Los días se derraman como barajas, con distinciones ocasionales que los separan unos de otros: un tazón de avena inusualmente caliente, un nuevo régimen de vitaminas, una tormenta contra las ventanas, un sueño pesado sin sueños. Dejé de fantasear con que Rafe trataba de curarme. Con toda seguridad, para este momento sus intenciones serían claras. Me había convertido en la cautiva modelo y no había sido suficiente. Volví a engañarme, esforzándome por ser lo que pensé que Rafe quería. Ya había terminado con eso. Había consentido más que suficiente. Solo tenía suficiente energía para parpadear, suspirar un poco, someterme a las sangrías de Coulton. Justo cuando estaba perdiéndome, convirtiéndome en las cuatro paredes de mi prisión, las tácticas de mi guardia se transformaron. Un día, Coulton se acercó a mí sin agujas, sin comida. Se paró junto a la puerta evaluándome con los ojos.
—¿Cuánto han ganado con cada frasco de mi sangre? —le pregunté por fin con voz ronca por falta de uso. La motivación más racional que había intuido era el dinero.
Coulton se rio y se quitó los lentes. Pensé en mi padre cuando se quitaba los suyos. «¿Maisie, me trajiste el té?».
—Para nada lo suficiente, mi querida contadora —dijo Coulton—. Si hay dinero detrás de esto, me han mantenido lejos de él, aunque me satisface ver que te interesan las ganancias. —El diente muerto era más brillante que los otros, un imán de saliva, fascinante en su podredumbre. Me pregunté si mi toque podría volverlo blanco.
—Te lo mereces —dije.
Coulton se rio. Me hizo un gesto para que me acercara, como si estuviera a punto de hacerme una confidencia. Como no sucumbí, suspiró y se volvió a apoyar en la silla plegable que había llevado con él a la habitación. Era de plástico azul. Crujió bajo su peso.
—Han sido unas semanas extrañas —dijo Coulton, enderezando los hombros—, para los dos, lo reconozco. No es una tarea placentera drenar un cuerpo vivo, recolectar la cantidad de sangre que tu muchacho asegura que necesita. No es un trabajo en el que participaría si no fuera porque Rafe tiene conocimiento de ciertas desagradables actividades mías.
—Rafe te está chantajeando.
—Entonces, te preguntarás por qué estoy sonriendo. —Coulton no estaba sonriendo, pero ahora extendía una amplia sonrisa, exhibiendo ese horrible diente frontal—. Estoy sonriendo porque nuestro amigo se fue a alguna aventura. Te dejó totalmente sola con Coulton y vamos a divertirnos un poco. Igual que tú, me interesan las ganancias. Estoy interesado en lo que los dos, juntos, podemos hacer para tener ganancias. ¿Me sigues?
No lo seguía.
—Verás, el otro día me encontré con un ratón que mataste hace unas semanas. Lo iba a tirar pero, bueno, ya sabes cómo son las cosas. Lo eché al pasillo y me olvidé de él. De cualquier manera, imagínate mi placer cuando descubrí que la cosa esa jamás se había podrido. No olía. Era un cadáver pequeño, rígido y helado, igual que la última vez que lo había visto. —Esperó para ver cómo respondía, pero yo mantuve el rostro sin expresión—. Ahora, imagínate: ardillas y zorros, gatitos y perros, todos juntos en la estantería de un lugar como la tienda de Holzmeier. Sin ninguna de las muestras de decadencia que uno esperaría: simplemente congelados. Como taxidermia, pero sin todo el desastre. Sin necesidad de pagarle a alguien para que desuelle a las bestias, para que las rellene. Quitamos al intermediario, como dicen. —Coulton cruzó los brazos y se recargó en la silla, complacido. Tuve la esperanza de que se cayera.
—¿O sea que quieres vender animales muertos?
—Espíritus familiares de bruja paralizados —corrigió—, por el doble del precio usual.
El diente muerto, me di cuenta de repente, tenía una mancha blanca en la esquina, la pata blanca de un gato totalmente negro.
—Déjame ver a Rafe otra vez —dije—. Déjame hablar con él.
Coulton se rio abiertamente.
—¿Crees que eso va a hacer una diferencia? Además, como te dije, hace mucho que se fue.
