He de haberme quedado dormida en la parte trasera de la camioneta de la mecánica, pues no recuerdo haber llegado a ningún destino ni que me cargaran hasta la habitación extraña en la que estaba a la mañana siguiente. Me aventuré un tramo de escaleras abajo, descubrí a mis acompañantes en medio de un garage abierto y de inmediato comprendí por qué la mecánica, Ginny Ranke, se había tomado tantas molestias para socorrernos. El lugar estaba acondicionado por lo menos para otros diez carros, pero el de Matthew estaba solo en un rincón de atrás. Los otros espacios listos no mostraban señales de haber sido utilizados recientemente. En un rincón, un generador vibraba con estática monótona. Una montaña de llantas expedía un olor químico.
—Me va a tomar por lo menos cuatro horas arreglar el motor —dijo Ginny—, y unos cuantos días más o menos reunir todas las partes. —Los estantes del garage estaban llenos de partes de carros así que no comprendía por qué no podíamos estar en camino esa misma tarde—. No hay muchas cosas alrededor —nos dijo Ginny—, pero por un costo extra, yo me encargo de sus comidas.
Pasaron varios días sin ninguna entrega a la vista, aunque teníamos un techo bajo el cual dormir y un congelador lleno de alimentos, que podíamos tomar a nuestra conveniencia, lo cual Matthew aseguraba que era una situación mucho mejor de la que podríamos haber encontrado. Ginny nos pidió que fuéramos pacientes; nos dijo que ya había hecho todos los pedidos y que las entregas aquí, en los páramos, no eran tan rápidas como en las ciudades a las que estábamos acostumbrados. Yo no estaba acostumbrada a ningún tipo de entrega, rápida o no, y me sorprendió saber que había gente que hacía carrera en el correo, a quienes les pagaban por transportar paquetes, que siempre se quedaban preguntándose qué podían tener adentro.
—¿Y si están llevando algo peligroso? —pregunté—, ¿o algo que es único y maravilloso? ¿No querrán abrir las cajas para saber qué llevan?
—Están acostumbrados a no saberlo —dijo Matthew—. Es ilegal violar el correo de otras personas.
—Quizá esta vez sí lo violaron —dijo Rafe—. Quizá algún oficial de correos necesitaba una nueva batería, a lo mejor por eso nuestra orden se tarda tanto.
Rafe estaba inquieto, pasaba casi una hora afuera, dando vueltas mientras hablaba por teléfono, y cuando regresaba al garage parecía perturbado. Yo comprendía su ansiedad. Los dos sabíamos que cada día de retraso significaba que nos alejábamos más de Peter, que ya se había adelantado, que quizá ya estaba en el bosque. Matthew estudiaba sus libros de anatomía mientras Rafe y yo girábamos los pulgares mientras esperábamos, y me echaba un vistazo rápido para dejarme saber que no estaba completamente concentrado en sus estudios y que por lo menos escuchaba a medias las historias que Rafe me contaba para pasar el tiempo.
Rafe aseguraba que eran historias que había escuchado durante su trabajo, y que cada una era de vital importancia para la conformación de la leyenda del bosque encantado al que esperábamos entrar. En una de ellas, un padre había asesinado a su hijo en el esfuerzo de buscar magia. En otra, un joven doctor renunció a su prometida a cambio de unas palabras secretas. En una tercera, el cuerpo de un hombre se desangró lentamente hasta que parecía un fantasma.
—Eso es imposible —intervino Matthew al final de esa historia—. Una persona no puede sobrevivir sin sangre. Si se corta una arteria, el hombre moriría instantáneamente. Si la bruja iba a necesitar tanta sangre, tendría que haber hecho el desangrado lentamente para permitir que el cuerpo volviera a llenarse antes de sacarle más.
—Es solo una historia —dije.
—Una historia de un sacrificio —añadió Rafe, mirándome con avidez—. Y una historia de valor, además.
Matthew suspiró y cerró su libro, balanceó una pierna sobre la banca en la que estaba sentado para quedar frente a nosotros. Parecía estar a punto de hablar, pero después negó lentamente con la cabeza, como si sintiera lástima por nosotros, como si él ya hubiera obtenido la sabiduría que nosotros tratábamos de alcanzar desesperadamente y le pareciera deficiente. Como si las historias de Rafe, que yo veía como pistas que me ayudarían a encontrar a mi padre, no nos dijeran nada. Giró los hombros y salió de la habitación.
Al final del tercer día de espera, decidí que ya era suficiente.
—No estamos tan lejos de la segunda espiral como para que no podamos despertarnos temprano e ir caminando. Nos tomaría como, ¿qué?, ¿cómo dos horas llegar al comienzo?
—Es demasiada caminata extra —dijo Matthew—, y después tendríamos que caminar más una vez que llegáramos. Y después caminar de regreso.
—Yo sí me apunto —dijo Rafe—. ¿Por qué no vamos solo nosotros dos, Maisie?
Matthew se rio. Volteé hacia él con una mirada burlona.
