En el mundo exterior es el punto máximo del verano: la noche en la que la oscuridad casi desaparece del todo, en la que meten a los niños a la cama bajo la sorpresa de un sol que ha conquistado el cielo. Aquí en el bosque es eternamente la misma lenta tarde de verano; las mujeres Blakely continúan con sus labores —Emma trata de atrapar un ratón del bosque, Mary se escarba los dientes con una rama—, sin darse cuenta de que es una de las dos únicas noches del año en que el velo se abre sin un sacrificio de quienes van a entrar, una de las dos noches en que los habitantes del pueblo pueden entrar: los árboles reclaman sus cuerpos, alteran sus mentes.
La muchacha de ojos negros observa a las mujeres —Imogen arrodillada en una plegaria, Kathryn trata de darse placer sobre el tronco de un árbol— fascinada por todo lo que ellas no ven a pesar de los muchos años que han tenido para perfeccionar su visión. Estas mujeres Blakely atrapadas no son diferentes a los habitantes del pueblo que viven afuera del bosque y llevan a cabo sus anticuados rituales. Los que piensan que la tierra se mueve como resultado de sus acciones, en lugar de provocárselas. Los que piensan que caminar en una espiral tiene importancia, que los cuentos se cuentan más para quienes escuchan que para quienes cuentan.
La muchacha de ojos negros observa que Lucy trata de hacer una poción de moras y corteza, que Helen trenza una cuerda de enredaderas. Regresa a su claro, se sienta con las piernas cruzadas sobre su tarima, hunde las uñas en la madera y saca virutas perfectamente curvas, del tipo que Lucy no es capaz de crear. Sonríe cuando las astillas le hieren las palmas y acerca las manos a la luz. Ella no trata de sacarse los pedazos de madera.
Cuando los hombres entran (solo dos esa temporada: uno con barros y sin pelo, el otro tan alto que tiene dificultad para avanzar entre los árboles), la muchacha de ojos negros cierra los ojos e inclina la cabeza para escuchar. Escucha el deleite de Kathryn, su respiración pesada cuando le dice al más joven: «Ven». Escucha que el otro se enreda en la tela de una araña, una red de mil años de edad, de fibras pegajosas que se extiende de un antiguo árbol a otro. Su respiración es tan rápida y pesada, sus gemidos de miedo tan diferentes de los gemidos de placer de su vecino. Sin embargo, cuando la tarde acabe, este hombre no va a liberarse.
Alys entra en el claro de la muchacha de ojos negros con la boca cerrada por los recuerdos. La manera como la muchacha de ojos negros está sentada con las piernas dobladas hacia adentro, con la cabeza inclinada de manera que el cabello le cae a un costado, los ojos totalmente cerrados, pero temblando ligeramente: Alys se imagina a su pequeña prima Madenn en comunión con el bosque, sumida en las profundidades de una visión. Recuerda el brillo del fuego, el oro de su cabello, la maravilla en los ojos una vez que se abren.
La muchacha de ojos negros no necesita abuelas ni madres que le enseñen las delicadezas del bosque. No necesita libros que le cuenten cómo hacer comunión con los árboles. La muchacha de ojos negros es parte del bosque que la creó; es el cambio, la diferencia, el elemento del azar requisito de cualquier evolución. Incluso ahora, puede abrir el bosque a su voluntad, como lo hizo para Peter Cothay. Pronto, una vez que conozca su condición de mujer, el bosque se abrirá para todas las mujeres Blakely. La estación va a cambiar por fin.
Cuando está lista, la muchacha de ojos negros abre los ojos. Saluda a Alys con un asentimiento lento y cómplice.