Unos pocos años de posibilidad
La muchacha de ojos negros yace sobre su tarima y parpadea hacia las siluetas de las ramas, las nubes escasas. Un ave audaz revolotea cerca, por encima de ella, mientras que las otras trinan de admiración desde la rama estirada de un álamo cercano. Estas avecillas llevan ya semanas molestando a la muchacha de ojos negros. Se han vuelto inquietas, se tiran al vacío y pían, presumen frente a sus hermanos. Objetivos hermosos y tontos que se ponen a su alcance.
«¡Miren!».
Un avecilla moteada se acerca más, más cerca, más cerca. «Aquí», piensa, «qué divertido». Aprendió de los otros, los observó experimentar, se alegró cada vez que regresaban a la rama del árbol, piando de éxito.
La tonta avecilla emite un llamado de apareamiento, se vuelve a acercar echando un vistazo cuidadoso a su objetivo. Silba. Se acerca más abajo. Un ala roza la mejilla de la muchacha de ojos negros.
Una mano se eleva rápidamente, se flexiona con fuerza, como un resorte que se desenreda de repente. La muchacha de ojos negros agarra a la avecilla. Siente su piel aceitosa contra la suya, las plumas separadas de sus alas.
La aprieta.
Del otro lado del claro, Mary observa al ave, escucha el ruido de sus entrañas al reventar. Asustada, pero con demasiada curiosidad para correr, se esconde detrás de un árbol grande. Con la cara apretada contra la corteza, observa con cuidado alrededor, hasta que sus propios ojos se encuentran con los ojos negros, tras lo cual Mary se estremece y desaparece de la vista de la muchacha. Respira lentamente varias veces, protegiéndose contra el tronco del árbol, mientras la observa un conejo que dejó de masticar un ramito de flores moradas. Le hace un ruido al animal para asustarlo y que se aparte, pero el conejo solo le devuelve un gesto y continúa con su comida.
La mitología de Mary es limitada. A pesar de lo que Lucy le ha contado sobre imperios derrocados, la apertura de nuevos caminos, Ma-ry solo puede pensar en un uso para una hija del bosque. Mary quiere que la muchacha de ojos negros le conceda sus deseos. Idealmente, serían tres, un número adecuado, pero Mary siente vergüenza por conformarse con uno. Y si la muchacha solo puede otorgar un deseo a las mujeres del bosque, Mary está decidida a hacer suyo ese deseo.
Después de todo, Mary es la que tiene más que desear. Las otras mujeres del bosque están preservadas en su belleza juvenil, su piel es para siempre suave y firme, su cabello jamás se hace gris. Mary sigue siendo una mujer de mediana edad, rolliza y asustadiza, que recuerda la mortalidad incluso cuando sabe que va vivir para siempre. Ella sacrificaría los siglos por venir por un año más a los veintidós, por tener poros invisibles y rodillas que no crujan. Se queda de pie, paralizada entre el terror y el anhelo, con la esperanza de reunir el valor que le ha fallado antes.
«Pídeselo», se ordena Mary a sí misma, «ve a pedírselo».
¿A quién se refiere, al deseo o al dador del deseo? Es mucho más fácil aplastar la simpatía con palabras desprovistas de significado, ser contundente con una criatura que se percibe como eso, en lugar de ella. Usar el lenguaje para devaluar un cuerpo.
Mary sale de su refugio, se acerca a la muchacha. Resopla y se limpia la nariz con una manga.
Un ojo negro parpadea.
Mary huye del claro lo más rápido que se lo permiten sus torpes pies.