—¿No fuiste tú el que me dijo que me moviera por moverme? Pensé que te iba a gustar hacer ejercicio.
Matthew se encogió de hombros; su boca se convirtió en una línea sin labios y se dedicó a empacar su mochila.
A la mañana siguiente, antes de que el sol se elevara, salimos en dirección al río, que parecía hacer una intersección con la segunda espiral de nuestro mapa. Ginny nos dijo que había un pueblo pasando el agua y que podíamos detenernos ahí a almorzar antes de regresar al garage. Estaba bastante segura de que cuando regresáramos tendría las partes necesarias para arreglar el carro.
Seguimos el camino en espiral tan rigurosamente como nos fue posible y, sin embargo, no encontramos señales del río.
—Has de haber escrito mal las coordenadas —dijo Matthew, cuando terminábamos la curva final del círculo más exterior, y el sol estaba a medio camino en su trayectoria por el cielo—. O dimos mal un giro. Deberíamos regresar o cambiar de rumbo.
—Este es el rumbo —dijo Rafe con tono decidido—. Lo medí con precisión. Si tomáramos un verdadero sendero hasta el centro, encontraríamos el río muy pronto.
—Esa lógica no tiene sentido —dijo Matthew, apartándose el cabello húmedo del cuello y tronando los hombros—. Acabamos de pasar horas caminando en círculos y no hemos visto ningún río. A este ritmo, podríamos caminar hasta llegar a la ciudad.
—Si ignoramos el mapa —respondió Rafe—, probablemente nos vamos a perder. Es mejor mantenernos atentos y con la esperanza de encontrar el río.
—Es ridículo.
—No, es probable.
Parecía más una batalla de egos que una evaluación pragmática de nuestro problema. La teoría de Matthew parecía más sensata, pero odiaba elegir un bando contra el otro. Me quedé atrás, contemplando el panorama.
Las porciones de bosque que habían marcado el primer tramo de nuestro viaje se habían hecho más pequeñas y dispersas, usurpadas por largas extensiones de páramo, púrpuras por el brezo y moteadas con rocas. Era un paisaje más solitario y majestuoso que cualquiera que hubiera visto. Si el bosque me llenaba de sorpresa por la tierra, por la fuerza de la vida que estallaba en su interior, este paisaje era la continuación del cielo: su infinidad, la manera como las nubes colgaban como miel que se asentaba en té. Incluso la caminata podría haber sido muy agradable si no hubiera sido por la sed, el hambre y las continuas peleas de los chicos sobre si estábamos perdidos o no.
Matthew estaba caminando lentamente, pues había decidido buscar un camino alternativo a pesar de las preocupaciones de Rafe. Los dos habían recurrido a mascullar sus penas en voz baja. Me fui quedando atrás, trataba de evitarlos deliberadamente, así que fui la que vio las primeras señales de las otras personas que estaban en nuestro camino.
Primero vi sombras en los riscos, ondulantes, cada vez más grandes, y después escuché un sonido de cantos a mi izquierda. Las voces se mezclaban con las ráfagas de viento, que parecían más fuertes que antes, y eran agridulces, erizando el brezo en arbustos pesados. Me troné los nudillos.
—¡Maisie! —gritó Rafe—. ¿Qué estás…?
Me llevé un dedo a los labios en un gesto exagerado que esperaba que él y Matthew reconocieran, y me volteé hacia un punto a mi lado.
Un grupo de siete mujeres, todas vestidas con harapos, venía en lenta procesión por el camino, separándome de mis compañeros. Llevaban flores en el cabello, atadas como collares, trenzadas en brazaletes y alrededor de la cabeza como coronas. Sus edades iban desde alrededor de los de cinco años a unos treinta y tantos; sus formas y colores variaban, pero cada una tenía ojos igualmente claros y decididos, bocas fruncidas. En la luz clara filtrada por las nubes, podían haber sido espectros o fantasmas. Pasaron frente a mí sin notar mi presencia.
Les hablé, pero no dieron señales de escucharme, simplemente continuaron con sus cantos, que eran en una lengua que no comprendía. Esta sonaba escurridiza, susurrante, de otro mundo.
Se movían como una parvada de gansos; sus vestidos rozaban la tierra, su canción no estaba suficientemente entonada. Las dos mujeres más altas estaban en el centro del grupo y cargaban entre ellas una cajita con forma de ataúd. Me acomodé para ver cómo era por dentro: un ataúd abierto, forrado de hojas. En su interior había una rama de lo que parecía un aliso, con una manzana verde que no cabía bien, atada con cuidado con ramas a un extremo.
Al final de la procesión iba la más pequeña de todas, una niñita que iba dando saltos, esforzándose por seguirles el paso a las demás. Una mancha grande color vino le enturbiaba la mejilla y sus ojos eran pequeños y entornados. Cuando llegó al extremo opuesto del camino, ella, sola, miró hacia atrás.
