en que tenían que atacar primero o recibir el ataque. Había visto fuego y ella presionaba a la gente de su clan, había visto destrucción.

El hermano de Madenn, Fionn, hizo eco de sus preocupaciones. Había seguido más estrechamente que Madenn o Alys los rumores de los invasores del sur; había interrogado a quienes habían visto a los conquistadores y había contado sus propias estrategias a quien quisiera escucharlo, ávido de la gloria de la guerra. Se ofreció a sí mismo como mensajero y le pidió a su padre que solicitara a los clanes vecinos que se unieran; pero cada día de paz que pasaba convencía al resto de que los primos estaban equivocados. La mano del imperio ya había excedido su fuerza; se hablaba de una revuelta entre sus ejércitos. No había necesidad (en realidad no había manera) de que ellos actuaran. Si la amenaza fuera inminente, ¿dónde planearía un ataque el clan? ¿En la silla del imperio extranjero a varios meses de viaje? Los hombres despeinaban el cabello de Fionn y lo llamaban niño. Las mujeres les decían a Madenn y a Alys que no tuvieran miedo.

Después, en el punto más álgido del verano, cuando Alys tenía doce, los primos vieron planicies devastadas que demostraban el movimiento del enemigo. Hacia el otoño, la mayoría de quienes se habían reído de sus advertencias estaba muerta. Juntos, los sobrevivientes se retiraron al bosque y usaron su conocimiento de los árboles para burlar a los soldados que ahora acampaban en el lugar que alguna vez había sido su hogar. Los insurgentes arruinaban el almacenamiento de comida, cambiaban la ruta de los ríos, capturaban a los muchachos que llevaban noticias de un campamento extranjero al otro.

—Los vamos a derrotar —decían los conquistadores en una versión complicada de la lengua de Alys—, los vamos a civilizar. Van a ser nuestros. —Quemaban cualquier tierra que podían, con la esperanza de que el humo hiciera salir a los nativos. Desenterraron los viejos túmulos funerarios, se rieron de los viejos dioses.

«Los pueblos practican rituales salvajes», decía una carta que Fionn interceptó; había obligado al chico mensajero a hacer la traducción antes de su muerte temprana. «Las mujeres corren como salvajes, los hombres están sucios. Tienen suerte de haber caído bajo nuestra influencia».

Ocultos en sus bosquecillos sagrados, protegidos en el estrecho más profundo del bosque, los primos conspiraban. Mientras que Fionn y Alys, feroces a la luz del fuego, planeaban una estrategia, Madenn profundizaba lo más que podía en su historia, sus visiones se extraían de los restos de las costumbres antiguas, construyendo una comunión silenciosa con los árboles.

—Aquí, antes que nosotros —juraba Madenn—, y aquí, mucho tiempo después.

Alys observaba mientras su prima mezclaba moras y sangre, y trazaba dibujos en pieles secas sin escuchar a su madre, quien aseguraba que capturar una palabra era vaciarla de poder, domesticar lo que debe ser salvaje.

Fionn se negaba a ocultarse para siempre en el bosque, a pesar de la fe de su hermana en que los árboles los protegerían. Tras la muerte de su padre, Fionn sabía que tenía que vengarse, debía hacer frente a los invasores para defender el nombre de la familia. Al final, Madenn estuvo de acuerdo. Habría una arremetida final, guiada por los cientos de su especie que quedaban, por muy poco probable que fuera el éxito: si fracasaban, tenían que fracasar de manera gloriosa, mártires de la libertad, vengando a sus muertos. Y si fracasaban, Madenn les prometió que los preservaría para siempre. No serían recordados en los ojos de los conquistadores, como salvajes y necios, sino en las hojas de piel que había atado en un libro.

En símbolos dibujados con sangre y moras, Madenn escribió la historia del mundo que ella quería, la sabiduría que había aprendido de su madre, la promesa de renacimiento y regreso a lo verdadero. Dibujó un árbol con una cicatriz espiral, una pequeña figura humana escondida a medias en su corazón. Un pájaro de cresta en el borde de un vasto bosque. Una palma abierta que sostenía la navaja de un cuchillo. Era una oración, decía Madenn, al bosque, a las praderas que habían ardido, a los tallos aplastados de las flores, a los árboles arrancados de raíz. Contar la historia, decía Madenn, es proteger su poder. Fionn llamó a su hermana profeta y le entregó un arpón puntiagudo.

