19

Me soñé como una niña muy pequeña, jugando en el bosque junto a Urizon. Estaba corriendo y Marlowe estaba conmigo; perseguíamos una figura resbaladiza que se escabullía entre los robles, las rocas y los álamos, siempre adelante de nosotros, siempre fuera de nuestra vista. No podía distinguir qué era, pero sentía que era una parte de mí o, más precisamente, que yo era parte de ella, una de sus pertenencias, una pieza que se le había soltado y que ahora estaba atrayendo a casa. Me susurraba: «Ven».

Correr era maravilloso, el aire vibraba a través de mi cuerpo en estallidos largos y encantadores, los árboles de aroma dulce pasaban a mi alrededor. Yo me reía y Marlowe ladraba, y nuestra hechicera resplandeciente danzaba entre los árboles que teníamos delante. Me sentía eterna.

Después me tropecé con la gruesa raíz de un árbol, un dedo de gigante que se extendía como un castigo. El cielo claro se llenaba de nubes. Daba tropezones y me detenía con las palmas de las manos, sentía que el suelo del bosque cruel me rasguñaba las muñecas. Estaba sangrando. Cuando alcé la mirada, vi que ahí estaba Rafe, en silencio, observándome. Con él estaban Matthew, Ginny del taller mecánico, la señora Blott. La madre Farrow también estaba ahí, el abogado, el hombre del hotel y la pequeña Colette con sus hermanas. Casi todas las personas vivas con las que me habían encontrado alguna vez se habían plantado en una fila, como flores de jardín. Me observaban con el ceño fruncido, desaprobadoras.

Mi sangre se mezclaba con la sangre de la tierra, con el suelo, y esa tierra polvorienta y seca se volvía fértil.

Me quedaba ahí acostada sobre el suelo del bosque con las manos en la tierra, las muñecas manchadas de rojo. Las miraba, las sostenía extendidas como si esperara a que me ataran, y la sangre se deslizaba lentamente por mis palmas hacia mis dedos, como lágrimas que caían a la tierra.

Al final, aparecía Peter con el cabello alborotado y los lentes torcidos. Se arrodillaba a mi lado, dándoles la espalda a los que observaban, mis jueces, la multitud. Envolvía mis muñecas con una venda fría y limpia. Arriba, en lo alto, sobre los árboles, veía de reojo que la figura brillante relampagueaba sobre las ramas, volteaba y volaba por el cielo.

Desperté en una habitación pequeña y húmeda frente a las aspas de un ventilador de pie de plástico gris, cuyo rostro crujía hacia un lado y después hacia el otro, observándome como un conductor que se entretiene con un accidente. En un rincón había un sencillo catre de metal. En otro, un excusado sin tapa. Me dolía el cuerpo. Estaba sola. Tenía las muñecas atadas con un metal frío.

Conforme el miedo hacía que aumentara mi ritmo cardiaco, sentí que me debilitaba y traté de respirar lentamente para tranquilizarme.

—¿Rafe? —llamé—. ¿Peter?

Nada.

—Bueno, está bien —dije, tratando de mantener la voz firme.

Me estiré para examinar mi cuerpo. Me habían quitado las medias. Me sentía exhausta y adolorida, furiosa y palpitante tanto por dentro como por fuera. Tenía los brazos y las piernas cubiertos de moretones verde amarillentos y morados, no eran recientes. En la articulación del brazo derecho tenía una bola gruesa de algodón pegada a la piel con tiras de cinta. Me ardió cuando flexioné el brazo y me sacudí el envoltorio para descubrir la causa: una marca rosa e hinchada sobre la vena.

Antes de que pudiera seguir explorándome, escuché un ruido que provenía de afuera. No me dio tiempo de tratar de reemplazar la venda, así que volví a mi rincón y regresé a mi posición previa, cerrando los ojos a medias, de manera que pareciera dormida, pero que pudiera observar mi situación. Había leído novelas en las que las prisioneras engañaban a sus captores de esa forma y rebusqué entre mis recuerdos en busca de lecciones que pudiera utilizar. Mientras tanto, me esforzaba por respirar lenta y profundamente.

