Lucy regresa al claro y descubre a la muchacha de ojos negros enderezada, sentada con las piernas colgando sobre su cama de piedras. Le ha quitado todas las plumas a la avecilla aplastada («Me quiere, no me quiere») y yacen a su alrededor, dispersas, como un suave anillo de hadas. El cadáver del pájaro cubierto de costras está tirado junto al corzo muerto, que ya se desintegró totalmente sobre el sotobosque; los únicos restos de su historia son sus costillas amarillentas y sus cuernos simétricos.
Lucy aparta un montoncito de plumas y se arrodilla en frente de la muchacha de ojos negros, alzando las manos hacia ella: «Por todo, te agradezco».
La muchacha de ojos negros está más fuerte, pero todavía no es lo suficientemente fuerte como para reírse de Lucy, de la pomposidad de sus rituales, de la solemnidad con la que habla. Ella aprieta las uñas mal cortadas, demasiado cortas, para causar dolor, en las palmas de Lucy y escucha que ella toma aire rápidamente. Inclina la cabeza hacia un lado y sonríe.
Lucy endereza los hombros. Se señala a sí misma y dice lentamente y con fuerza:
—Lucy.
Qué aburrido. La muchacha de ojos negros se aclara la garganta y trata de hablar, pero solo es capaz de emitir el tipo de gruñido animal que confirma la suposición de Lucy.
—Hay tanto que enseñarte. —Los ojos de Lucy brillan—. Tanto que las dos podemos crear.