Al principio, me niego a admitir la realidad de mi situación. Me aseguraba a mí misma que no estaba atrapada ahí, que en cualquier momento podía llamar a Rafe y él me explicaría que todo había sido un fantástico malentendido. Peter llegaría en cualquier momento y nos reiríamos de lo asustada que me había sentido, de cómo me había imaginado presa. En preparación para ese momento, completamente abrumada, traté de forzar una risa, una carcajada, cualquier sonido familiar que arrojara luz a lo que había ocurrido, que le mostrara a quienquiera que me observara que estaba al tanto de que era un juego. En lugar de eso, vomité mi almuerzo en un rincón y después lloré hasta que me quedé dormida.
Cuando volví a despertar, estaba decidida a ser más fuerte. Segura de que podía salvarme a mí misma; iba a concentrar toda mi energía en desatar las esposas de mis muñecas. Me contorsioné hasta que mi piel quedó en carne viva, con la esperanza de encontrar algún ángulo que me permitiera deslizar mis manos fuera de ellas, en cuyo punto me imaginaba que podría hacer lo mismo con la puerta. Cuando ese plan fracasó, me despostillé un diente tratando de romper los amarres y la aspereza que dejó la falta de esmalte me conmocionó y tuve que reconocer mi circunstancia: estaba atrapada. Era completamente vulnerable. Me picaba la piel y empezaba a sudar, a pesar del frío del suelo de concreto y las paredes desnudas, del zumbido del ventilador indiferente que se movía en un rincón. Después de un momento, desapareció cualquier tipo de calidez que mi ira hubiera provocado y me ovillé en el catre abultado, temblando.
Deseé estar acurrucada bajo una cobija de Urizon, con Marlowe acostado a mi lado, escuchando el golpeteo familiar de la lluvia sobre el techo. Deseé que estuviera sosteniendo una hoja de pasto verde en el bosque, con la tierra suave y ligera debajo de mi cuerpo, los árboles guiándome a casa. Deseé estar sentada en la cocina de la señora Blott mientras hervía agua para el té, casi pude ver la tensión del delantal estirado alrededor de su cintura, el movimiento de su chongo gris mientras me aseguraba que podía curar cualquier mal que me aquejara.
Desde luego, ahora ella no podía ayudarme. La señora Blott, mi madre, ninguna de las dos estaba oculta en las cornisas de las ventanas altas y estrechas a punto de saltar adelante y conceder mis deseos. Marlowe no vendría a olisquear y rascar la puerta de mi prisión, como rezaba que hiciera. Matthew y Peter no bajarían en estampida por las escaleras del sótano para exigir una retribución. El bosque no se extendería para reclamarme. No había nada orgánico sobre lo cual pudiera usar mi cuerpo: las habitaciones estaban limpias de cualquier rastro de tierra o gérmenes, ya no digamos de vigas o ebanistería. La única vida ahí era la mía.
Mi propia vida y después la de Coulton cuando entró para hacer su cosecha, apareciendo de repente detrás de mí mientras dormía, torciendo mis brazos amoratados para reunir la sangre. Su aliento era agrio y su masa aumentaba la temperatura de la habitación, normalmente fresca. Tenía una energía avariciosa que succionaba a los que estaban a su alrededor, una corriente de carisma que era difícil de resistir. La primera vez que llegó estaba demasiado conmocionada para hablar, demasiado pasmada por las drogas y la pérdida de sangre para procesar lo que estaba haciendo. Pensé que debía estarme imaginando cosas. ¿Para qué querría mi sangre? Había tomado demasiada para estarle haciendo pruebas simplemente. Para la segunda vez que fue, vi que no me había equivocado.
—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunté directamente, tratando de sonar razonable, como si fuera una conocida casual que preguntara por el clima o por lo que habría para cenar—. Si me lo dices, quizá pueda ayudarte.
—¿Qué, ahora estás cooperando? No me engañas, salvajita. —Coulton estiró el puño de un guante de goma sobre su muñeca y me metió la aguja en el brazo sin mayor advertencia. Ahogué un grito—. Eso es lo que te ganas.
—Por favor, no tienes que hacer esto —murmuré—. Te diré lo que quieras saber.
—¿Tienes? —Coulton se inclinó hacia mí y me acarició la mejilla con un dedo enguantado. Cuando ese dedo llegó a mis labios, apretó hacia abajo con fuerza—. Tienes —dijo para sí mismo, sonriendo.
En su segunda aparición, le escupí con la esperanza de asustarlo. No tenía una idea clara de lo que estaba haciendo, pero por las precauciones que tomaba cuando se me acercaba supuse que tenía claros los peligros de mi cuerpo. Cuando se rio en respuesta, traté de hacer que se tropezara al acercarse hacia mí con la aguja; traté de sacudir el brazo cuando relajó su fuerza. Después de fracasar, me di la vuelta con un gesto de frustración.
—¿Dónde está Rafe? —dije, observando la pared, con voz más débil de lo que quería—. Necesito hablar con él.