—No está bien que toque a los animales. Tienes que entenderlo. Daño a la gente más de lo que la ayudo, lastimaría a tus… —Me di cuenta de que le estaba rogando, que mi voz era cada vez más alta, lo que hacía que pareciera más pequeña, tan desesperada como me sentía. Coulton se rio. Cambiando de estrategia, consciente de que nuestro tiempo para hablar era limitado, que pronto se iría y me quedaría ahí sentada a solas, hice mi voz más firme y continué—: Nadie cree que los recuerdos que venden en Holzmeier sean reales, son una broma, todo es una tontería.
—Ay, no, pequeña, se basan en sus creencias. La gente sabe lo que quiere. ¿Para qué negárselo? Esta… esta brujería es algo especial.
—No soy una bruja —dije.
—Eso dicen todas.
Quizá fuera así como moriría: atacada por un animal salvaje o muerta de hambre mientras me atrincheraba detrás del catre. Juré que no iba a jugar el juego de Coulton, que me ocultaría de cualquier bestia que me llevara, sin importar lo agresiva que fuera, sin importar lo dulce que fuera, sin importar cuánto anhelara tocar algo después de semanas sin Marlowe.
Coulton llevó sus sacrificios a mi cámara bajo tierra y desde que le eché un vistazo (los ojos enrojecidos, las manos rasguñadas por garras), me di cuenta de que la tarea de recolectarlos no había sido placentera. Los animales gritaban, rasguñaban sus cajas y Coulton ponía un gesto extraño cuando me las arrojaba, tenía una apariencia casi de pena cuando cerraba con doble llave la puerta detrás de él.
El primero fue un perro furioso, callejero, por su apariencia, más o menos del tamaño de Marlowe. Rugía, quizá tuviera rabia, y me pelaba los puntiagudos dientes amarillentos. Su saliva brillaba como telarañas y se deslizaba poco a poco de sus fauces.
—No te voy a lastimar —murmuré, consciente mientras las palabras abandonaban mis labios de lo poco probables que eran. Extendí las manos, con las palmas abiertas a modo de rendición.
Desafortunadamente, el animal lo vio como una señal de agresión. El perro se abalanzó contra mí. Por un momento, me debatí entre sostener mi palabra o solo sentarme y someterme a su mordida, pero cruzó mi mente una imagen de lo que Coulton podría hacerle a mi cuerpo herido. Me sobrecogió una ira tan intensa como si ya hubiera hecho el daño.
Nuestro encuentro fue un estallido frenético, un petardo que explota y después chisporrotea hasta quedarse inmóvil. Yo dejé el encuentro con la marca de un diente en el hombro, rasguños en el pecho, un moretón púrpura y amarillo justo por debajo de la piel. El perro terminó como cadáver.
Miré fijamente al animal muerto. El perro parecía más pequeño una vez quieto, menos enemigo que compañero, asustado y abusado, no muy diferente a mí. Quizá lo único que necesitaba era un poco de limpieza, un poco de afecto, y se habría convertido en un compañero comparable con Marlowe. O quizá ese perro habría estado satisfecho con pasear por los páramos, con ser ciudadano de los riscos, el pasto y el cielo. ¿Quién podría saber, ahora, qué habría podido ser de su vida si no se hubiera enredado con la mía?
Me obligué a reflexionar acerca de lo que había pasado. Había matado, con el propósito de matar completamente. Por primera vez había intentado acabar con una vida y había tenido éxito. Me había imaginado que iba a sentir vergüenza y culpa, una sensación de fracaso, pero mientras observaba al animal quieto solo sentía entumido todo el cuerpo. Me sentía cansada, de siglos de edad.
Pensé en otra historia, una historia que todos los niños de Coeurs Crossing se sabían de memoria. La había escuchado por primera vez de la madre Farrow y después había leído detenidamente en nuestra biblioteca de Urizon, en busca de alguna mención en la historia de nuestra región que pudiera hacerla más sustanciosa. Había encontrado varias referencias que podían significar que la historia era verdadera, aunque Peter me advirtió que era una leyenda y que, por lo tanto, se había embellecido y alterado a lo largo de los años, como un carro antiguo cuyas partes hubieran sido lentamente reemplazadas hasta que poco quedaba del modelo inicial.