Los sonidos que escuchaba venían de dos figuras que entraron a la habitación vestidas de los pies a la cabeza con uniformes blancos; llevaban lentes protectores y máscaras que ocultaban todo su rostro, salvo la frente.

—Mira, se le cayó la venda —dijo el primero—. Tenemos que atársela más fuerte después.

¿De dónde conocía esa voz? Era una voz arrastrada pero al mismo tiempo desconocida y familiar.

—Tiene mal aspecto —dijo el segundo—. ¿No crees que le sacamos demasiada sangre?

—Está respirando, ¿no? Vamos bien.

Sentí que se me retorcía el estómago. Con los ojos cerrados a medias, miré otra vez la habitación y encontré dos pequeñas ventanas, que alguien había limpiado recientemente, enmarcadas muy alto en una pared. En el techo sin acabado habían metido almohadillas rosas aislantes.

Uno de los hombres se acercó y alzó mi mano que, por las esposas, jaló a la otra con ella.

—Qué lástima. —Suspiró. Podía sentir la suave textura de sus guantes contra mi piel.

De repente, un dolor agudo me perforó el brazo adolorido y abrí los ojos. El hombre había insertado una aguja larga en la articulación rosada de mi codo, una aguja conectada a un tubo largo, a través del cual ahora giraba mi sangre, que recogían en un frasco de cristal del tamaño de una de las latas de mermelada de mora azul de la señora Blott. Se me aceleró el corazón, bombeando la sangre más rápido, llenando los primeros centímetros del frasco.

El hombre con la aguja me miraba a través de los lentes de plástico. Sus ojos azules se encontraron con los míos. No pude evitarlo. Grité.

Se sobresaltó y su confusión me dio tiempo para actuar. Jalé mi brazo y dejé adentro la aguja, pero alcancé a separar el tubo.

—¡Coulton, haz algo! —Se inclinó para atrapar mis brazos y me apretó hasta que una fuente de sangre salió por la aguja rota—. ¡Apúrate!

—En eso estoy —respondió el otro hombre, seguramente Coulton, dándome la espalda de manera que era imposible ver con exactitud lo que hacía. Me sacudí, pataleé y grité, tratando de hacer todo lo que estuviera en mi poder para escapar de las manos del primer hombre.

—¡Matthew! —grité—. ¡Peter!

El hombre sostuvo mis brazos con sus manos como tenazas, me pellizcó la piel, apretándome con dedos crueles. Se me fue haciendo más difícil luchar contra él; con la pérdida de sangre, mi cuerpo se cansó.

—Apúrate, ¿quieres? —dijo entre dientes.

Coulton se rio, se alzó la máscara y vi que era el hombre del hotel. ¿Cómo no me había dado cuenta? Estaba sonriendo, con el diente muerto brillante, las mejillas con barba de varios días brillantes de éxito, las manos sobre las caderas como si supervisara su pequeño reino, y de repente me odié a mí misma por mi olvido. Ya había visto a este hombre, no mucho tiempo atrás, afuera de la tienda de Holzmeier en Coeurs Crossing, terminando una entrega, apretando la mano de Rafe. El logo rojo del pecho, que había pasado por alto, anunciaba con orgullo su afiliación: Beaufort Logistics en cursivas rojas. Ese apretón de manos que había entrevisto…

Tragué saliva con fuerza. No podía ser, no podía ser.

Mientras Coulton preparaba una jeringa llena de un líquido claro y, para mi vergüenza, me alzaba el vestido para descubrir mi muslo, di una última sacudida a mi cuerpo y grité por ayuda por última vez.

—¡Peter! —Me ardía la garganta—. ¡Rafe!

Después, el líquido entró a través de mi piel y sentí que me volvía más suave, sentí que el sueño caía como una cobija sobre mi mente. Volteé la cabeza para echar una última mirada de furia a mi público y vi que el primer hombre también se quitaba la máscara.

Él conservaba los puños cerrados en los bolsillos, el rostro duro, la boca una línea. Sus ojos no veían directamente a los míos. Asintió hacia Coulton, antes de reconectar mi tubo. Tenía manchas rojas de mi sangre en los guantes.

Conforme caía inconsciente, conforme mi cuerpo se sentía más remoto, viejo y nada, volví a murmurar su nombre: «Rafe».