En las profundidades del bosque, Imogen acecha a un corzo macho vagabundo, con las patas lanudas como una pincelada blanca contra la maraña verde. Los pies de Imogen están ampollados, le duele el vientre; sin embargo, lo sigue, pues siente que tiene que hacer algo, encontrar algún alivio a la presión que le oprime la columna desde que despertó la muchacha de ojos negros.
Este bosque hace cazadoras a todas las mujeres. Saben que los animales que están dentro de él nunca pueden morir, pero no pueden evitar perseguirlos. No hay una mejor demostración del poder humano que ser un orgulloso proveedor de la muerte, de intentar una matanza. Matar por deporte, por indulgencia, habla de las infinitas profundidades del deseo humano, una necesidad innata de demostrar lo irreversible, de tener un efecto perdurable. Aquí, donde el tiempo se desliza como la miel, donde han muerto sus propias muertes, las mujeres necesitan más y más, y eso las asusta. Durante la cacería, esa necesidad se abate.
El corzo entra en el bosquecillo de la muchacha de ojos negros sin prestar atención a la criatura congelada; atraviesa una breve distancia y después hace una pausa, volteando atrás la mirada con la esperanza de que la quietud lleve a su perseguidora a la sumisión. Una mariposa amarilla danza sobre sus negras fosas nasales, obligándolo a estornudar.
Aunque Imogen se detiene de golpe cuando entra en el claro, no es por el corzo. Su impedimento es la propia muchacha de ojos negros, quien aún descansa inmóvil y en silencio sobre su tarima. Imogen ve a la muchacha y se tambalea, se lleva las manos al enorme estómago cargado. El color abandona su rostro. Se persigna y murmura una oración de protección.
Una vez que Imogen le retira su atención, el corzo decide que la cacería ha terminado. A varios cientos de metros de distancia, mastica un arbusto, gruñendo al mismo tiempo que digiere, mientras Imogen se queda de pie, observando fijamente a la muchacha de ojos negros. Su enojo se transforma en algo menos tangible, agua de rocío.
De repente, el corzo tose y emite un balido inquieto, ronco y grave. Cae al suelo y le sale espuma de la boca. Imogen lo observa. Nada se enferma en este bosque de sombras. Durante siglos de residencia, no ha visto que nada muera. Avanza hacia el corso, le acaricia el cuello y lo arrulla. Nota un montón de moras brillantes metidas bajo las hojas que acaba de comerse.
El animal se contorsiona; su pata trasera se mueve maniáticamente, extendida en un ángulo extraño, tan rápida como un colibrí. Y después, las convulsiones se hacen más lentas hasta que se detienen por completo, las últimas notas de la vida del corzo quedan suspendidas en el aire. Sus ojos misteriosos permanecen abiertos.
Imogen pasa un dedo a lo largo del breve fleco de sus pestañas, por los muñones nudosos de sus cuernos aterciopelados, las puntas garbosas de sus orejas curvilíneas. Va hacia la maleza y arranca un tallo con tres moras ovaladas, de un rojo casi traslúcido a la luz de sol. Frota la rama entre dos dedos, la hace girar, hace que las moras bailen. Las lleva hacia la muchacha de ojos negros.
De manera solemne, completamente consciente del pecado que está cometiendo, Imogen sostiene la fruta sobre la boca de la muchacha de ojos negros. Esta no puede voltear la cabeza o maldecirla. No puede escupir las dulces frutas hacia el rostro de Imogen, que sigue estoica mientras sale del claro.
La muchacha de ojos negros parpadea. Se traga las moras, saboreando sus jugos. Lo que puede matar a un corzo no puede hacerle daño, no ahí, en ese bosque. Un tipo diferente de hambre la impulsa suavemente, un recuerdo paciente, gentil. «Pronto», le di-ce, «pronto».
La muchacha sacude el dedo más largo de su pie izquierdo.