21

En los días que siguieron, horas de ira intercaladas con monotonía: lo soporífero de la habitación sin color, el aburrimiento infinito. La falta de peso de mi cuerpo drogado. El sonido del escurrimiento de mi sangre y los frascos de Coulton. Una canción atorada en la cabeza, una vieja canción de cuna que la señora Blott me cantó una vez, la repetición de las mismas dos líneas de melodía. El rasgueo del ventilador de plástico. Paseaba por la habitación, me inclinaba en los rincones en busca de algún modo de escape. Esperaba a Rafe.

Una mañana, un ratón se escabulló adentro por una grieta en la pared. Me lancé contra él y paralicé a la criatura cuando la toqué. Coulton la sacó por la puerta abierta de una patada antes de que pudiera revivirlo. Pero el ratón tenía que haber llegado de algún lugar y, emocionada, pasé las siguientes horas tratando de picar el yeso y la pintura en busca de su nido. Usé el codo para hacer el agujero más grande y después de lo que me parecieron décadas de trabajo había hecho un pequeño hueco del tamaño de mi puño. Empujé el catre a un lado, tratando de ocultarle mi plan a Coulton cuando regresara a la mañana siguiente.

En cuanto abrió la puerta, Coulton observó mis uñas desgarradas, el catre reacomodado, las motas polvorientas de yeso que no había podido meter en el excusado. Pateó el catre con la bota y reveló mi medio de escape. Pensé que iba a castigarme, pero solo se rio.

—Hay varios metros de concreto después de la tablaroca. Buena suerte abriéndote paso con las uñas. Es más probable que te puedas meter en la tubería o que encuentres la manera de trepar por la ventana.

Seguí su mirada.

Las ventanas estaban por lo menos a tres metros encima de nosotros y no eran ni siquiera lo suficientemente grandes como para meter los brazos si pudiera liberarlos. No pude evitar mi desilusión, mi agotamiento. Golpeé el yeso con el codo a manera de desafío, pero mientras observaba que mi sangre caía en el frasco de Coulton, sentí que mi espíritu se derramaba junto con ella.

Demasiado temerosa para contemplar mi futuro, traté de mantener las esperanzas contándome una vez más las historias de mi infancia. Podía recordar cada etapa de mi vida por las historias que me habían contado. Las historias eran los planos de mi identidad, maneras de moldearme a mí misma y a mi entorno en lo que necesitaba que fuera. Las historias me habían enseñado qué querer y cómo quererlo. Quizá ahora pudieran ayudarme a ser libre.

Me conté a mí misma el cuento de la esposa del leñador, que se perdió en el bosque. Las fantasías de princesas de hadas que engañan a sus captores. Tormentas repentinas que barren a los tiranos malvados de sus reinos. Intenté contar el viejo cuento de la madre Farrow sobre la madre del pueblo que rescata a su hija con una insistencia tonta y fervorosa, como si pudiera salvarme. Como si mi madre, incluso ahora, fuera a salvarme. Pero por cada historia sobre el amor de una madre, había un cuento de cuerpos a los que les drenaban la sangre y de un príncipe confundido. La historia de un niño desobediente.

Uno de nuestros rumores del pueblo, un cuento que nadie podía ubicar pero que todos insistían en que debía ser verdad, lo escuché por primera vez de nuestro abogado, Tom Pepper, durante uno de sus viajes anuales a Urizon para discutir la propiedad Blakely. El señor Pepper, lo sabía, esperaba asustarme con su cuento para que fuera amable, para ahuyentar los malos comportamientos que debía haber planeado. Nunca fui desobediente, siempre traté sus visitas con el respeto que sentía que se merecían por ser el único contacto con el exterior que tenía en la casa, además de la señora Blott y Peter. De cualquier manera, me contó esto:

Había una vez una niñita traviesa que se pasaba de curiosa, forzaba los candados de las alacenas, escuchaba a escondidas, se ensuciaba los vestidos, hacía berrinches tremendos que podían escucharse muy lejos de su casa. Eructaba fuerte cuando tenía compañía. Desenterraba flores del jardín. Corría desnuda por la calle principal del pueblo mientras su madre la perseguía para tratar de meterla al baño. Era una imagen común, decía el señor Pepper, tan común que el carnicero del pueblo pronto aprendió a calcular el momento de cerrar su tienda con el golpe de las pisadas de la niña y los quejidos de su pobre madre, que corría detrás de ella con la toalla del baño volando al viento.

