Cuando al caer la tarde detuvimos el carro para aliviar nuestras vejigas junto a unos saúcos en flor, Matthew aprovechó mi separación de Rafe. El crepúsculo había caído y el cielo era ahora de un apagado color púrpura azulado, que se extendía más sobre nosotros de lo que jamás había visto, manchado con estallidos de estrellas. La tierra que se extendía a nuestro alrededor se hinchaba como una madre con un hijo.
—Deja de fantasear con él —dijo Matthew con tranquilidad, una vez que Rafe salió de nuestro campo de visión—. Nada bueno puede salir de ahí.
—¿A qué te refieres? —Sabía exactamente a qué se refería.
—A esta cosa con Rafe. Solo deja de hacerlo.
—No puedo imaginar a qué podrías referirte —dije, ilusionada por confirmar que nuestros coqueteos eran más que ideas mías.
—Él no puede tocarte. Tú no puedes tocarlo. ¿Qué tipo de relación amorosa podrían tener? Y, además, él es mucho mayor. Si tienes cualquier tipo de sensatez, tienes que dejar de hacer esto antes de exponerte.
Le hice una mueca a Matthew. No necesitaba su advertencia para saber que era un juego peligroso el que tenía con Rafe. No podía ocultar el deseo que emanaba de mi piel. Me preguntaba cuánto podía acercarme, cuánto podía acercarlo a mí, cuánto podía hacer que deseara mi cuerpo antes de alejarme. ¿Quería que se acercara a mí, que apretara mi carne contra la suya? Mi cuerpo parecía querer eso, pero jamás podía confiar en mi cuerpo. Mi cuerpo era algo salvaje que había domado hasta la sumisión y, sin embargo, una parte de mí sabía que en cualquier momento podía liberarse, podía luchar en mi contra. Sabía que Matthew tenía razón y lo odiaba por eso.
¿Y si la intimidad que Rafe quería era más que la física? Quizá, como Matthew afirmaba, sus motivaciones no eran tan transparentes como parecían. Quizá quería conocerme por debajo de la piel, el secreto de mis sentimientos hacia mi cuerpo más que la carne en sí misma. Ese pensamiento era incluso más íntimo, incluso más aterrador, que imaginarlo enzarzado dentro de mí. Me quedé presa de estos pensamientos mientras los chicos regresaban al auto y Matthew trató de encender el motor, que hizo un desagradable chillido.
—Maldición —dijo en voz baja, una de las pocas veces que lo había visto maldecir—, no quiere encender.
—Déjame probar. —Rafe se volvió a bajar del carro y se inclinó a examinar el frente del coche, que incluso en la cada vez mayor oscuridad emanaba un hilo visible de vapor. Matthew fue a reunirse con él, alzó el cofre. Me bajé para no sentirme excluida y por un momento dejé a un lado mis preguntas sobre Rafe.
Los varios engranes y cables que conformaban el motor del carro me parecieron un monstruo que había salido mal librado de una pelea, con pequeñas arandelas de acero marcando su complexión, cabellos como rizos grises aceitosos, ojos saltones y negros. Extendí la mano para tocarlo.
—Cuidado —dijo Rafe y detuvo mi brazo con el suyo. Solo me tocó de la manga, pero la presión de su palma hizo que me estremeciera.
—Ya veo cuál es el problema, creo —dijo Matthew, apartándose el pelo de la cara, dejándose un pequeño rastro de grasa en la frente. Frunció el ceño y se inclinó sobre el motor; su torso desapareció dentro de las fauces del monstruo.
—Deberíamos llamar a un mecánico y que lo remolquen —dijo Rafe.
—Hace una hora que estamos fuera del rango de servicio del teléfono. —La voz de Matthew resonó desde adentro del carro. Volvió a la superficie, tosió con fuerza y regresó a hundirse en el desastre.
—Voy a ir caminando de regreso al pueblo que pasamos —dijo Rafe—. Si ahí no tienen a alguien que pueda ayudarnos, por lo menos puedo pedir prestado un teléfono. —Volteó hacia mí—. Maisie, ¿por qué no me acompañas?
En ese momento, Matthew salió tan rápido del cofre que se golpeó la cabeza.
—No —dijo—, Maisie se queda aquí. Puedes ir más rápido si vas solo.
