Hice mis ofrendas: una ardilla aulladora, un gato doméstico de cola larga y esponjosa, un pequeño cordero. Comí todo lo que Coulton me ofrecía para recuperar mis fuerzas. Paseaba por mi pequeña habitación, haciendo planes y preparándome para cualquier cosa que pudiera venir ahora con la esperanza de tener alguna oportunidad para escapar. Supuse que habían pasado tres semanas desde mi encuentro con la primera bestia y acababa de luchar contra un monstruoso zorro rojo. La criatura era malvada, viciosa como un tiburón toro, con un cuerpo delgado que se me escabullía y me rasguñaba hasta que por fin toqué la punta blanca de su cola. Coulton había entrado al compartimento para extraer el cuerpo. Una vez que metió al zorro en una bolsa, me dirigió el asentimiento usual de despedida silenciosa y pensé que iba a estar sola durante el resto de la tarde.
Sin embargo, esa noche, la puerta se abrió poco después de que Coulton se marchó. Me enderecé en el catre, con el cuerpo tenso, y vi a Rafe en el umbral de la puerta. Hacía semanas que había dejado de pensar que iría y, sin embargo, ahí estaba enfrente de mí, con el overol blanco, completamente cubierto con excepción de la cara, me sonreía con alegría, tan encantador como siempre. Su audacia me enfureció.
—¿Puedo pasar? —me preguntó Rafe mientras extendía una mano hacia mis cobijas. Como un animal, me aparté de él por instinto—. Maisie —dijo Rafe.
Al principio, pensé en ignorarlo, me negaba a mirar en dirección suya, decidida a hacer caso omiso a la explicación que fuera a ofrecerme. Pero mi situación actual era inmutable. Quizá pudiera utilizar ese encuentro en mi beneficio. Me di la vuelta.
—¿Qué quieres? —dije con voz suave.
Una sonrisa se extendió con cautela en sus labios.
—Ya sé que estás enojada conmigo. —Lo miré con perplejidad—. Ya sé que esto no es lo que te imaginabas cuando empezamos nuestra aventura.
No dije nada. Se levantó, mirándome, ocultando las manos en los bolsillos. Tenía la boca contraída. Suspiró.
—Supongo que pude habértelo explicado de forma diferente. Pero Maisie, todo lo que ha ocurrido… Espero que aceptes que era necesario, todo. Abrimos los cerrojos, necesitábamos el último sacrificio. Estaba tan claro que te habían condicionado, que tu padre te había enseñado a que no tocaras nada, a que no hablaras con nadie de lo que podías hacer. Nunca me habrías creído, no me habrías dejado tomar tu sangre: no podía arriesgarme a ello.
—Ay, por favor. Como si hubiera habido alguna razón para llevarme a todos esos lugares especiales, de fingir que te importaban mi padre o su trabajo. ¿A quién le estás vendiendo mi sangre? ¿Cuánto te están pagando?
—Maisie —continuó Rafe—, sí me importa. Confía en mí…
—Dime que estás bromeando. —Rafe sacó poco a poco las manos de los bolsillos. No pude evitar estremecerme.
—Tenemos el mismo propósito —dijo lentamente—. Conocer el bosque, entrar en él y comprenderlo. Toda mi vida, bueno, desde que empecé esta línea de investigación, he estado esperándote. Al principio no sabía que eras precisamente tú, pero cuando me di cuenta de que tu padre no era solo Peter Cothay, cuando me di cuenta de que te tenía… Estoy seguro de que comprendes lo que estaba en riesgo, por qué no tenía otra opción. No podía arriesgarme a que no estuvieras de acuerdo, no podía arriesgarme a que dijeras que no. Tu sangre es la única manera de entrar, estoy seguro. —Hizo una pausa como para que lo absolviera. Me pregunté qué diría si supiera que yo ya había entrado en el bosque sin derramar ni una sola gota de sangre.
—¿Por qué estás aquí? —le pregunté con el ceño fruncido—. ¿Volviste a ver tu obra? ¿A regodearte?
Rafe pareció sorprendido.
—Maisie, el plan no funcionó. Pensé que ya lo sabías. La puerta no se ha abierto. Me quedé junto al bosque durante semanas esperando y sé que teníamos la cantidad correcta de sangre, teníamos más que suficiente, más de la que hay en un cuerpo, así que solo puedo imaginarme que tú tendrías que estar ahí conmigo. Que hay algo acerca de ti, de tu presencia. Que hay algo más que no hicimos.
—¿Mi presencia? —Solté una risa ronca.
—Imaginé que tendrías una sensación… una visión… —continuó Rafe—. ¿No tienes ninguna intuición? ¿Ninguna en absoluto? —Se acercó más, de manera que pude oler su colonia. Otra vez sonrió.
Aparté la mirada y vi fijamente el agujero que había hecho en la pared, mis ojos se entretuvieron con el yeso descascarillado.
—Debes pensar que soy más estúpida de lo que parezco.
—Entiendo —dijo Rafe a mis espaldas—. Sigues enojada. Pero Maisie, eres un milagro de la ciencia. No deberías avergonzarte, deberías estar orgullosa. Cuando tu padre habló del bosque, sobre su historia, hubo alguna vez algún…
—Estás gastando tu aliento.