¿Qué podía hacer con la niña? ¿Cómo podía enseñarle a obedecer? Los azotes con la rama de un árbol no la tranquilizaban, ni los regaños estrictos de su padre, ni siquiera los rezos de expulsión para liberar a cualquier demonio que tuviera en el corazón. Cualquier consejo era inútil, la niña no podía ser domada. Los padres, en especial la madre, estaban al borde de la desesperación.

En esos tiempos había una vieja mujer sabia que vivía junto al río y a quien finalmente acudió la madre perturbada.

—¿Qué puedo hacer con mi hija? —graznó la madre cuando llegó. (Graznaba, me imaginaba, porque la voz que hacía el señor Pepper para ella era aguda y rasposa, para nada convincente, pero lo suficientemente distintiva como para que se me quedara en un rincón de la memoria).

—Veamos —dijo la vieja mujer sabia (en un falsete susurrante, marcado de vez en cuando por la tos y el carraspeo del señor Pepper)—. Una niña que no acata las órdenes de sus mayores. En verdad son malas noticias.

—¿Pero qué puedo hacer? —preguntó la madre—. He intentado todo.

La mujer sabia le sonrió con ojos pequeños y brillantes.

—Lleva a la niña al bosque —le dijo—. Dale una cobija para que se acueste y un cuchillo.

La mujer sabia le dio a su madre un hechizo para llamar a los lobos de manera que se acercaran lo suficiente para espantar a la niña, pero no tanto como para herirla.

—Espera en el límite del claro —le ordenó— y cuando escuches que la niña grite no debes acudir a ella. Espera, espera, hasta que no escuches nada. La vas a encontrar dormida. La vas a llevar cargando a casa y nunca más va a volver a darte problemas.

A la madre le pareció una estrategia extraña, pero ya había agotado todas las otras opciones. Llevó a la niña al bosque, le dio una cobija y un cuchillo, y después se retiró a cierta distancia, donde esperaría. Siguió las instrucciones de la mujer sabia, murmuró el encantamiento de los lobos y escuchó los gritos de la niña hasta que cesaron. Después regresó para recoger a su hija durmiente.

Pero la niña no estaba durmiendo. La niña estaba enojada, esperando, lista para atacar. Corrió con todas sus fuerzas hacia su madre, con el cuchillo en la mano, lanzando un alarido del otro mundo. Cortó la mejilla derecha de su madre y después la izquierda. Con otro grito largo, saltó un tronco y desapareció entre los árboles.

La madre regresó al pueblo con la cara cubierta de sangre. Con el tiempo, las heridas sanaron y se convirtieron en unas cicatrices perfectamente simétricas, recordatorios constantes de su culpa y su fracaso, de su niñita salvaje perdida en el bosque. Los pobladores le aseguraron que no había nada más que pudiera haber hecho, que no había nada más que alguien pudiera hacer con una hija tan desobediente, aunque cuando no podía escucharlos, la culpaban por haber dado a luz al niño demonio en primer lugar. A veces, los cazadores o los leñadores hablaban de una visión aterradora en el bosque: una pequeña niña que saltaba de entre los arbustos antes de escabullirse. Un duendecillo enojado y feroz.

Mientras más tiempo pasaba, más obvio me parecía mi centro podrido, más clara mi complejidad. Mis captores sabían que era culpable. «Si te duele, es culpa tuya», me decía Coulton si movía el brazo porque mis venas estaban demasiado hinchadas para su aguja. «Casi como si lo estuvieras pidiendo», decía cuando veía que otra vez había tratado de quitar el yeso de la pared. Mi castigo era una cachetada rápida en la cara; sus manos enguantadas me escocían la piel. Cuando regresaba y me encontraba rasgando, con las uñas llenas de sangre, tronaba la lengua como hacía la señora Blott cuando llegaba tarde a cenar.