Madenn murió en el primer ataque, con una espada clavada en la garganta. Alys apuñaló al soldado que había profanado el cuerpo de su prima. En su conmoción, no había tenido tiempo de invocar el poder de la tierra, se olvidó de hacer los símbolos que Madenn pensaba que podían ayudarlos. Se arrodilló al lado de su prima y observó sus ojos vacíos, mientras apretaba un dedo sucio contra la herida. Era demasiado, en el punto decisivo del combate, en los campos que apestaban a sudor, sangre y orines, recordar el mundo como había sido antes, la quietud de una pradera, el sonido de un arroyo. Esos cuentos que se contaban al lado del fuego acerca de árboles que defendían a los hombres, cuentos que se contaban a susurros, la última hoja de esperanza mientras el clan era talado, resultaron ser solo historias. Entre los cadáveres de sus compañeros de armas, Alys y Fionn fueron apresados vivos, símbolos de su rebelión aplastada.

En el límite del bosque, en una jaula que había sido recientemente vaciada de un animal más grande, junto con los pellejos de su comida mezclados con sus excrementos aún olorosos, Alys vio que la sangre de Madenn se agrietaba rápidamente bajo sus uñas, los restos de la promesa de Madenn seca y negra sobre sus manos. Sintió algo húmedo escurrirse entre sus piernas. Alys tomó el rojo furioso de donde la habían quebrado, por dentro y por fuera, hizo una tinta con su propia sangre y la de su prima, y sacó un brazo entre las barras de su prisión para garabatear en un pedazo de madera los símbolos de Madenn: la espiral, la mano que aferra un cuchillo, el ave de cresta. Alys murmuró una palabra para su familia, el bosque. Apretó la frente contra los barrotes de hierro de su prisión y sintió cómo se disolvían.

Una vez liberada, Alys maldijo a los ladrones, las vidas y la tierra que habían tomado. Invocó al bosque, el mismo bosque que había estado bajo emboscada, en busca de ayuda. Había dudado de las afirmaciones de Madenn de que el bosque la escucharía, se había preguntado por qué los árboles prestarían su ayuda si no había nada que ella pudiera darles que ellos desearan. Sin embargo, ahora el sacrificio de su clan estaba derramado todo a su alrededor, huesos y sangre florecían en la tierra. Alys sintió que se abrazaba al bosque en desesperación. «Consérvanos», rezó.

Los árboles se estremecieron, escuchando, con miedo de los cambios que les habían ocurrido de repente: esos hombres con acero y fuego, la destrucción de sus ancestros a un día de viaje de distancia. Los árboles habían previsto tocones carbonizados y blanquecinos, esqueletos fundidos, criaturas del bosque que huían, chamuscadas y desolladas. Habría campos donde alguna vez hubo bosque, estructuras de acero donde alguna vez habían crecido sus familiares. «Consérvanos a todos».

Alys tenía los ojos cerrados y el corazón pesado. Los árboles se inclinaron hacia ella, reconociendo su dolor. Era tan joven. Tenía miedo. No había caído en cuenta del hecho de que la conservación tenía un significado propio para los árboles, cuyas vidas duraban siglos, cuyo alcance era lento, que experimentaban los años como los humanos, los momentos. La eternidad, para Alys, duraría más tiempo. La conservación significaba más inmovilidad que plenitud. La conservación era más hermana de la represión que de la libertad. Lo comprendería cuando ya fuera demasiado tarde.

Adolorida por los soldados que la habían usado, por los grilletes que habían puesto alrededor de sus muñecas, Alys ocultó su corazón dentro de un viejo roble. Tomó el libro de Madenn de donde estaba, oculto bajo la maleza, y lo enterró más profundo. Tomó la sangre que había usado para liberarse e invocar al bosque, y talló profundamente en la madera los símbolos de Madenn. A manera de monumento, desafío y maldición, Alys colocó una rama astillada a la orilla de los árboles.

Esa tarde, se paró sola en la cima de Urthon Hill; las ráfagas de viento azotaban su cabello oscuro contra sus mejillas. A la distancia, abajo, hombres cantaban obscenas canciones de conquista, las llamas siseaban y crujían en las fogatas, los caballos relinchaban nerviosamente. El cielo se tambaleaba con galaxias de estrellas en movimiento.

Alys cerró los ojos y desapareció en el bosque.