Una vez había habido un gran imperio del sur que quería añadir nuestro país a su territorio. (Aquí, «país» era un término muy laxo para referirse a la tierra y las dispersas tribus nativas que la cuidaban. Esto fue hace siglos; antes de que hubiera ciudades modernas, antes de que los hombres navegaran a través del mar). Como era uno de los asentamientos más al norte, la tierra que con el tiempo se convertiría en nuestro pueblo se había librado de las violaciones y pillajes iniciales del ambicioso imperio. Quienes vivían ahí podían hacer en gran parte lo que quisieran. Desde luego, esto no podía durar. Con el tiempo, el imperio envió tropas para que tomaran la tierra y civilizaran a su gente. Algunos pelearon, muchos se rindieron y muchos más fueron asesinados.
En este punto de la narración, los libros de historia hacían reverencia a los valientes soldados que aplastaron al último grupo de la resistencia. Dirigidos, se decía, por un hermano y una hermana, uno de los cultos más fuertes del bosque no se sometía. Utilizaron tácticas de guerrilla y armas toscas en un esfuerzo por resistir a los que serían sus opresores, y causaron suficiente escándalo para ser recordados en los libros de sus conquistadores, pero no pudieron frenar la marea de lo que esos mismos libros llamaban progreso.
Las tropas del sur eran más fuertes, en número, en armamento y en habilidad, y derrotaron por completo a los rebeldes. Capturaron a los hermanos, que fueron llevados al campamento enemigo, que se rumoraba estaba en el lugar donde siglos más tarde se construiría Urizon. Torturaron a la hermana, a la que matuvieron prisionera, la usaron de la manera más repugnante, hasta que una mañana de primavera se escapó justo bajo las narices del imperio. El hermano fue enviado al sur, donde lo obligaron a pelear. Era un castigo muy común en esos tiempos. Eran los días en los que las multitudes se reunían en arenas para entretenerse con combates de gladiadores, donde vitoreaban mientras los hombres se batían a muerte. La madre Farrow sostenía que el hermano se volvió un campeón de la pelea, el más feroz, el más astuto de miles. Me lo contó con orgullo, chasqueando la lengua contra las encías desdentadas.
Mirando al perro que yacía en el suelo, contemplando mi propia situación, pensé en mí misma como una especie de gladiadora: cautiva, secuestrada de mi hogar para que me arrojaran a una arena improvisada sin otra opción más que pelear a muerte. No había razón para que sintiera culpa por lo que había hecho. ¿El gladiador se preguntaba qué había sido de las víctimas de su triunfo? No. El hermano, estaba segura, había matado incontables animales salvajes. Había asesinado hombres. Su único anhelo era su propia supervivencia, el breve estallido de su victoria, sin importar el precio.
Mis asesinatos aumentaron. Pasaron semanas de asesinatos orquestados. Días de esquivar mordidas y golpes que me llevaron a la extenuación, una repetición que me despojó de cualquier simpatía por los animales que mataba. Con cada muerte, estas bestias me renovaban: yo absorbía su voluntad de vivir, su instinto de pelea. Me recordaban que existía un mundo exterior, un mundo al que estaba decidida a regresar.
En mis lecturas de niña, me había fascinado el dios grecorromano Caronte, el barquero que cruzaba a las almas a través del río que dividía la tierra de los vivos de la tierra de los muertos. Lo había visto como un compatriota antiguo, el dios en cuya imagen me habían creado. Para pagarle a Caronte el pasaje de un puerto al siguiente ponían monedas sobre los ojos de los cadáveres o se las ocultaban bajo la lengua. Yo veía cada animal que me encontraba como mi propio pago al viejo Caronte, quien con toda seguridad preferiría la fuerza de la vida más que las monedas y que me llevaría de esta muerte en vida al reino de la vida exterior. Era, lo sabía, cuando me permitía pensar en la persona que había sido antes de mi captura, una débil justificación para mis acciones. Ahora, en mi conspiración con la muerte, había tenido una primera probada de acción, de poder. Había descubierto que me gustaba.
Había un momento antes del final —cuando cada uno me miraba, consciente de que exhalaba su último aliento— que sentía como si los animales me conocieran por lo que era en realidad. Una yo que siempre había sido, pero oculta. Un fuego que me había negado a reconocer se avivaba lentamente, un hambre insaciable que durante mucho tiempo había tratado de ignorar.