—Eres una amenaza para ti misma, mi niña. No puedo imaginar qué daño podrías hacerle a la gente a tu alrededor. Por fortuna, estás aquí con nosotros, donde te podemos ayudar. Qué bueno que Rafe te está cuidando. —Las palabras de Coulton me golpearon con más fuerza que su palma enguantada.

Pensé, por millonésima vez, en los acontecimientos que habían precedido mi captura, pero esta vez los repasé con una diferencia narrativa crucial. Matthew había tenido miedo de dejarme ir con las niñas que encontramos en el río. Por mucho que hablara de acampar, sabía que habíamos pasado las noches en su carro porque le preocupaba lo que ocurriría si me dejaba entrar en una casa. Peter me había mantenido en Urizon, prohibiéndome el más simple tipo de viaje. Era claro que necesitaba guía, que todos a los que conocía y amaba habían tratado constantemente de mantenerme en línea. Los esfuerzos que ahora hacía Rafe eran poco convencionales, dolorosos. Y, sin embargo, ¿si sus intenciones eran diferentes de las que había malinterpretado?

No había visto a Rafe desde mi llegada, pero eso no significaba que no estuviera pensando en mí, observándome. Quizá, pensé de repente, la única manera de liberarme era siendo dócil. Quizá me había adentrado en un camino a la perdición que ahora Rafe trataba de contrarrestar. Quizá, en mi prisión, en realidad me estaba salvando.

Había pasado horas con Rafe, durmiendo a su lado, compartiendo historias. Conocía a Rafe y no era un monstruo. ¿Era posible que estuviera haciendo esto por mi bien? ¿Que esta sangría fuera algo parecido al remedio que durante siglos usaron cuando un paciente exhibía humores desalineados? ¿Rafe estaría usando mi sangre de una manera que Peter jamás había imaginado para comprender mis fallas y curarme? Rafe me había pedido que confiara en él, pues sabía lo que estaba haciendo. ¿Había alguna forma de que su trabajo fuera lo mejor para mí? Era tan posible como cualquier otra explicación a la que hubiera llegado antes para explicar mi situación actual y el papel de Rafe en ella.

Sabía que mi poder era peligroso, que mi existencia era una fuente de vergüenza. Había matado a mi madre, había conducido a mi padre y ahora a Rafe a lo que parecía una locura obsesiva. El problema, empezaba a ver, nunca había sido Rafe, nunca había sido Coulton. El problema era que en el momento en que más las necesitaba había destrozado las reglas que Peter me había impuesto, creyendo que mi desafío era valiente, que mi desobediencia era algo especial. Había sido egoísta y estúpida. Me despreciaba a mí misma.

Me merecía este tratamiento. Quizá fuera a limpiarme.

Dejé de luchar, dejé de bufar. Me sentaba dócilmente cuando Coulton iba a buscarme.

—Eres una mujer cambiada —dijo Coulton, hincándose para ponerse al nivel de mi asiento en el suelo, enderezando un popote para que pudiera beber el agua turbia que me llevaba—. Parece que domamos a la bestia, ¿no?

Domar. Una palabra para una niña salvaje que se vuelve obediente. Una palabra para un halcón con las alas atadas, un tigre sin garras. Una palabra que me ponía a salvo.

Cierta tarde, una violenta tormenta hizo que la lluvia entrara por las ventanas y usé un plato hondo que había quedado del desayuno para atrapar las gotas. Observé las cuentas de agua mientras bajaban por la pared, persiguiéndolas una tras otra al principio y después combinándolas cuando llegaban a su destino.

—Ingeniosa. Tu muchacho Rafe estaría orgulloso —me dijo Coulton cuando vio mi arreglo mal hecho. Asintió y me llevó una cubeta más grande y un trapeador para limpiar el resto.