—Ah, lo necesitas, ¿no? —Coulton sonrió y me levantó del catre de un jalón. Me jaló varios metros, incómodamente esposada—. Bueno, en ese caso, su majestad, solo hay que convocarlo. —Giró la parte superior hacia el frasco de sangre que había recogido y jaló la aguja de mi brazo en un ángulo que me estiró la piel, ya adolorida. Abrí la boca para protestar, pero me hizo callar un rápido golpe en la espalda, una nalgada en un lugar que Coulton habría elegido para pegarle a una amante o a un niño. Me tembló el labio, pero estaba decidida a no permitir que me viera llorar.
Salió por un momento y después regresó con un plato azul despostillado con un poco de pan, un vasito de papel con varias pastillas de tamaño mediano y una taza de agua turbia.
—Tómate las vitaminas antes de comer —dijo antes de azotar y volver a cerrar la puerta con llave—. La comida va a ayudar a que no las vomites.
Olí el pan y lo aparté. Tiré las pastillas en el excusado roto que había en el rincón de la celda. Mi cuerpo no podía permitirme rechazar el agua, así que me la bebí, despreciando cada trago.
El tiempo pasó. Mientras entraba y salía del sueño, notaba las sombras viajeras que se proyectaban a través de mis dos ventanas, las asquerosas charolas de pastillas que no me tomaría y la comida que no comería: primero un plato de sopa fría, después una ensalada sencilla, después una especie de pasta remojada.
No confiaban en darme un tenedor y parecían saber que no podía usar los dedos, así que me dejaron una cucharita de plástico con la que tenía que evitar que la comida tocara mis labios. Los bordes estaban lo suficientemente duros como para partir la pasta en pedazos más pequeños, pero no bastante como para usarla de arma.
Coulton entraba a varios intervalos para sacarme sangre y regañarme por mi letargo. En algún punto, me di cuenta de que estaba drogándome; mantenerme alerta era un enorme esfuerzo. Mi siguiente recuerdo plenamente consciente fue el de su enorme masa sobre mí, insistiendo en que comiera.
—Rafe tenía razón sobre ti, ¿no? —Coulton tenía la cara cubierta, con excepción de los ojos, que parecían regodearse de mi confusión—. Eres una criatura peleonera al principio, pero no te preocupes, pronto te vamos a quebrar.
Lo miré con rabia y rechacé el caldo caliente que me ofrecía, así como la pequeña parte de mí misma que se sentía agradecida por su compañía después de todas las horas a solas.
—Como quieras. Solo recuerda que la alimentación forzada es un asunto desagradable. Es mejor que tomes el almuerzo por la boca que por un tubo en la garganta.
Miré mis brazos, picados de agujas y moretones, y me imaginé el resto de mi cuerpo sometido a una fuerza similar. Había leído la historia de las sufragistas a las que habían atormentado en las prisiones de la ciudad, a las que les habían obstaculizado las huelgas de hambre, les habían llenado la boca de acero, les habían metido un tubo fálico por la garganta para mandar hasta el estómago el líquido que se resistían a pasar por voluntad. Me estremecí.
Odiándome por mi cobardía, tomé la taza y me bebí la sopa salada.
—Buena niña —dijo Coulton. Se arrodilló para picar la articulación de mi brazo. Había una porción suave de frente que brillaba entre sus lentes y el gorro que le cubría el cabello: «Mi única oportunidad de escapar», pensé, si tan solo pudiera tocarla. Mientras él silbaba, fea y desentonadamente, me imaginé el chillido que haría cuando descubriera que había sido más lista que él, que lo iba a matar. «Eso iba a ocurrir», insistí para mí misma, tenía que ocurrir.
La sopa era demasiado pesada para mi estómago vacío y me la tragué demasiado rápido. Tosí y se regresó junto con una bilis salada y aceitosa que se diluyó en el frasco de mi sangre. Coulton alzó las cejas y no dijo nada. Tiró la prueba arruinada al excusado y salpicó todo el asiento.
—Bueno, lo volvemos a intentar en una hora —dijo antes de irse.
Miré fijamente el excusado durante horas, en espera de los quejidos que indicaran el movimiento de las tuberías. Observé la grieta bajo la puerta en busca de sombras que me dieran alguna especie de pista del espacio que había más allá. Incluso conté las manchas de la pared, rezando porque cada esfuerzo arrojara diferentes resultados, que algo fuera diferente en la habitación de alguna manera, mágicamente. Nunca era así.
Cada vez que escuchaba un cuerpo en las escaleras, me preparaba para la aparición de Rafe, pero si me visitó alguna vez fue solo mientras dormía. Ese pensamiento me llenaba de cólera, que Rafe se parara sobre mi cuerpo tendido bocarriba, que las manos enguantadas de Rafe me pincharan y me exploraran sin mi permiso. Que Rafe se riera de su fortuna, de mi estupidez. La sombra de Rafe acechando, clara y retorcida, contra el muro gris del sótano.
