18

La habitación del hotel era muy parecida al vestíbulo: sofocante y anodina. Tenía dos camas individuales con patas de cobre, cubiertas con cobijas ásperas de flores. Las camas se veían aún menos cómodas que la alfombra del suelo, que presentaba marcas de un aspirado reciente, rayas disparejas como cosechas mal sembradas. Un escritorio de plástico gris sostenía un montón de folletos con sugerencias de qué hacer mientras se visitaba la ciudad. Sobre un buró había una televisión, la primera que veía en persona, que solo tenía estática una vez encendida.

En cualquier otro momento, me habría dado emoción explorar este nuevo entorno, por simple que fuera, pero mi entusiasmo se había atenuado por el sabor amargo que había dejado la partida de Matthew. Sentí ansiedad por nuestra falta de resolución, junto con la emoción creciente por la reunión con mi padre. ¿Había sido extremadamente cruel con Matthew? ¿Peter se enojaría por haberlo apartado del camino, por no poder acatar sus órdenes de precaución?

Pensé en la señora Blott, la familiar de Matthew, tuve una mala premonición de que él sufriría un destino similar. La fiebre que yo había abatido podría regresar. Su cansancio podría conducirlo a tener un accidente. Quise correr detrás de él, atravesar el edificio para disculparme, rogarle que me explicara sus motivos en ese momento junto al agua. Me contuve.

—¿Por qué no usas el baño tú primero? —Me ofreció Rafe, mientras abría una puerta que no me había dado cuenta de que llevaba a un pequeño baño con una regadera diminuta, una toalla blanca lisa, un espejo manchado en el que podía examinar plenamente los estragos que el viaje había tenido en mi rostro. Le di las gracias y me encerré, recordando de repente que estaba en una habitación de hotel con Rafe. La batalla que había estado evitando durante los últimos días ahora me había caído encima.

Tenía que hacer un gran esfuerzo si quería parecer atractiva, empezando por los asuntos básicos de higiene que había descuidado estos últimos días. Afortunadamente, todo era seguro en el baño para que lo tocara y no solo después de haber sido refinado por el trabajo humano: los muebles eran de porcelana, las llaves de metal. Nada aquí vivía, lo que significaba, en consecuencia, que nada podría morir. Toda la habitación, y también la ciudad, me di cuenta, era artificial, lo que me parecía aún más extraordinario que si hubiera estado muerto. Las cosas muertas viven por el paso inevitable del tiempo, de no ser por la aceleración de mi toque; al final, su decadencia y disolución se convierten en alimento de sus sucesores, y nutren una nueva vida. Estas cosas eran todas la extensión de lo que serían para siempre. Habían alcanzado el pináculo de su existencia y me sentí triste por ellas.

Me imaginé que Rafe estaba conmigo mientras me bañaba, imaginé que el agua caía sobre sus hombros, mi boca sobre su cuello, mi lengua contra sus dientes. Me pregunté si él se estaba imaginando lo mismo. Cuando volví a la habitación, él estaba sentado en una de las camas, hojeando un cuaderno. Se oía el murmullo de la televisión, la estática ondulante se disolvía cada pocos minutos en rostros borrosos y decolorados, como si las personas atrapadas dentro de sus cables se esforzaran por salir, pero no lo lograran del todo. «Ayúdales», pensé, aunque sabía que no había verdadera necesidad. Había una charola con una tapa sobre el escritorio, encima de los folletos de turismo.

—Has de estar muriéndote de hambre —dijo Rafe—. ¿Puedes creer que este lugar tiene servicio a la habitación? —Torcí la boca, confundida—. Servicio a la habitación —repitió Rafe—, te entregan la comida a tu cuarto desde la cocina del hotel. Toma… —Se levantó y me ofreció su brazo para acompañarme al escritorio. Como los dos llevábamos mangas largas, lo tomé del brazo y dejé caer la mano.

Rafe me ofreció la silla de plástico del escritorio y me senté, emocionada por la cena, aunque me sentía cada vez más inquieta, desesperada por la presión de nuestra intimidad, por la forma como se lamía la salsa de los labios, por la manera como inclinaba la cabeza hacia el aparato incoherente de la televisión. La tensión entre donde Rafe estaba sentado en la cama y mi lugar en el escritorio se hizo cada vez más grande y difícil de ignorar.

—¿Ya supiste algo de Peter? —pregunté, ansiosa por ver a mi padre y temerosa por lo que pudiera ocurrir si nadie intervenía.

Rafe negó con la cabeza.

—Le pedí al tipo de la entrada que nos avisara. Lo va mandar aquí cuando llegue. ¡Relájate! ¡Es tu primer hotel! Estoy seguro de que va a llegar pronto.

Sonreí y traté de estar de acuerdo, pero no pude sentirme tranquila.

—No tienes de qué preocuparte. —Rafe sonrió y saltó de repente de su asiento. Recogió nuestros platos usados y los apiló sobre la charola; después tomó una tetera de plata brillante—. Toma un poco de té. —Me ordenó, sirviéndomelo. Asentí y me llevé la taza a los labios una vez que la dejó frente a mí. La bebida tenía la temperatura perfecta pues se había enfriado mientras comíamos y sabía a regaliz con algo de fondo, una especie de hierba más dulce. No era mi sabor preferido, pero no quería ser grosera. Seguí bebiendo.

—Dime más sobre lo que esperamos hacer con Peter. Qué vamos a hacer cuando llegue —dije, haciendo un esfuerzo por mantener una conversación inocua.

Rafe se encogió de hombros.

—Mi parte no es tan interesante. Solo voy a hacer lo que tiene que hacerse. —Cuando las nubes se despejaron en el cielo azul, sus ojos adoptaron una repentina intensidad. Me miró directo a los ojos e hizo que me estremeciera—. Es importante que recuerdes, Maisie, que cuando llegue el momento todos vamos a hacer lo que tengamos que hacer.

No entendí a qué se refería, pero antes de que pudiera pedirle que se explicara, un ruido de choque llegó de la calle bajo la ventana de la habitación: el escape de una camioneta, el rechinido de unas llantas. Dirigí la mirada hacia el ruido y sentí que se me retorcía el estómago y que la cabeza me daba vueltas. Mi cuerpo se resbaló sobre la silla; sentí que me atrapaban las grandes manos de Rafe, que apretaban las mangas de mis brazos y me daban la vuelta.

—Recuérdalo —dijo, sus ojos como dos alfileres, su voz áspera.

Después de eso, yo iba cayendo y todo estaba a oscuras.