Me moví incómodamente en mis cadenas para limpiar la mayor parte del agua. Limpié el desorden que había hecho con el yeso, barrí los pedazos de pintura en un montón. Me lavé a mí misma, me enjuagué las axilas, limpié el sudor entre mis muslos. Me comí las sopas amargas, me tragué las galletas, me obligué a tragar papas hervidas, avena fría y panes rancios. Sostenía el brazo cuando Coulton se acercaba y no hacía gestos cuando sentía el piquete de la aguja, me ponía firme cuando me daba un golpecito en la cabeza antes de irse.

Cada vez que escuchaba que ponía el cerrojo, pensaba que seguramente Rafe sería el siguiente que lo abriría. Cada vez alzaba la mirada y me encontraba con Coulton, y sentía que mi esperanza se encogía. Me volví el hoyo en la fruta que una vez había sido, mi carne empezaba a disolverse lentamente, un pedazo de carne tras otro.

Rafe no vino.

No iba a venir.

Quizá había decidido que no podía curarme. Quizá me había vendido. Quizá mi vida terminaría ahí, en esa habitación del sótano, con Coulton. Quizá era mi cuerpo el que iba a vaciarse de sangre.

«Por favor, solo mátame», rezaba en silencio, cada vez que Coulton iba a revisar mi temperatura y a picarme con sus agujas. «Mátame ahora y hazlo rápido. Si no vas a liberarme, solo mátame». ¿Pues no estaba ya viviendo una especie de muerte? No había nada que ver, nada que escuchar, nada que tocar. La luz del sol entraba debilitada por el cristal esmerilado a través de las ventanas del sótano y aunque podía moverme bajo los rayos nublados, no podía sentir su poder.

De niña, le había preguntado a mi padre: «¿Qué es la muerte?».

En un extremo de nuestra propiedad, había un árbol que se inclinaba hacia la tierra, un árbol grande que amenazaba el camino del vecino. El señor Abbott le había pedido a Peter que lo talara argumentando que en cualquier momento podía aplastar a su Trixie, el pequeño terrier que pronto sufriría un destino mucho menos común en mis manos. Apoyado por una última porción de tronco que todavía no se había quebrado por la fuerza de la inclinación, el árbol formaba un arco sobre un camino de rocas que dividía nuestro terreno del de Abbott, un sendero lleno de hierbas que hacía una línea, según me había dicho la madre Farrow, de Urizon a un enterramiento en la parte más al norte del bosque. Peter me alcanzó por la cola de mi abrigo demasiado grande cuando traté de pasar por el arco del árbol, mi peso a los cuatro años no podía compararse con la fuerza de su puño.

—¿Por qué se dobla el árbol si no es para hacer una entrada? —le pregunté.

—Porque está muerto —respondió mi padre.

Entonces, le hice a Peter la pregunta para la que todos los padres deben prepararse para responder un día, la pregunta que todos los niños van a hacer:

—¿Qué es la muerte?

Peter soltó mi abrigo. Se arrodilló sobre la grava e hizo un gesto para que imitara su acto. Perdió el equilibrio ligeramente mientras limpiaba las micas de sus lentes y se preparaba para hablar.

—¿Ves estas raíces gruesas de aquí, todas extendidas? ¿Ves cómo van más allá del camino, después de la base de este árbol? Están peleando con las raíces de otras especies y ese árbol afortunado resultó ser el ganador.

Con esa ingeniosa prestidigitación verbal, Peter había respondido una pregunta mucho más fácil: «¿Por qué?». ¿Por qué está muerto ese árbol? Una maravilla por completo diferente, fascinante en la manera concreta de su respuesta, opuesta al desconocido qué, al imposible dónde de la pregunta que yo le había hecho. ¿Qué era la muerte? Mi padre, que seguía vivo, no podía decírmelo.

¿Qué había ocurrido en realidad cuando toqué a la catarina que había caído de mis rodillas al pasto o cuando toqué al pobre Trixie? ¿Dónde estaba mi madre? ¿A dónde iría ahora si me arrancaba las vendas que tenía en los brazos y apretaba la piel de la parte interior de mi codo, para aumentar el flujo de sangre?

¿La muerte era, como hacía mucho sospechaba, oscuridad? Yo me imaginaba una nada insondable y flotante. Sin agujas, pastillas u hombres sudorosos de aliento agrio inclinándose sobre mí. Solo paz.