—¿Porque no sabes o porque no me vas a decir? —No contesté. Rafe suspiró—. Con el tiempo, voy a descubrir qué fue lo que salió mal. Voy a regresar en un día o dos. Mientras no estoy, espero que pienses en lo que podrías obtener si me ayudas. Piensa en lo que puedo darte. —Puso una mano enguantada sobre mi hombro y me aparté—. Para cuando regrese —dijo lentamente—, estoy seguro de que habrás reconsiderado tu participación. —Abandonó la habitación y azotó la puerta detrás de sí.
Me senté muy quieta mientras procesaba la llegada repentina de Rafe, su partida igualmente repentina.
Cuando había comenzado mi cautiverio, me consolé con el pensamiento de que conocía a Rafe, de que no era posible que hubiera estado a su lado durante horas en el carro y no hubiera podido percibir un atisbo de la verdad. Había repasado nuestras conversaciones en busca de capas de significado donde probablemente no había ninguno, había volteado las frases como piedras en busca del suelo que tenían debajo. Me di cuenta de que el ejercicio era fútil: mi análisis del carácter de Rafe podía construirse solo según nuestros encuentros más recientes, cualquier comportamiento previo necesariamente tenía que verse como parte de una actuación. En ese entonces, no conocía sus motivos, pero ahora los veía con claridad: solo le importaba su trabajo y estaba dispuesto a practicar cualquier tortura, cualquier crueldad, para conseguir su objetivo. Esas historias que me había contado sobre entrar en el bosque, de sacrificios… ¿Realmente las creía? ¿Realmente creía lo que me había dicho? ¿Que tenía buenas intenciones? ¿Que sus opciones eran morales?
No importaba. Nada de eso importaba. Con buenas intenciones o no, Rafe me había sentenciado a la prisión; había sido mi juez, mi jurado y mi verdugo. No iba a sucumbir a su cuerpo o a sus historias. No le iba a permitir quitarme más sangre. Permanecería fría y vigilante, y lo asesinaría si volvía otra vez, embestiría contra su rostro sin protección, contra esa piel cálida y desnuda.
Al día siguiente, dejé el sótano por primera vez desde mi captura. Coulton me llevó escaleras arriba a una habitación diferente y más oscura, lúgubre y sin ventanas, y me puso sobre una silla que se inclinaba hacia adelante y hacia atrás. Me amarró con ataduras de metal que me rasgaron la piel y después me dejó esperando, pero la espera fue una tortura en sí misma.
Traté de predecir lo que estaba por venir. Pensé que sería una especie de resucitación forzada, que iba a llevar algo muerto y me obligaría a tocarlo para que volviera a la vida. ¿Podría filmarme? ¿Llevar un público? ¿O haría a lo que se había referido Rafe cuando insistió en que pronto reconsideraría su oferta?
Al final, Coulton volvió a entrar. Se paró enfrente de mí con ojos brillantes.
—No te preocupes —sonrió—, solo te va a doler un momento. Tenemos que mantenerte en forma, ¿no es así? Nuestra querida hermanita. Nuestro infinito cofre de oro.
Mientras hablaba, preparaba sus instrumentos: ganchos largos y brillantes, una lupa enorme, una navaja que brillaba con una luz salobre. Deslizó las manos en un par de guantes de hule ajustables, se golpeó los puños contra las muñecas y cargó el émbolo de una aguja con un líquido color ciruela. Involuntariamente, me estremecí.
—Solo te va a doler un momento —repitió. Apreté los dientes contra mi labio. Coulton ató una liga alrededor de mi pobre y abusado brazo derecho y sumergió el líquido púrpura en mi vena.
Poco a poco, el contenido del émbolo hizo efecto. Mi tobillo, que había desarrollado un escozor constante desde un encuentro dos días antes con un hurón de apariencia feroz, ya no me dolía. La uña que me había mordido con rapidez antes de que me atara a la silla dejó de palpitarme brutal y rítmicamente, marcando el tiempo de las palabras de Coulton. Mi cuerpo se sentía ligero y efervescente, un cascarón en el que había encontrado consuelo temporalmente en lugar de una parte de mí.
Observé con desapego cuando Coulton sacó un bisturí e hizo un corte de tres centímetros sobre mi antebrazo izquierdo. La intervención me hacía cosquillas pero no me dolía. Era gracioso, pensé entonces, lo delicado que era mi cuerpo. Lo completa y vergonzosamente humano.
Observé cómo se juntaba y rezumaba la sangre mientras Coulton pelaba la piel. Observé la parte rosa e hinchada que había debajo. Lo limpia que era. Lo fuerte.
Una vez que levantó un considerable cuadrado de piel de la parte superior de mi antebrazo, Coulton utilizó un par de tijeras para retirarlo. Puso la reliquia en una bandeja de plata que tenía al lado y la sacó con cautela de la habitación.
Mi brazo, que sangraba profusamente, ahora se convulsionaba, pero yo me sentía muy lejos. De repente un fuego encendió mi cuerpo en un estallido súbito y doloroso. La embestida de dolor hizo que me lanzara hacia adelante de manera que las ataduras de metal que me mantenían cautiva me cortaron el pecho. Grité. Cuando perdía la conciencia, me di cuenta de que la sangre me había manchado el vestido y había formado lágrimas rojas sobre el blanco sucio.