—En realidad…
—No. —Era el tono que usaba cuando no iba a poder persuadirlo, con la vocal extendida, marcada con un fuerte gesto de los labios. Matthew no era mi padre, no tenía ningún poder legal sobre mí, pero la fuerza similar de su negación hizo que me sintiera como una niña. Cansada y por completo desinteresada en el proyecto de otra larga caminata, decidí que no iba a hacer más presión. Me encogí de hombros.
—Supongo que está decidido, entonces. —Rafe me miró a los ojos—. Pero voy a regresar pronto—. No te preocupes, Maisie, todo va a estar bien. Probablemente sea mejor no meterle mano hasta que vengan los expertos.
Matthew salió otra vez de debajo del cofre para hacer una mueca. Rafe sonrió, se tocó los bolsillos de la chamarra y se fue rápido hacia el camino. Cuando estuvo fuera de nuestra vista, Matthew volvió al motor.
—Rafe acaba de decir que no a… —comencé, pero me dejó en silencio la dura expresión del rostro de Matthew cuando me miró.
Así que me senté sobre la banqueta y lo observé manosear el carro, sin saber cómo podía ver claramente en la luz del crepúsculo. ¿Y si otro carro fuera a pasarnos, me pregunté, con Matthew metido hasta los codos en los engranes y cables? ¿Y si Rafe no regresaba antes de la verdadera oscuridad? Me mordí las uñas mientras Matthew iba del asiento del conductor al cofre, probando su trabajo, viendo que fallaba. Una y otra vez, intento y fracaso, otro estremecimiento, el chisporroteo lastimero de lo que fuera que no servía.
Al final, me acomodé abrazando mis rodillas, somnolienta.
Me arrancó de la siesta el ruido de la tos de Matthew, el golpe de su cuerpo contra el metal, el deslizamiento de su chamarra mientras caía desde el cofre del carro al piso. Me levanté de un salto y fui hacia él tambaleándome.
La noche se había asentado en oscuridades multicolores, la luna llena y el cielo claro proyectaban tenues halos de luz. El cuerpo de Matthew estaba derrumbado sobre el suelo enfrente del carro. Un siseo continuo salía de la parte inferior del cofre del auto y me apresuré hacia él y percibí un aroma agrio, como a quemado y podrido. ¿Matthew habría inhalado alguna especie de gas que lo mareó? Instintivamente, tomé a Matthew por el brazo no lastimado, usando mi manga para protegerlo de mis manos y lo arrastré fuera del camino. Me arrodillé para examinarlo mejor y vi una quemadura roja en carne viva sobre su codo y una ampolla del tamaño y el color de un durazno sobre su palma. Lo empujé con mis rodillas y codos tratando de voltear su cuerpo y vi que tenía los ojos abiertos de par en par, las pupilas enormes. Empezó a convulsionarse, su cabeza se golpeaba de manera irregular con fuerza contra la tierra.
Me quité la chamarra y la puse sobre él para mantenerlo caliente, pero Matthew siguió sacudiéndose como si estuviera perdido en una pesadilla con los ojos grises abiertos y vidriosos, las venas rojas delgadas y largas. Traté de mantenerlo quieto, pero era inútil, su cuello se agitaba hacia un lado, luego hacia el otro en rápida sucesión.
Me senté con las piernas cruzadas junto a él y extendí mi falda sobre las rodillas. Deslicé la tela bajo la cabeza de Matthew, tratando con cuidado de no tocarlo, y al final lo fui balanceando hasta ponerlo sobre mi regazo.
—Listo —murmuré, con los labios tan cerca de él que si hubiera estado consciente estoy segura de que habría sentido mi aliento—. Así estás más cómodo, ¿verdad?
Confinada entre mis piernas dobladas, el movimiento de la cabeza se hizo más lento y después cesó del todo. Unos cabellos habían caído sobre la frente de Matthew, contra su ojo, y me arrepentí de no haber tenido la sensatez de agarrar los guantes de mi bolsa antes de ir hacia él.
—¿Rafe? —dije en un murmullo ronco, lo más fuerte que podía permitirme sin usar toda mi voz. Como no sabía durante cuánto tiempo había dormido, no sabía cuánto tiempo llevábamos ahí, cuánto tiempo hacía que Rafe se había ido. No oí ninguna respuesta. Llamé otra vez, más alto. Todavía nada.