Después de un momento para procesar la sorpresa, me apresuré detrás de las mujeres sin prestarles atención a Rafe y a Matthew, que me gritaban, y casi fui corriendo detrás de ellas. Alcancé a la más pequeña del cortejo justo cuando el grupo se detuvo en una parada al lado de una corriente de agua oculta a medias. Era pequeña pero no estaba estancada, fluía de manera deliciosa, anidada entre dos paredes de pastos altos, de la misma manera en que el listón de un sombrero habría podido ocultarse entre los pliegues de la papada de una mujer gorda.
Las mujeres parecían hacer reverencia al agua, ninguna la tocaba, pero continuaban con sus cantos y hacían que el agua hiciera tantas ondas como si le aventaran piedras. Aunque el arroyo estaba tranquilo cuando llegaron, el viento, sus palabras y la ceremonia estaban en movimiento y de alguna manera iban extendiendo el agua, ayudándola a despertar. Como una herida abierta, pequeña y rosada al principio y después llena de sangre, el arroyo pareció hacerse más ancho. Los pastos altos a su alrededor menguaron.
Matthew apareció junto a mí y me tomó de la manga.
Las portadoras bajaron el ataúd tamaño infantil y las otras mujeres se movieron para abrir paso. Una, alta y delgada, con un rostro largo y solemne que parecía haberse detenido a medio derretir (los huecos bajo sus ojos se hundían mucho más abajo de sus pómulos, su piel era descomunalmente pálida y venosa, sus labios de un tono azulado) se arrodilló junto a la caja como si rezara. Las otras seis inclinaron la cabeza a su lado. Su canto se detuvo.
La mujer pálida alzó la rama de la caja y la llevó lentamente al agua, donde la sumergió en la corriente con la manzana hacia abajo, como una espada habría podido hundirse en la carne. Mientras la observaba, el páramo estaba en silencio, el viento se había quedado quieto de repente. La mujer mantuvo la efigie sumergida con tanta fuerza que habría podido pensarse que estaba ahogando a un hombre. Las otras mujeres hicieron una ovación y comenzaron otra vez a cantar, esta vez más fuerte, casi escandalosamente. La mujer pálida mantuvo el palo dentro del arroyo, que seguía expandiéndose. Ahora, el agua se movía más rápido, su anchura era cinco veces del tamaño que había sido, su movimiento formaba rápidos que hacían espuma y salpicaban burbujas blancas. Después pasaron varios momentos incomprensibles que incluso ahora sostengo que han sido los más intrigantes de mi vida.
No puedo decir dónde estaba o qué ocurría a mi alrededor. Sentía, pero no podía percibir del todo un extraño cielo verde y rayos atronadores, nieve y lluvia y rayos de sol al mismo tiempo, campanas que sonaban con música distante, energía tan profunda como los huesos, un aire gélido y fresco. Podía oír, pero no sentir, que yo reía. Después, de repente, pareció que había olvidado cómo respirar, que mis pulmones habían hecho una pausa a medio movimiento, como si alguien los hubiera apretado con un enorme puño. Me descubrí tosiendo, incapaz de rechazar el líquido repentino que me llenaba el pecho, que avanzaba por detrás de mi nariz, fluyendo a través de mí como si fuera una tubería, una fuente. Tuve arcadas y sentí que una mano fuerte me golpeaba la espalda. Sentía el cuerpo ardiente, la piel me cosquilleaba por falta de aire.
Las violentas arcadas cesaron. Matthew me golpeó la espalda y volví en mí. Parpadeé hacia las mujeres y descubrí que se habían transformado junto con el agua: ahora eran niñas. Simples niñas que tenían trajes de baño y jugaban en el río, salpicándose unas a otras y riendo. No vi ninguna señal de la niña con la mancha color vino, de la mujer con los enfermizos labios azules. Rafe estaba arrodillado en la ribera de un río recientemente formado, haciendo una copa con las manos para beber. Permanecí atrás con Matthew.
—¿Qué te pareció eso? —le pregunté, haciendo un esfuerzo por recuperar la respiración.
—¿Esto? —hablaba en voz baja—. Supongamos que el agua es segura, si están nadando aquí, aunque le recomendé a Rafe que no brincara para reunirse con ellas. Es sorprendente que las hayas escuchado desde el camino. Habríamos pasado de largo si no hubieras seguido el ruido.
—No. —Negué con la cabeza—. Me refiero a los… cambios… los colores… a la manera como el agua… cuando esas mujeres… —Me detuve. Matthew me miraba con curiosidad.
—¿Tu ataque de tos de ahora?
—Sí. No. No sé… —El frente de mi playera, mis zapatos, todo estaba tan seco como el pasto que tenía delante de mí. No había señal evidente de una lucha, ninguna manera de explicar mi experiencia sin resaltar la diferencia entre mi cuerpo y el de las niñas que estaban en el río, no había manera de describir mi cuerpo sin mostrarle lo poco que lo comprendía verdaderamente. Negué con la cabeza y fui a reunirme con Rafe junto al agua.