Pensaba sin cansancio en los acontecimientos que habían llevado a mi captura: lo que Rafe debía haber sabido, lo que debía estar pensando. No podía repasar nuestro viaje juntos, sin arder de vergüenza. Y pensar que había imaginado que le interesaba en un sentido romántico. Y pensar que lo había seguido por voluntad. Y pensar que había abandonado a mi padre a un destino desconocido. Pues cada día que pasaba me afirmaba con mayor fuerza que nuestra aventura había sido un artificio, que no había un ritual antiguo, ninguna tarea para curar la tierra. Rafe me había puesto una carnada con una historia idiota sabiendo que no la cuestionaría, sabiendo que caería, sabiendo que al final me tendría para él solo.
Me lo imaginaba en el bar local, riéndose con Coulton, alardeando sobre lo fácil que había sido seducirme. «Le voy a decir que hay una profecía». Las llamadas que había hecho cada noche a lo largo de nuestro viaje probablemente eran para contarle nuestro progreso a Coulton. No había una familia preocupada a la que tuviera que darle noticias. No había espirales. Debió haber escuchado que Matthew preguntaba sobre el mapa en la tienda de Holzmeier y había sabido exactamente cómo engañarnos. ¿Siquiera eran reales las cartas de Peter? «Le voy a decir que también estaba tratando de encontrar a su padre y ella se va a tragar la historia completa. Qué boba. Qué fácil». Volvía a repasar la escena en mi cabeza, una y otra vez: Rafe carcajeándose, la espuma de su bebida mientras brindaban por mi ingenuidad, el resto de los comensales del bar juzgándome, completamente entretenidos. Rafe se había estado burlando de mí desde que nos conocimos, una vez que se dio cuenta de que era imprudente. Y yo, tonta, vanidosa como era, pensé que me deseaba. Que, quizá, podía amarme.
Sin embargo, lo único que Rafe quería era mi sangre, aunque no podía adivinar qué hacía con ella. Claramente, por sus precauciones, Rafe y Coulton eran conscientes de mi maldición.
—¿Cómo? —le grité a la puerta cerrada—. ¿Cómo sabían? ¿Qué están haciendo? —Pateé el excusado del rincón hasta que los dedos de los pies se me pusieron verdes y morados. Di vuelta al colchón, gimiendo hasta que sentí la garganta abierta. Nadie vino; nadie estaba escuchando.
Cerraba los ojos y tenía visiones del extraño día en el bosque. Cómo se había sentido la corteza del árbol contra mis dedos, cómo el canto de las aves me había estado llamando, cómo después soñé que el bosque me llamaba a casa. Asustada, había pensado que esos sueños eran el peligro. Cómo deseaba ahora estar atrapada ahí, entre la tierra y los capullos, enredada en los arbustos de espinas, con las muñecas atadas por enredaderas en lugar de metal. Una parte amarga de mí murmuraba que habría podido explorar ese bosque libremente de no ser por el irresistible deseo que sentí por Rafe, que superó mi sentido común.
El pensamiento que más me dolía mientras observaba el techo o picaba el relleno magro de mi catre, la verdad que era peor que cualquier puñalada de la aguja de Coulton, era la obviedad de mi propia culpabilidad. Sin duda, Rafe había interpretado su papel, pero yo me había entregado al mío sin hacer preguntas, ávida por presentarme a mí misma como la tonta ingenua. Como había demostrado desde mi peligrosa gestación, desde el momento en que el corazón de mi madre dejó de latir, yo solo era capaz de la destrucción. Había sido descuidada, me había salido de control, había seguido mis deseos de manera despreocupada. Mi padre había tenido razón en ocultarme durante tanto tiempo. A pesar de una vida de advertencias, claramente había puesto mi confianza donde no debía y, como Peter había predicho, me había destruido.
Las novelas de romance de la señora Blott enseñaban como una verdad que algunos hombres rompían los corazones de las muchachas. Yo siempre había pensado que esas mujeres eran simples, ingenuas, cegadas por la galantería de sus pretendientes con malas intenciones, que daban la vida entera a sus hombres y solo se quedaban con el corazón roto. Y, sin embargo, eso era precisamente lo que yo había hecho, permitir que unos ojos de pestañas largas y una mandíbula angulosa me alejaran del camino de las enseñanzas de Peter.
¿Y dónde estaba Peter? ¿Qué le había ocurrido a mi padre? Sabía incluso menos de su paradero que antes de dejar Urizon. ¿Estaba enfermo en algún lugar? ¿Estaba esperando a que fuera por él a cui-darlo? ¿Había muerto? ¿Me había abandonado voluntariamente para vivir una vida sin la carga de mi cuidado, de mis preguntas, de mi maldición? ¿Podría tener la menor idea de que estaba atrapada ahí, en esa habitación sin aire, sin manera de buscarlo? ¿Que ni siquiera mi cuerpo me pertenecía? Mi estúpido cuerpo, cuya lujuria e imaginaciones nocturnas habían terminado con mi buen juicio, a pesar de las evidentes advertencias que ahora veía con claridad, a pesar de las abiertas dudas de Matthew.
Cómo me dolía pensar en Matthew, quien se había esforzado tanto por protegerme. Él había sido mi único aliado y le había ordenado que se fuera cuando sus consejos corrieron en contra de mis deseos. Matthew se había ido sin despedirse, en tan malos términos que ni siquiera había volteado a verme para no observar cómo caía en la que él sabía que era una trampa.