La respiración de Matthew estaba haciéndose más lenta, el quejido paró.
—Te dijimos que dejaras que el mecánico se hiciera cargo —murmuré. El rizo de pelo que tenía sobre la frente estaba empapado, más café que dorado.
El miedo se instaló como un peso en mi pecho, haciendo que mis extremidades se sintieran pesadas, jalándome hacia abajo. Sentí que nos hundíamos, que el cielo se volvía más extenso y se alejaba cada vez más.
—¡Rafe! —llamé, casi gritando—. ¡Rafe!
Después, Matthew ya no respiraba en lo absoluto. Un líquido rojizo se le escurría de la comisura de la boca. Sus ojos giraron hacia atrás, mostrando solo lo blanco como la luna. Su frente brillaba de sudor. Tenía la quijada apretada, los hombros estremecidos, cada ataque golpeaba mi cuerpo mientras trataba de mantenerlo quieto.
Fue entonces cuando hice lo único que podía. Me preparé, sintiendo un dolor en el pecho, y pasé las yemas de los dedos por la frente de Matthew, apartándole el cabello de la cara. Después de que lo toqué, sentí que su cuerpo se enfriaba, que se ponía cada vez más rígido. Respiré profundamente. Había habido unas pocas veces en mi vida en que había tocado a otra persona. En mi memoria reciente, no había nada: Matthew era el primero desde que había comprendido las reglas de mi padre. Esperé largos segundos antes de volverme a acercar, saboreando la anticipación dulce, sabiendo que era posible que jamás tocara piel desnuda otra vez. Por fin, apreté dos dedos contra un nódulo linfático de su cuello y lo sostuve ahí hasta que sentí su pulso.
Los ojos de Matthew se cerraron poco a poco, la respiración le hinchó el pecho.
Sentí el cuerpo blando, como si la sangre se hubiera drenado de mi cuerpo.
—Gracias a Dios —murmuré. Arropé a Matthew con la chamarra, su color se había suavizado y mascullaba en su sueño. Pensaba que era extraño que pudiera verlo con tanta claridad. ¿Una nube había liberado a la luna?
No. Me di vuelta y me descubrí en el haz de luz del faro de un camión, vi que Rafe bajaba del asiento del copiloto. Una mujer estaba en el asiento del conductor, con el rostro entre las sombras.
—¡Maisie! —Rafe corrió hacia mí—. ¿Qué pasó? Cuando nos estacionamos, habría podido jurar que Matthew estaba… parecía como si estuviera…
Pude haberlo besado y me apreté los dedos en las palmas para evitar extender una mano hacia él.
—El motor sacó una chispa —dije lentamente—. Se electrocutó un poco. Fue aterrador, pero creo que va a estar bien.
La mujer se reunió con nosotros y observó a Matthew y su auto.
—No hay mucho que hacer aquí esta noche —dijo—. En la mañana podemos llamar para que los remolquen y descubrir qué necesitamos para componerlo. Puedo llevarlos de vuelta conmigo y darles un lugar para pasar la noche, pero si necesitan un hospital es otra cosa. Tendrán que viajar varias horas hacia la ciudad.
—No lo necesitamos —dijo Matthew con voz ronca mientras se sentaba, adormilado.
Pensé en protestar, en insistir en que Matthew viera a un doctor, pero sabía que lo había curado, y si insistía tendría que responder preguntas que no quería que salieran a la luz. A menos que ya sospechara, no había manera de que Rafe supiera lo que había visto, que comprendiera lo que le había ocurrido a Matthew. Sin embargo, de repente me sentí expuesta.
Matthew estaba estirándose, bostezando, girando la muñeca derecha. Alcancé a ver un destello de confusión y también vi el momento en que lo apartó. Cuando se levantó, le faltó el equilibrio y Rafe le ofreció un brazo. Yo me quedé donde estaba.
—¿Podemos dejar el auto aquí toda la noche? —preguntó Matthew, aceptando el brazo de Rafe sin percibir de dónde venía—. ¿No le pasará nada?
—No, mientras el cofre siga humeando. Tampoco si lo cierran bien.
Matthew asintió. Llevó otra vez la mirada hacia su muñeca mientras la flexionaba y después vio a la mujer.
—Mañana les daré un estimado —dijo ella—. Veremos cuánto les van a costar las reparaciones y cuánto tiempo van a tardar.