Lucy ayuda a la muchacha de ojos negros a levantarse, camina con ella alrededor del claro, le quita el cabello de los ojos. Los pájaros del bosque abandonaron el claro y, con sus canciones deliberadamente ausentes, sus pisadas son los únicos sonidos cercanos: los de Lucy, firmes y pacientes, los de la muchacha de ojos negros, inexpertos y débiles. Están en la séptima vuelta cuando la muchacha de ojos negros cae hacia adelante. Se le oprime el pecho. Otra vez, se siente como si la hubieran sumergido en el agua. Los vistazos de cielo azul se reemplazan por un verde brillante y celestial. Un estallido de truenos. El sonido distante del tráfico de una ciudad: cláxones de carros, alarmas de sirenas. La muchacha de ojos negros se ríe y su propia voz es más aguda de lo que habría imaginado. Levanta la barbilla y ve un cielo iluminado por la luz de las estrellas.
Después, la escena desaparece y la muchacha de ojos negros está de vuelta en el claro, consciente de sus pechos, una chispa bajo el estómago. Una nueva especie de deseo, urgente y profundo. Un hambre que empieza en su entrepierna y se eleva hacia arriba: la orden de tomar todo lo que desea. De extraer sangre de sus dedos y succionar la médula de los huesos. De mordisquear lóbulos de orejas, lamer el sudor de la piel. De devorar.
Lucy se queda inmóvil donde está, incapaz de ocultar su ansiedad.
—Hola —dice la muchacha de ojos negros mientras se lame los labios húmedos.